DIARIO DE UN ESCRITOR

Arán, 6 de abril de 2012
Esta foto es cortesía de José Luis Zacagnini, Zaca para sus íntimos, un gaditano de ascendencia argentina y siciliana, cóctel explosivo entre la autoestima porteña y la peligrosidad mafiosa, que, a partir de estos días pasados, se ha hecho un poco aranés, es decir, mestizo total, más de lo que ya era. Así es que gracias por prestársela a este corredor de fondo que se ha quedado sin cámara y ve, desde entonces, las cosas de otra manera.
Retrasaron Los Exhomónimos su partida por culpa de la procesión de Semana Santa. Los catalanes sabemos la escasa tradición procesional del Principado. Se pueden contar con los dedos de una mano. Pero en Bossòst, mi pueblo de adopción, todo es posible. Y hasta una plaza de toros, me susurra mi homónimo mientras pasan por delante de nosotros las columnas de romanos, marcando el paso a golpe de lanza en el suelo, el Nazareno (este año mi carnicero) y los penitentes encapuchados que llevan en andas los pasos, entre ellos uno nuevo llegado de Sevilla y habla de esa relación Norte/Sur que se produce en el Valle. Para unos andaluces, y para un catalanosalmantino algo granaíno y definitivamente aranés, también, resulta extraño ver peinetas y mantillas en este enclave del Pirineo en vez de barretinas, que no hay ninguna. Tentado estoy de pedirle a Alicia (me he cansado de llamarla Exhomónima) que cante una saeta al paso de esa Dolorosa que aguanta en sus brazos el cuerpo herido de Jesús.
Tras esas mujeres enlutadas y con velos, marcha la corporación en pleno, con el alcalde malagueño en el centro, portando su vara. Cierra el cortejo un coro de beatas cuyos cánticos dirige sin batuta el cura del pueblo, llegado a este rincón desde latitudes lejanas por esa falta de vocaciones que quizás la crisis resuelva, porque la Iglesia es una empresa más, con buen sueldo y al margen de ERES y sigue vigente, más que nunca, lo de vivir como un cura.
Todas las tiendas están cerradas al paso del cortejo procesional por respeto, que también, pero sobre todo porque los quinientos habitantes de Bossòst se echaron a la calle y se pusieron ropas de romano o penitente y no quedó nadie para atenderlas. Localizo, entre los conocidos, a mi vecina paraguaya, que va tocando el tambor ataviada con capirote y hábitos de penitente, (reconozco sus tejanos y zapatos que asoman por debajo de su hábito morado) y al hijo de la panadera, vestido de romano y que marca el paso de forma muy entusiasta.
Marcharon mis huéspedes y buenos amigos, acabada la procesión, después de un más que sentido abrazo y con la promesa de próximos reencuentros. Me dijo La Exhomónima expansiva que, durante estos días, se había sentido dentro de un menage a trois. Si fue así nunca me enteré y todo debió suceder cuando estaba dormido. Espiritual, puntualiza. Claro, de Semana Santa. Abstinencia de comer cualquier tipo de carne.
Quizá sea por envidia del Nazareno (para el próximo año me pediré ese papel de llevar al cruz a cuestas si aceptan un Jesús de la tercera edad) o simplemente por ganas de mortificarme, o porque no quiero sentirme de nuevo solo en mi casa, que monto en la bici, con todo el atuendo de ciclista (casco amarillo, mallas, chaqueta de chándal, zapatillas de deporte, calcetines blancos de lana a medio tobillo, bolsa de almendras y un Cacaolat) y tomo la carretera hacia Les. Mientras desciendo a tumba abierta y llego a la primera rotonda del pueblo vecino, tomo la decisión de torturarme, ya que es Viernes Santo, con la más dura excursión ciclista del Valle: los 40 kilómetros de pista zigzagueante que parten de Les y te llevan, cruzando tres valles, al refugio de la Honería del valle de Torán. La subida de Les, que se toma poco antes de llegar a la central eléctrica y la piscifactoría de esturiones, es agónica, un perfecto Vía Crucis. Hay algunos tramos que superan los 16 grados de pendiente y hago haciendo zigzag por la pista. Pero subo mi Gólgota, con determinación suicida, con la bici entre mis piernas en vez de la cruz sobre mis hombros, haciendo mis inevitables paradas para comer puñados de almendras, beber agua o recobrar el aliento, aunque mi preparadora física de la séptima vida desaconsejara esas paradas que sólo servían, según ella, para enfriar los músculos. A las tres y media de la tarde, después de un sinfín de cuestas, con la camiseta empapada de sudor y la chaqueta del chándal doblada en el interior de la pequeña mochila, alcanzo la pista de tierra que irá descendiendo suavemente hasta que lo haga de forma brusca, ya en su tramo final. Cuando la tomo está desierta (en la asfaltada sólo me he cruzado con un coche que se ha cruzado conmigo en una de las paradas de descanso) la temperatura cae en picado y empieza a caer lluvia fina que sería nieve con un par de grados menos. En una vaguada, en donde habitualmente suele haber caballos (hoy no) encuentro grandes placas de nieve y hielo que sorteo como puedo. Descendiendo, mientras cruzo un bosque mágico, veo los cuartos traseros blancos de un ciervo mediano que emprende la huida en cuanto me ve y se pierde entre el entramado de troncos que conforman una empalizada visual. El aire se hace más frío conforme me aproximo a las moles de unos picachos completamente cubiertos de nieve desde su base a su cima, y las nubes que tapan el cielo amenazan con descargar. No hay más ruido que el siseo de las ruedas de mi bicicleta cruzando los charcos de agua helada que cubren cada uno de los socavones de la pista y salpican de barro mis pantorrillas.
