DIARIO DE UN ESCRITOR


Arán / Barcelona, 12 de abril de 2012
Hoy sonó el despertador a las cuatro de la madrugada. Abrí los ojos. En realidad no los había cerrado en toda la noche. En las cuatro horas de mi breve noche, debo matizar, mientras saco un pie fuera de la cama, pesco las zapatillas de mi séptima vida, que cada vez me vienen más grandes, bajo las escaleras y me voy a duchar al cuarto de baño de la segunda planta. Hoy no me miro la cara en el espejo. A estas horas, espantosa, y que no empezará a recomponerse hasta dentro de cuatro si consigo dormir durante el viaje. Hay días que no me la miro. Hoy. Me visto rápido, porque ya tenía la ropa encima de la otra cama, no tardo en encontrar los zapatos, me cepillo los dientes, cierro la maleta, cojo la cartera, el móvil, las gafas de presbicia, a pesar de lo mal que suena esa maldita palabra, me encasqueto a media cabeza mis gafas de sol y bajo a la calle. Silencio absoluto mientras paso por el obrador y olfateo el aroma a pan recién hecho. Nadie en la parada y quietud sólo rota por el gorgoteo del Garona. El pueblo duerme. Tres minutos más tarde me coge el autocar de la ALSA. Me dirijo en catalán al conductor que me responde en castellano, como ya es habitual.
Duermo. Cuesta hacerlo en las curvas hasta Pont de Suert. Más en las del pantano que empieza a continuación, no bien se deja atrás el pueblo. No somos muchos pasajeros. Media docena. Una mulata que subió en Vielha y regresa a la República Dominicana. Una joven pareja que emprende viaje lejano y ha sacado dos billetes para el aeropuerto. Duermo sobrepasadas las curvas del pantano, cuando vienen esas largas rectas que me sé de memoria, como si condujera. Sueño. Creo que estoy despierto, pero sueño. El sueño más largo duró tres años y medio. Pero fue un sueño. Cuando se toma perspectiva sobre los acontecimientos estos cuadran y se llega a comprenderlos. Entiendo perfectamente la reacción de los protagonistas de aquella historia, que interpretaron con solvencia sus papeles mientras el telón estuvo alzado. En la distancia todo cuadra, hasta los personajes de ese sueño y sus debilidades y terrores se hacen humanos, comprensibles. No hay personajes blancos, ni negros. Los matices eran importantes, aunque ellos los ocultaran. Era como si supieran que aquello era un tránsito pasajero y en ese tiempo breve se esforzaran en ser perfectos, en que sus trajes no tuvieran una arruga y no se notara la impostura de sus voces teatralizadas. Pero debo olvidar ese sueño pasado, aunque me duela hacerlo, cada vez menos, y eso también me duela, y concentrarme en el sueño presente. Aquel libro se cerró y escribimos a dos manos la palabra fin. Sueño, intento dormir, con la voz de fondo de dos mujeres que subieron en Pont de Suert y no han dejado de hablar. Con el presente que se reanudará a las 18:30, puede que más tarde, o temprano, en la habitación de un hotel, como muchos de aquellos sueños húmedos que tuve en la adolescencia y se materializan ahora, en esta edad que me niego a asumir. El invierno de la vida, como resume Paul Auster en el título de su última novela. Imagino, como llevo haciéndolo desde días pasados, sus pasos hasta la puerta, su característica forma de llamar, una contraseña, y yo alzándome de la cama, cruzando el cuarto, abriendo. Sueño con esa imagen provista de sonido, mientras el autocar enfila las largas rectas de Lleida y la amanecida hasta hace bello ese insípido paisaje llano, con esa relación que recibo como un regalo en mi octava vida de forma inesperada. Y el autocar me lleva a ella, como un imán, por una llanura de pastos cuadriculados y pueblos que huelen a estiércol mientras cigüeñas, con ramas en el pico, cruzan el cielo pálido que el pincel del sol va pintando de color. Balaguer, la ciudad que dejó de oler a col agria, que he cruzado un centenar de veces cuando subía a ese Valle de Arán en donde ya vivo buscando un aislamiento que no quiero. Toca desayunar en mi pastelería habitual que abre cuando el autocar atraca en su muelle, junto al Noguera Pallaresa que nace en Baqueira Beret: café con leche y ensaimada cubierta con azúcar glas que me deja perdidos los pantalones de pana. Y mientras mastico la ensaimada, mientras bebo el café en cuatro sorbos, escribo sobre mis sueños pasados, muertos, y futuros, extraordinariamente vivos.
