DIARIO DE UN ESCRITOR

Arán, 28 de abril de 2012
Llovió todo el día. Lo hizo lentamente. Hubo un momento en que, abriendo la ventana, era capaz de distinguir el sonido que hacía cada gota cayendo. El cielo estuvo gris. Había nubes altas, nubes medianas y nubes bajas que descendían por los montes hasta los prados del fondo del valle. Un paisaje de Cumbres borrascosas que siguió al ventoso de ayer, con ese viento cálido que del sur me trajo hasta las ventanas de la casa la arena del desierto.
La lluvia rompe mis rutinas. No hay cerveza al mediodía después de la compra del periódico. Me olvido de coger el pan. Llego a la oficina de correos cuando ya la han cerrado. Conduzco bajo la lluvia ida y vuelta pueblo/Vielha/pueblo.
Poco a poco voy recomponiendo el caos que se ha adueñado de mi casa. Soporto el caos hasta que éste se hace demasiado agresivo: por ejemplo, cuando ya no encuentro el mando a distancia del televisor por tantos papeles que inundan mi mesa de trabajo, o cuando soy incapaz de localizar la grapadora. Entonces me pongo a arreglar ese desorden, pero sin poner mucho empeño en ello, a plazos: hoy un poco, mañana otro poco.
Ese caos se nota en la cocina. Cocino poco últimamente. Y lo que hago me sale mal. Una cosa tan simple como un arroz a la cubana, pero sin plátano, se convierte en un incomestible engrudo de arroz inundado con agua; la salsa de tomate, que suelo bordar, sabe demasiado a cebolla cruda, que no se acabó de freír, y ajo. Herví judías verdes el otro día, pero me quedaron como plásticos. Pero me lo comí todo, mentalizándome de que era prisionero en un penal y que ésa era la bazofia que me pasaban los carceleros por debajo de la puerta de la celda. Como a Richard Gere en una película de chinos que vi.
A media tarde, entre anuncio y anuncio de otra película, decido hacer un bizcocho de chocolate. Pero, cuando me pongo a ello, a mezclar a ojo dos huevos, harina, levadura, aceite y azúcar, me doy cuenta de que me da una pereza terrible rallar el chocolate venezolano que me trajo meses atrás, de Caracas, Marcos Tarre Briceño, un escritor de novela negra de los de verdad. Así es que decido, sobre la marcha, incrementar la harina, duplicarla, hasta que queda una masa que, por su textura, calculo me servirá para hacer rosquillas, y, para la transformación del abortado bizcocho que no fue en las rosquillas que serán, le añado un buen chorro de anís.
Desayuno rosquillas. Mejor tomarlas frías que recién hechas. Milagrosamente no están como el arroz a la cubana, que pifié, sino que están aceptablemente buenas. Pero llenan. Me como cuatro y tengo que tomar buenos sorbos de café con leche para tragarlas. Desayuno rosquillas con las cifras del paro. Estos trescientos mil nuevos parados son a cuenta de Rajoy. Todo un récord en cien días de gobierno. Cada vez mejor. Así hasta la debacle final.  
A última hora de la tarde dejó de llover. Pero el manto de nubes bajó más, aprisionando el paisaje, situándose a unos pocos de metros sobre los tejados de pizarra de las casas. Estuve escribiendo. Nada importante: sobre cine. Y viendo un par de películas sin prestarle demasiado atención, nada que ver con la atención que sí presté a Crash de David Cronemberg, que me siguió pareciendo morbosa e impactante.
De cuando en cuando, cojo mi libro recién salido. Lo abro con miedo. Me gusta la cubierta. Y no porque la foto de la portada sea mía. Me gusta el color naranja que impregna la tapa de cartón del libro. Leo alguna página al azar. Me siento siempre extraño cuando tengo en mis manos un libro recién publicado, la sensación de no ser yo quien lo escribió sino otro, un extraño, un impostor que se adueña de mi cuerpo y mi cabeza y me impele a crear historias. Patpong Road no tiene una historia lineal. No es tan narrativa como otras novelas mías, sino que es más discursiva. Un discurso a través del sexo. Un exorcismo para huir del miedo a la muerte. ¿Qué hay más lejano y cercano a la muerte? El sexo. El sexo como adicción. El sexo como objetivo y finalidad de la vida. El sexo como obsesión compulsiva. Es una novela corrosiva. Incómoda. Incomoda. No hay cosa más inútil que escribir un libro para que el lector se quede igual al leerlo. No espero mejorar la especie humana escribiendo. Dejo mi novela, que ya no es mía, en la estantería. Y sigo escribiendo, redondeando esa reseña cinematográfica, ese texto arcilloso con el teclado de mi ordenador.
Lleno la pipa. Leo el mensaje que lleva impreso el paquete de Amsterdamer: Fumar mata. Pues fumo.

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