Me detengo para reponer fuerzas (me bebo el Cacaolat y como otro buen puñado de almendras) y sigo camino. Mientras disfruto del deslumbrante paisaje que corre a mi lado (bosques y prados sin fin a mi derecha; peñascos amenazadores y árboles con raíces descarnadas, en precario equilibrio, a mi izquierda) reflexiono sobre lo bien, emocionalmente hablando, que me ha ido la visita de Los Exhomónimos, ambos psicólogos, aunque el serlo no sea garantía de nada, con los que he hablado sobre la complejidad de algunos de mis personajes de mis novelas, de La Frontera Sur, por ejemplo, un libro que a Zaca le deja arena en los labios y le produce acuciante sed. Hemos hablado de Mike Demon, y de Carmela. Mis charlas con ellos me han servido, por ejemplo, para comprender perfectamente el personaje de la mexicana, alumbrar todas sus sombras y darme cuenta de que lo realmente extraordinaria no era ella sino la ceguera de Mike Demon que la veía como la mujer que nunca fue. Carmela quiere precisamente el tipo de vida que Mike Demon desea abandonar, y ella la quiere porque nunca la tuvo; de la misma forma que Mike Demon se empeña en tener otro tipo de relación con Carmela que no sea el asfixiante matrimonio del que huye. Cada uno deseando lo que no tiene. Y ahí está uno de los dramas de la novela, ese desencaje de los personajes que no se dicen el uno al otro lo que sinceramente anhelan. No se percata Mike Demon, cegado por su pasión amorosa y sexual, de lo convencional que llega a ser Carmela en todos los sentidos. Ella termina convirtiéndose en su sueño. Pero no es real. Resulta curioso, y fascinante, para el que escribe, que los personajes se le rebelen constantemente y no circulen por el camino que les has trazado. Ocurre en la ficción con la misma asiduidad que en la vida real.
Curioso centrarme en esos pensamientos mientras sorteo con la bici las rocas caídas de las montañas y los charcos profundos. De cuando en cuando me detengo, aspiro el aire, que ya no es tan gélido, y hasta disfruto de un débil rayo de sol que se cuela por entre las nubes y barniza de color el paisaje silencioso que me rodea. Nadie a veinte kilómetros a la redonda salvo los ciervos y los jabalíes que me observan desde la parte más recóndita de esos bosques interminables de pinos alpinos por entre los que la pista, cada vez más destrozada, se abre paso.
Cuando me acerco al valle de Torán lo reconozco. Tengo en mi retina, y en mi cabeza, un mapa de la zona y sé que ese descenso abrupto, después de diez kilómetros llaneando por sucesivos valles, me llevará al refugio de la Honería. Las montañas nevadas de los alrededores son como los rascacielos de la Gran Manzana que me servían de referencia para no perderme por las calles de Manhattan. Emprendo el descenso, abrigado con la chaqueta del chándal, cortando el viento con mi cara, pero no me encasqueto el casco amarillo que llevo colgando del manillar. He de ir frenando, además de sorteando, con bruscos quiebros de manillar, las piedras que han ido cayendo de las montañas. Procuro no cruzar las manchas de nieve y hielo que, en algunos tramos en donde no llega el sol, se mantienen de la última nevada de febrero, la de la ola siberiana, y cubren buena parte del camino para no patinar y caer al abismo. Y rezo, mientras me deslizo por esa pendiente, para que un determinado paso, que sé complicado, esté expedito y no tenga que regresar por el mismo camino desandando lo andado y al límite de mis fuerzas. El enclave, cuando llego, está realmente complicado. En una revuelta brusca, junto a un torrente que erosiona la montaña, se ha caído parte de ésta sobre la pista y una enorme roca, de unas cuantas toneladas, barra el camino. Imposible pasarlo con un cuatro por cuatro aunque el conductor tenga pericia. A duras penas, haciendo equilibrios sobre un abismo por donde se han desplomado cientos de rocas, consigo cruzar a pie ese tramo complicado, tirando de la bicicleta. Luego el camino no mejora, es un espeso barrizal minado de piedras cuya pendiente me hace ir frenando constantemente. Al cabo de un rato me duelen las manos. Y finalmente llego al valle de Torán, a una pista más conservada y, de ésta, a una medianamente asfaltada.
