Arán,
25 de abril de 2012
Hui
de Barcelona y subí a Arán. Podría circular a ciegas por los trescientos y algo
de kilómetros que separan ambos territorios. De hecho hay un yo que conduce,
con piloto automático, y otro, en mi interior, ensimismado en multitud de
pensamientos, recuerdos e ideas que llenan mi cabeza. Me detuve a repostar, el coche y yo mismo, en
una estación de servicio de la N2, antes de tomar el desvió a Balaguer.
Desayuné una napolitana de crema y un café con leche mientras hojeaba El País
que compré en el mismo establecimiento. Luego seguí, ya sin parar, hacia el
Valle y saboreé esa gradación de paisajes que iban siendo más bellos a medida
que subía hacia el Pirineo. Y cuando llegué a casa, no bien descargué las
maletas del coche, me hice rápidamente la comida, justo para ver el telediario
de las 3.
El
cielo tenía un color gris cobalto. Seguramente por esa ciclogénesis explosiva
que entraba por el norte y levantaba olas de cinco metros en el Cantábrico.
Pero no hice caso de las nubes, ni del viento, y, con los nuevos pantalones de
montaña que me compré en Barcelona (verdes, de lona resistente, con buenos
bolsillos), monté de nuevo en el coche, bajé hasta Les, circunvalé la primera
rotonda, circulé un breve trecho entre el río Garona y el camping y tomé la
serpenteante pista que lleva hasta Sant Joan de Torán. Después de quince
minutos de ascenso, no tomé el desvío que iba a ese pueblo, y que suelo hacer
con mi bicicleta de montaña cuando estoy en forma, sino que seguí la pista
forestal hasta casi su final, cuando ésta ya se cerraba por piedras que habían
rodado por las laderas de las montañas y nieve que todavía no se había
derretido. Dejé el coche aparcado en una explanada, junto a unos enormes
troncos de árboles talados, con la marcha atrás y el freno de mano puestos, e
investigué una nueva ruta que se perdía entre un bosque de gigantescos abetos.
A medida que subía por la montaña, arreciaba el frío y el viento, y me
arrepentí, entonces, de no haberme puesto las botas en vez de las sandalias.
Pero seguí ascendiendo, procurando evitar, en lo posible, las enormes manchas
de nieve helada, que cubrían buena parte del camino y las laderas del monte. Y
así hasta una explanada, rodeada por completo de nieve, resguardada, a medias,
por un circo boscoso y ya muy cerca, o eso me lo parecía, de alguna cumbre.
Quizá, detrás de ese bosque que me cerraba el paso, habría un lago, pero no
podía saberlo porque no iba calzado de forma adecuada y podía helarme los pies
en el intento. Así es que opté por buscar una enorme piedra, sentarme en ella y
leer. Me gusta leer en esos parajes solitarios, sin nadie absolutamente a mi alrededor, inmerso en la calma de la naturaleza, y, esta tarde, sintiendo la caricia brusca del viento, sus dedos gélidos que curten la piel de mi rostro y lo hacen más árido. Me siento, en esos momentos, parte infinitesimal del entorno, la esquina del paisaje, observador y parte. De cuando en cuando, levantaba la vista de la novela que tenía entre las manos y oteaba a mi alrededor con la sensación de que era observado por los pobladores de ese bosque que me circundaba. Las rachas de viento, fuertes y bruscas, que arrancaban de forma tan caprichosa como se detenían, agitaban las ramas de los árboles, producían ese sonido que adoro cuando me pierdo en la montaña: el rumor misterioso, como un bramido sordo que se multiplica hasta el infinito, que se produce cuando se agitan las copas de los árboles, la respiración de una naturaleza que siento viva en cada uno de sus detalles.
Levanté la vista del libro cuando escuché un ruido extraño, que procedía del bosque, como un gruñido suave, y mi mirada atenta pudo ver como un par de ciervos, al galope, salían de la empalizada vegetal, cruzaban el prado y se perdían monte abajo. Cuando el viento arreció más, emprendí el descenso, pero me detuve a seguir leyendo en el banco de piedra que había junto a una solitaria cabaña cerrada doscientos metros más abajo, junto a un redil para vacas. El enclave era precioso, me dije, y perfecto para subir hasta allí en una noche estrellada y extasiarse con la bóveda celeste en un día sin luna. La pista, que pasaba junto a la cabaña, se abría paso entre dos pequeños montículos coronados de abetos y se podía ver, entre ellos, a lo lejos, las cumbres nevadas del macizo de la Maladeta, esa muralla pétrea de aristas impresionantes. Seguí bajando camino y, en una de las revueltas, me topé con un ciervo; sorprendido por mi presencia, el animal optó por lanzarse monte abajo y desaparecer en la espesura. Vi dos ciervos más, a lo lejos, pasando entre los troncos de los árboles en una carrera desbocada. Escuché el bramido de otros, que se comunicaban entre ellos, anunciando seguramente la presencia de ese extraño en el bosque. Y sorprendí a un cervatillo mientras mordisqueaba unas plantas al borde del camino, lo tuve a escasos cinco metros de distancia porque el aire soplaba a mi favor y no me distinguió hasta que hice crujir una rama en el suelo.
A las ocho y media emprendí el regreso definitivo al coche, pero me iba deteniendo para disfrutar de esa luz suave que precede a la puesta del sol, de esa quietud absoluta que sólo rompía las rachas de viento violento. Crucé entonces un bosque silencioso que, de cuando en cuando, se alteraba con el rumor de las ramas y el ruido de las hojas otoñales levantadas del suelo que rodaban por el camino a mi encuentro. Me sentía extraordinariamente bien en mi buscada soledad, como Dersu Uzala en la tundra y bosques siberianos. Saboreé con lentitud luces, colores, aromas a resina y hierba, canto de pájaros, mientras andaba sin prisas apurando esos últimos instantes de luz, envuelto por la belleza del entorno. Subí entonces al coche, después de cargarlo de leña que había tirada alrededor, y emprendí el descenso hacia Les cuando ya era de noche. En una de las muchas revueltas de la pista, otro ciervo, éste enorme, se aturdió con los faros del coche, corrió un trecho delante de mí, intentó subir por la ladera más próxima y, al no conseguirlo porque era muy empinada, optó por tirarse montaña abajo.
Llegué a casa tan cansado que apenas comí algo de queso mientras veía las noticias de la noche y me fui a la cama, a dormir, a una hora inusual: las once y media.
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