En Vilagrasa me llega un anticipo gracias a las tecnologías: foto por sms. Unas piernas que asoman por entre una minifalda con raja. Una chica que conduce y se hizo esa foto con la cámara de su teléfono móvil para enviármela aprovechando un atasco. Vilagrasa, como todos los pueblos de la Plana de Lleida, agrícolas, son sencillamente espantosos. Los árboles frutales, algunos floridos, se alinean con tiralíneas, constreñidos, como si hubieron sido aplastados con planchas. Son árboles sin personalidad, iguales, esculpidos para ser explotados a gran escala. ¿Pueden dar buenas manzanas, me pregunto? Dispuestos en largas hileras, con perfiles artificialmente afilados, permiten que pasen entre ellos los tractores de labranza, los que luego, cuando salgan los frutos, recolectarán sus manzanas verdes, rojas, Golden, Fuji, Gran Smith… No me imaginaba, en mi octava vida, ser experto en manzanas.
Ya no sueño. Ni duermo. El autocar casi se llenó en Balaguer. Subió un africano al que despidió otro. Serio, delgado y rapado, oculta sus ojos bajo gafas de sol. Pienso en Salambó. Una de las mejores novelas históricas que haya leído. Uno de los más prestigiosos premios literarios que se conceden en el país. No podía imaginar que allí, en la barra del Café Salambó de Pedro Zarraluki, empezaría una historia literaria. No podía saber entonces, cuando entré y aquella desconocida me hizo una seña desde la barra del bar, que cuatro meses más tarde ella llamaría a la puerta de un hotel. No podía imaginar mientras hablaba con aquella rubia de cabello bien peinado y porte elegante, que tomaba, posiblemente, un gin tónic, aunque no puedo afirmarlo, iba a ser la chica del Balmoral. Me pareció atractiva, simpática, dispersa, vital. Era tan alta como yo. Hablamos de literatura, de mis libros, que iba a presentar, mientras yo daba cuenta de un café. No sé quién pagó las consumiciones. No creo que fuera yo. Ese día no pagué nada. Nos despedimos con dos besos en las mejillas sin presentir, o sí, los besos que nos daríamos cuatro meses más tarde. Ella llamaba por primera vez a una habitación del hotel Balmoral y yo le abría la puerta que cerraba definitivamente mi séptima vida. El Balmoral como perfecto exorcismo, como en su día lo fue el hotel Astoria en el que sólo había estado a través de mis novelas. Capítulos que deba añadir a mi inacabada novela La habitación del hotel: la vida de alguien, presumiblemente yo, contada a través de los ojos de las habitaciones de los hoteles en que ha estado, hasta llegar al último hospedaje. Imbricación de vida con literatura, que, en mi caso, es lo mismo. Mientras el autocar se desliza en pendiente, ya por la autovía, cruzando un campo verde hasta el horizonte, regado por las lluvias de los últimos días, miro esa foto de esa falda gris con raja por la que asoman dos piernas perfectas y largas. Sólo yo sé por qué hoy ella se puso falda en vez de sus habituales pantalones. Quizá la piropeen en el trabajo y ella, mientras abre el ordenador, se ría paladeando las horas futuras e imaginando esa mano bajo su falda que rozará sus muslos. Pasan camiones por la ventanilla del autocar. El negro duerme tras sus gafas oscuras. Yo voy a imitarlo y soñar, para abreviar el viaje. 84 kilómetros hasta Barcelona. Y dos cotorras que no han parado de hablar desde que embarcaron en Pont de Suert. ¿De qué se puede hablar durante cuatro horas seguidas?