Son casi las seis de la tarde cuando entro en el refugio de la Honería tras dejar la bici contra la pared, en la entrada. El guarda es un tipo amable que me saluda en catalán. Le pregunto si estoy a tiempo de comer alguna cosa. Me ofrece sopa o potaje de Cuaresma. Ya que estamos penitenciando el cuerpo, escojo esto último. Para el segundo no hay opción: butifarra con patatas fritas. Mientras llega la comida le pido una cerveza. Estoy sediento. Y tomo asiento en una bancada del refugio, junto al fuego de una estufa de carbón. Liquido con tres sorbos el contenido de la lata y hojeo una revista sobre los Pirineos que cojo de la estantería de la librería del refugio atestada de libros sobre montañismo. Habla del Valle de Arán, precisamente, en uno de sus reportajes. Me llega el sabroso potaje de garbanzos, espinacas y bacalao mientras estoy leyendo algo que me asombra a medias: en el siglo X el idioma del Valle era el euskera. Así se explica la existencia de tantos topónimos vascos. Luego los habitantes se latinizaron y adoptaron el occitano. El potaje cuaresmal está bueno, y yo estoy hambriento y desgastado, y me sirvo tres platos enteros. El guarda del refugio celebra mi apetito. Ataco la butifarra mientras sigo leyendo esa revista que me da informaciones que hasta ahora desconocía. De postre pido melocotón en almíbar. Remato la comida con un café, que he de tomar a muy pequeños sorbos porque me abrasa el paladar, y miro al exterior por una pequeña ventana: nubes, pero no creo que lleguen a descargar el agua que llevan.
Cuando me acerco al mostrador a pagar, pego la hebra con el guarda de la Honería, porque en esta octava vida mi locuacidad supera a la de mi séptima. El tipo es algo más joven que yo, quizá cincuenta años; conserva el pelo negro y eso me produce insana envidia. Me intereso, mientras me devuelve el cambio del billete de 20 euros que le entrego para pagar la comida, por si fue duro el invierno. No pasamos de diez bajo cero y llegamos a veinte negativos, me dice. La máquina quitanieves no daba abasto. Sigo charlando con él y le pregunto por el camino que lleva a los lagos de Liat y que sale a unos dos kilómetros del refugio. Me confirma que es uno de los itinerarios más espectaculares de Arán, que va siguiendo la senda que los mineros abrieron para transportar el hierro de las explotaciones, bordea un angosto valle hasta alcanzar los lagos que uno diría trasplantados directamente de Escocia. Y por el camino te encuentras con la cascada mayor del Pirineo, me dice, como primicia. Estaba convencido de que la más alta era el Sauth deth Pish. Me saca de mi error. El Sauth deth Pish tiene veinte metros; ésta, casi 300. Imagino esa caída de agua y anoto esa excursión en la agenda de mi cabeza para cuando las nieves se fundan, en junio. Tras estrecharle la mano y desearnos ambos suerte, sigo camino. Hasta Montaut todo es bajada. Me deslizo por una pista que va siguiendo el río Torán a una velocidad suicida: 50 kilómetros por hora llego a alcanzar. Al tomar las curvas me ladeo como un motorista y aprieto ligeramente el freno antes de entrar en ellas. Me cruzo con un coche y no me adelanta ninguno hasta que llego a la carretera nacional. El último tramo, los últimos tres kilómetros antes de llegar a casa, son los más agotadores. Acuso, entonces, el cansancio del día, y a eso añado una digestión pesada por mi ingesta desmedida de platos de potaje de Cuaresma. Entro en el pueblo a las siete y media, seis horas y media después de haber salido. Dejo la bici en el garaje y me voy directo a la cama. Pongo el despertador a las 22 horas. No quiero perderme la procesión nocturna. Y a esa hora, puntualmente, me calzo las botas, me abrigo, porque ha bajado bastante la temperatura, y me aposto en la esquina de mi calle a ver los pasos. Una novedad con respecto a la procesión de la mañana: un paso con Cristo muerto metido en una urna iluminada llevado a hombros por agentes de la Benemérita, con atuendo de penitentes y capirotes, que también cierran el cortejo con su uniforme de gala y el tricornio de charol colgado del cuello. ¡Ay Carmela!

Comentarios

Anónimo ha dicho que…
Recuerdo perfectamente "La Frontera Sur" fue el primer libro que leí de usted.Bueno , muy bueno.

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