DIARIO DE UN ESCRITOR
Angkor,
8 de mayo de 2012
Mr.
Shoty nos recoge con puntualidad británica a las 8 y media en el vestíbulo del
hotel. La mañana la empleamos en navegar por el lago Tonle Sap, el mayor del
sureste asiático. Por una carretera bacheada, cruzándonos con ciclistas y
motoristas silenciosos, llegamos hasta el embarcadero, pero antes pasamos por
delante de centenares de paupérrimas viviendas, alineadas junto a un albañal
hediondo, en donde malviven buena parte de los camboyanos en los suburbios de
Siam Rep.
Los
jmer, los que construyeron los grandiosos templos de Angkor, los que atacaban
con ese invencible ejército de doscientos mil elefantes, ya no tienen nada. Viven
en casas de bambú, de una o dos plantas, con techos de palma o uralita, elevadas
sobre palafitos para prevenir las inundaciones y cobijar en la abierta planta
baja a los animales, no tienen coches, sino canoas para navegar por un país
inundado por el periódico monzón, cocinan con leña, porque no tienen gas, toman
el agua de pozos, porque no tienen agua corriente, obtienen electricidad
quemando gasóleo en los generadores, crían las gallinas más escuálidas que haya
visto jamás, algunos tienen cebúes, esa especie de vaca india que es todo hueso
y pellejo, y los niños pequeños andan desnudos y descalzos.
El
río por el que se desliza nuestra barca es un brazo terroso de poca
profundidad, tan escasa que las embarcaciones deben de navegar con el motor
completamente fuera del agua y por el centro del cauce exactamente si no
quieren embarrancar. Cuando nos cruzamos con una barca que viene en dirección
contraria, literalmente nos rozamos. Es temporada seca y cuando llegue el
monzón la profundidad del río será de cuatro metros frente al medio escaso que
ahora tiene.
El
río, finalmente, después de muchas revueltas, muere en el lago. En época de
lluvias el Tonle Sap debe de tener 12.000 kilómetros cuadrados. Ahora sólo
2.500. Pero sigue siendo el más grande
del sureste asiático; de él proviene el cuarenta por ciento del pescado que se
consume en Camboya y en sus riberas vive casi un millón de personas, la quinta
parte de la población del país, dedicados a la pesca.
El
barquero es un muchacho de estatura mediana, para ser camboyano, y negro de
piel. Trabajar al aire libre de sol a sol conlleva eso. Esa es la razón por la
que las mujeres vayan completamente cubiertas, hasta las manos, para no ponerse
morenas y devaluarse en la escala social. El barquero nos lleva a la aldea de
pescadores flotante en la que nació. Nos pasea, orgulloso, por esas avenidas de
agua gris perla, porque el cielo tiene el color cobrizo de las tormentas, y nos
va señalando la farmacia, el supermercado, el restaurante, las modestísimas
viviendas de los pescadores, todas flotantes, construidas sobre bidones vacíos
de petróleo y ancladas al suelo del lago para que no se las lleven las
corrientes o las tempestades, porque el lago, del que no se divisan las
orillas, es un gigantesco mar cuyas aguas se encrespan con el viento.
Compramos
arroz y agua en un supermercado flotante y lo llevamos a la escuela. El colegio
del pueblo es como todos, con niños que juegan, gritan y saltan vigilados por
sus cuidadoras mientras sus padres salen a pescar, sólo que rodeados por un
agua turbia en la que espero no caer mientras salto de la barca al muelle y de
éste a la barca. El barquero nos presenta, orgulloso, a las maestras, que
apenas se diferencian de las niñas a las que educan, y nos enseña las
dependencias con orgullo. La sencilla cocina está limpia con sus modestos
platos de plástico azul hacinados en una esquina. En un wok humean fideos y
verduras. Hacemos algunas fotos y nos despedimos. Nos dan las gracias por el
arroz y el agua.
El
arroz abunda, es el alimento básico del pueblo camboyano, pero el agua potable
escasea. Quien tenga la exclusividad del agua hará un negocio redondo en este
país. Los viajeros debemos consumir, al día, cuatro o más litros para prevenir
las deshidratación, y cada botella la venden a los extranjeros a un dólar,
imagino que diez veces más barata a los lugareños.
Regresamos
después de visitar una granja de gigantescos cocodrilos varada en medio del
lago oceáno y soportamos bien el sol gracias a la corriente de aire que genera
la embarcación. Hay mendigos en el lago, como comprobamos cuando una mujer
desaliñada se acerca a nuestra embarcación flotando en, literalmente, un cubo
de plástico. Hay quien limosnea con sus bebés a bordo de pequeñas canoas que
una ola puede mandar al fondo cenagoso de ese mar interior.
