DIARIO DE UN ESCRITOR

Arán, 29 de noviembre de 2011

La Maga del Fuego me dio unas cuentas ideas para transformar esos cinco kilos de manzanas que no sé por qué compré, pero seguro que hay una razón oculta que se me escapa. La Maga del Fuego es una persona especial. Una chica. Una chica en el sentido más literal del término, porque es muy joven, pero nadie lo diría leyendo los sabios consejos que siempre me da. Y sabe de todo, que eso es lo importante. Me asesoró con la chimenea, me dio directrices para meter la aguja en el ojal, se preocupó por el pie que iba a perder, me procuró un programa informático cuando lo perdí, y ahora me dice todo lo que puedo hacer con las manzanas, enviándome un buen número de recetas para poderlas comer sin que me aburran, porque las manzanas me aburren soberanamente. Así es que seguiré las recetas de tartas de manzana, de manzanas caramelizadas, de manzanas al horno que obran en mi poder gracias a ella.
El día, hoy, era tan luminoso como ayer y yo estaba algo menos oscuro por dentro. Trabajé de buena mañana en lo mío, ese libro tan largo que estoy corrigiendo, a veces de forma despiadada, como hay que corregir un libro propio, y terminé la extraña novela de Pérez Merinero La chica que hacía llorar a los perros, por lo que me toca, ahora, El círculo alquímico de Paco Gómez Escribano, tantas veces postergada por otras urgencias. Y luego irá una novela de Alicia Estopiñá, y después la de Émpar Fernández, y la de José Manuel Benítez Ariza que un mensajero de color y acento francés, el único negro que he visto en el Valle, me trajo esta misma tarde.
Pero me salto mi cita diaria con Público, la mesa de la terraza del bar, el sol y la cerveza a euro veinte que me sirvió, esta vez, El camarero que leía a Thomas Mann.
Leí en el diario del trostkista Jaume Roures muchas cosas desagradables y feas sobre miembros de nuestra realeza, que daba vergüenza leerlas, y me entristecí con un obituario cinematográfico: Ken Russell. Los jóvenes no lo recordarán, pero era un director que iba por el mundo provocando con los temas escabrosos de sus películas y su puesta en escena operística. Su cine era declaradamente desmedrado y Oliver Reed, un dipsómano camorrista con la mejilla cortada por un cuchillo de pelea, interpretó unas cuantas películas con él, la demencial Los diablos, con Vanesa Redgrave, y Mujeres enamoradas, en la que tenía una pelea con Alan Bates ante una chimenea, los dos tal como vinieron al mundo, lo que provocó cierto escándalo. Estuvo muy de moda Russell, que a mí siempre me pareció excesivo, y luego se esfumó, o se diluyó, como la escarcha de mis ventanas cada mañana.
Alguien me mandó un fado como mensaje de despedida que luego no fue. Lo escuché a pesar de que los fados me hunden en la tristeza, porque eso es lo que pretende un buen fado, y me prohibo oírlos, como las composiciones de Eric Satie o las sinfonías de Mhaler.
A media tarde, mientras trabajaba, alcé los ojos y vi un cielo maravilloso, el que se ve por la ventana de mi estudio, con el Coth de Baretges, por el que tantas veces he ido de la mano de Mademoiselle Bonnaire, recortado sobre un cielo incendiado del atardecer que surca la estela de un avión, y no pude resistirme a fotografiarlo.

Comentarios

MarianGardi ha dicho que…
Cuanta vida e intensidad.
Ese cielo azul del Valle, ya lo imagino desde tu perspectiva.
Sigo pasando dias

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