El desayuno con La Arquitecta es ya un ritual cuando bajo del autocar en Barcelona. Llego yo antes a la cafetería y la aguardo dentro, porque fuera hace frío. Pido el desayuno del día a una camarera sudamericana menuda y de voz dulce, el segundo en pocas horas: café con leche y bocadillo caliente de fuet aplastado por la plancha. Hojeo el diario mientras espero. El PP quiere endurecer las leyes para los que provoquen, o convoquen, altercados públicos. Sigue la deriva fascista del partido en el poder. En Europa crece la ultraderecha. La hija de Le Pen, que pide la reimplantación de la pena de muerte, es la candidata antisistema y de los jóvenes según El País. No quiero creerlo. La Arquitecta llega con su porte elegante. Tras dudar, pide mi desayuno. Le asusta y angustia el futuro. Como a todos. Hablamos de la situación europea, del suicida griego, del suicida cubano, de los niños, que a pesar de que ya superan los treinta seguirán siendo los niños, de mi viaje…Le hablo de mi novela sobre Eribert Heim, el carnicero de Mathaussem. Hablamos de nazis, terroristas y marines. Creo que pasamos más de media hora de animada cháchara. Quedamos en vernos más tarde. Yo dejo mi maleta en el hotel tras tomar el metro en Reina Cristina. Duermo diez minutos.
Los bebés cambian muy rápido. Éste es ya una muchachita. Siempre se me queda mirando fijamente con sus enormes ojos azules, extrañado, hasta que me gano su confianza diciéndole bobadas. Preparo una ensalada mientras la muchachita se entretiene jugando en un parque infantil acolchado, con sus peluches. Llega La Arquitecta. Luego, la madre. Comemos sin quitar un ojo a la estrella, que no nos lo quita a nosotros y se entretiene rompiendo papel de cocina y tirando los pedacitos al suelo. Yo estoy hoy gracioso, ocurrente, tengo chispa desde hace meses. A mí alrededor se desternillan con algunas barbaridades que digo. La muchachita se asusta de nuestras carcajadas. Hace pucheros. ¿Pucheros? ¿De dónde vendrá esa extraña expresión?
Me retiro a dormir al hotel. Me ducho. Me cepillo los dientes. Intento sintonizar una emisora musical, pero no lo consigo. Corro las cortinas, para crear un ambiente tenue. Me seco el pelo. Dormito. Me despierto. Hablo con La Arquitecta. Miro un cuadro abstracto que cuelga de la pared de enfrente. Hablo con Anita Pallemberg, que está inmovilizada en un atasco, pesadilla cortazariana. No llueve. Llovía antes cuando entré en el hotel y el recepcionista, desconfiado, me siguió hasta la puerta del ascensor, me preguntó por el número de la habitación y quiso saber mi nombre: pensaba que era un okupa, o un sicario que iba a liquidar a uno de sus huéspedes. Hoy, los dos golpes en la puerta son muy quedos, extraños, como si la mano que los da perteneciera a un cuerpo asustado. Pero abro, porque deseo entrar en esa otra dimensión que no sé si es real o bien es otro sueño…
Un mal gesto provoca un terrible calambre en mi pierna derecha. El dolor es tan fuerte que me inmoviliza. Mis intentos por andar resultan baldíos. Esa pierna no me responde. Si me levanto de la cama, me caigo. Así que permanezco echado mientras la enfermera actúa con el miembro dolorido con golpes de karate que palían algo ese calambre constante. Tengo hambre, ganas de tomarme un bocadillo, pero no soy capaz de bajar al bar del hotel. Así que permanezco echado y rezo para que el dolor desaparezca por la noche. Jodido entrar en el invierno de la vida, como dice Auster. Peor no llegar al otoño. ¡Qué infinitamente lejos queda la primavera!

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