Mister
Shoty nos espera en su carromato y nos hace una seña cuando pisamos el
embarcadero. El calor, a las doce de la mañana, es insoportable. Volvemos a
Angkor, a visitar los templos que nos quedan
El
Banteay Srei, Ciudadela de la Belleza, hace honor a su nombre y es un templo
pequeño pero refinado situado quince kilómetros más allá del Angkor Wat al que
se llega por una pista llena de baches a la que, en algunos tramos, falta el
asfalto. Cada uno de sus muros y pórticos de arenisca están decorados con
filigranas de bajorrelieve con escenas del Mahabaratha. Grupos de esculturas,
casi todas con semblante de mono, guardan las puertas. Uno empieza a sentir ya
el mal de Stendhal ante tanta perfección y belleza, aunque aire acondicionado y
un gin tónic en la mano haría más agradable la visita.
El
último templo que visitamos es el Bakong. También allí la naturaleza ha hecho
estragos y los baianos, esos árboles blancos y largos, trepan y estrujan
bóvedas y paredes hasta reventarlas. Un árbol gigantesco crece junto a una de
las entradas principales del templo y rompe su bóveda buscando la luz.
Cuando
terminamos con los templos (nunca se terminan, hay cientos en la llanura, podríamos
emplear meses en visitarlos) Mister Shoty sugiere que visitemos el Museo de Las
Minas antipersona. Descubrimos que allí trabaja su esposa, con la que hace tres
años se casó (es una camboyana algo menos menuda que él y expresión dulce,
vestida de militar, que nos corta las entradas) y nos presenta a su diminuta
hija de tres años, una monada de criatura a la que uno podría meter en el
bolsillo. El museo, modesto, mantenido por una ONG internacional, es un relato
del horror que producen esos regalos olvidados de las guerras que siguen
matando después de que éstas terminen. En Camboya se calcula que hay cinco
millones de esos diabólicos artefactos
que ahora están prohibidos (mi país era uno de los fabricantes) y cuatro mil
personas pierden piernas o brazos al año al pisarlas. Mister Calahan, un vehemente
canadiense que milita en la ONG junto a su esposa y que me recuerda a Trevor
Howard, el de La hija de Ryan, no el de Rebelión a bordo, nos hace una completa
disertación en una de las salas del pequeño museo, entre diversos modelos de
granadas que han explotado. Las más letales son las alemanas: esas
sencillamente te vuelan por los aires. Lo normal es que pierdas el pie o la
pierna. En otra de las salas de ese singular museo hay una veintena de
gigantescas bombas lanzadas por los B52 norteamericanos sobre Camboya en
tiempos de Richard Nixon, del tamaño de dos personas y afiladas ojivas. Ese
criminal de guerra que fue presidente de los EEUU ordenó 60.000 misiones, que
ya son, de bombardeo sobre un país contra el que no estaba en guerra, y se
calcula que causó la muerte de 600.000 camboyanos, diez por bombardeo, lo que
debió de ser una ruina para el contribuyente norteamericano pero una panacea
para el loby armamentista que, junto al petrolero, dirige la política de ese
país. Ya se sabe, lo que es bueno para unos es malo para otros. La nefasta
política de Nixon hacia Camboya, si hacer política es asesinar a su gente desde
el aire, llevó al genocida Pol Pot y a los jemer rojos al poder, y estos fueron
los causantes de un millón de muertos, en su mayoría asesinados y torturados,
por lo que no me extraña que los camboyanos no estén para muchas sonrisas. A
uno de esos dos asesinos se le tiene debidamente enterrado y se le honra como
presidente de su nación (aunque sus enemigos lo conocen por Dic el Mentiroso
por el affaire Watergate que acabó con su presidencia, no por su escalada en
Vietnam y Camboya) y al otro se le incineró en un lugar de la selva camboyana
cuando murió sin ser juzgado por sus crímenes. El norteamericano mató desde el
aire, sin ver los cuerpos carbonizados y desmembrados de sus seiscientas mil
victimas que no le quitaron nunca el sueño; el camboyano, obsesionado por la
planificación de los recursos, como sus inspiradores en el III Reich, utilizó
bolsas de plástico, las que ahora se emplean para vender sopas y jugos, en
donde asfixiaba a sus víctimas, o golpes de azada, método campesino, o atarlos
a somieres de camas y prenderles fuego, o estrellar bebés contra árboles para
alimentar con su pulpa a la madre naturaleza. Tiene que haber llorado tanto
Camboya que no entiendo por qué, de cuando en cuando, Mister Shorty consigue
sonreír, aunque siempre lo haga con tristeza.
En
una parada, para ver un último templo fuera de repertorio, nos asalta un grupo
de vendedoras. Una, que sabe español, hace negocio conmigo. Después de sudar
subiendo y bajando escaleras de ese templo que tiene cuatro perfectos elefantes
de piedra en sus esquinas, como guardianes, paso por su boutique de planchas de
uralita y bambú y ventilador girando en el techo que amenaza con derruir el
punto de venta. Mientras regateo el precio de unas pasminas (¡Más pasminas!),
noto que la madre de la chica no me quita ojo. Bueno, no solo no me quita ojo,
sino que me pone la mano en el brazo, me toca el pecho y me informa, por si no
lo sabía, que Madrid es la capital de España. Una manera de demostrar su
alegría por la compra que le hago a su hija hispanoparlante, me digo. Ya en el
tuk tuk soy informado de que el toqueteo no era tan inocente, o sí lo era, que
al parecer mi planta de viajero baqueteado por los años, había gustado mucho a
la señora madre de la hija hispanoparlante, tanto que había preguntado mi edad
al cineasta y le había dicho a éste que intercediera ante mí para cazarme. Él
no actuó como celestina y la impetuosa señora no consiguió matrimoniar conmigo,
pero sí que vaciara la tienda de pasminas, supongo que de seda, e imagino que
comprada a un precio muy alto. Nunca serví para los negocios y mi vida es toda
ella un mal negocio.
Son
cerca de las tres y hay hambre. Comemos cerca de Angkor Watt, en un restaurante
modesto recomendado por la Lonely Planet. Invitamos a Mister Shoty. Al menudo
conductor y guía lo hemos convertido en uno más de la familia, en nuestro hijo
pequeño. Él pide una picante sopa camboyana; yo sigo abonado al curry de pollo;
el cineasta, también de idea fijas (habrá salido a mí), vuelve a los fideos, a
pesar de que los ha tomado con el desayuno y los cenó ayer, esta vez con
gambas. No le preguntamos a nuestro amigo camboyano por los jemer rojos (¿y si,
a pesar de su angelical presencia, fue de niño uno de esos asesinos que
designaba, como en un juego, qué adulto debía morir por tener la marca de las
gafas en la nariz?), ni si hubo víctimas de ellos en su familia, que seguro que
sí, pero le preguntamos por el rey Sihanouk, y nos dice que vive en China, lo
que nos deja estupefactos, y cuando le preguntamos si hay democracia en Camboya
no contesta, o no sabe. Me doy cuenta, a lo largo de la comida, que ni
Barcelona, ni su mundialmente reconocido club de futbol, son conocidos aquí.
¿La razón? Casi nadie tiene televisor. De hecho, Mister Shoty, al que muchas
veces veo como un niño, por su escasa estatura, por su sonrisa franca y su
expresión inocente (y quizá lo sea; imposible saber nunca la edad real de un
oriental) apenas ha oído hablar de ese no país que es España. En los días que
llevo en Camboya no he visto una sola tienda que venda electrodomésticos (¿a
quién?) y soy capaz de contar los coches que se ven por las calles y
carreteras, no sus motos o bicicletas. Pol Pot, además de asesinar a los suyos
con saña, llevó al país a la prehistoria y de ella están saliendo los
camboyanos con mucho esfuerzo y gracias a los que les visitan y gastan su
dinero allí.
Cuando
nos despedimos, al anochecer, en la puerta del hotel, diluvia. Por suerte
Mister Shoty despliega una lona rústica que nos libra del agua. Le pagamos lo
que le debemos de dos días y redondeamos para darle una propina. Cuando nuestro
guía y taxista cuenta los billetes se emociona, nos hace una reverencia y junta
las manos. Nosotros se la estrechamos.
-Encantado
de conocerle, Mister Shoty. Y muchas gracias por todo-le digo, sinceramente.
No
lo volveremos a ver.
Comentarios
Oiga, le ruego que no deje de mandarnos relatos que, al resto de mortales, nos permite recrearnos en ese mundo especial que es el sudesteasiático.
Y por no ser menos le diré que estuve a punto de matrimoniar con un guapo pescador que con su palafito sobrevivía como podía. pero no era el momento. Tal vez en otra vida, en eso ud. me lleva ventaja.
Disfrútelo y así los demás también lo haremos.