DIARIO DE UN ESCRITOR
Sihanoukville,
13 de mayo de 2012
La
carretera que conduce de Phnom Penh a Sihanoukville nos permite descubrir las
primeras montañas de este país que es una inmensa llanura dominada por el río
Mekong. Los montes no tienen más allá de quinientos metros y están densamente
cubiertos por la jungla. Como todo viajero, hacemos una parada en un santuario de carretera, un templete moderno,
y horrendo, y un santón que te desea buen viaje a cambio de unos cuantos rieles
o dólares: las divinidades camboyanas aceptan ambas monedas. En el amplio arcén
de la carretera barrido por un imprevisto viento que comba las ramas de los
árboles se han detenido furgonetas, turismos, motos y autobuses y de ellos
salen sus ocupantes y hacen cola ante el santón para terminar bien su viaje.
Una orquesta de niños empieza a tocar sus instrumentos de percusión cuando yo
paso por delante. Me detengo a escucharlos y entrego mi donativo. Pero no le
damos nada el santón, ni nosotros, que somos agnósticos, ni el chófer del
minibús.
Sihanoukville
está a cuatro horas por carretera de la capital. En Camboya de poco sirve saber
la distancia que hay entre un punto de origen y el de destino y todo se cuenta
en tiempo invertido. Hasta ahora para hacer distancias de 160 kilómetros hemos
invertido casi cuatro horas. Pero esta carretera, pese a que no hemos dado
limosna al santón de carretera, está en buenas condiciones. El minibús desciende
ese grupo de montes por un firme nuevo y sin baches y el mar, después de tantos
días sin verlo, aparece gris, ante nuestros ojos, porque está muy nublado y
pronto nos cae una tormenta tropical.
La
gente no suele ir a Camboya por las playas, y comete un error. Al viajero le
suenan las playas de Phuket, en Tailandia, o prefiera las de Malasia,
olvidándose que Camboya tiene cuatrocientos kilómetros de una costa bellísima con
playas limpias de arena blanca y mar moderadamente calmo.
Nos
alojamos en el Independence Hotel, que preside la playa del mismo nombre, un
establecimiento lujoso, con piscina y playa privadas y buenas vistas que se
eleva sobre el mar en la punta de un suave promontorio. La habitación es la
mejor de todo el viaje. También los desayunos.
Dejamos
el equipaje y vamos a comer a la playa de Occheuteal, famosa por su hilera
interminable de chiringuitos junto al arenal en donde se puede comer aceptablemente
y por un precio razonable. Nos sentamos a la mesa de un guía amigo de nuestro
conductor que habla perfectamente español y pedimos una ración de gambas
rebozadas, exquisitas, y arroz con verduras. No faltan los botellines de tres
cuartos de litro de cerveza Angkor. Como mi inglés es muy limitado, aprovecho
la presencia de ese simpático camboyano hispanoparlante para preguntarle sobre
la situación del país, los motores de su economía, el turismo español. Este
último, que nunca fue muy boyante, ha bajado considerablemente por la crisis.
En cuanto a la economía está creciendo gracias a que Camboya se perfila cada
vez más como destino turístico.
Poco
antes de las once decidimos hacer una excursión de Koh Rong Samloem, pero
cuando vemos el barco con el que vamos a navegar estamos a punto de quedarnos
en tierra. El abordaje es estilo pirata, porque no hay nada que se parezca a
una pasarela, así es que trepamos como buenamente podemos, a pulso, a la segunda
cubierta. El barco, por llamarlo de algún modo, es un armatoste de dos pisos,
alto, y con estabilidad cero que está a punto de volcar en el mismo puerto. Se
escora tanto hacia uno de sus costados que es imposible mantener el equilibrio
y a uno le viene a la mente las noticias de barcos que naufragan en las costas
de estos países por no estar en condiciones e ir sobrecargados: el nuestro
reúne los dos requisitos. Dando bandazos a derecha e izquierda, como un tentempié,
se adentra en el mar y el cascarón de quilla plana, ideal para navegar por los
ríos pero nefasto para hacerlo en el mar, pretende llegar a Koh Rong Samioem.
Vamos
en la cubierta de arriba, tumbados bajo una toldilla y bromeamos sobre las
posibilidades que tenemos de llegar secos a destino. Confieso que siempre suelo
armarme con sentido del humor, relativizarlo todo, actitud fundamental para
manejarse por esos países, pero la posibilidad de terminar en el fondo del mar
no deja mucho espacio a las bromas: aún me quedan por hacer muchas cosas antes
de ahogarme o perderme por las montañas. El barco brinca de popa a proa y se
ladea a babor y estribor con el fuerte oleaje que hay, pero lo que más pánico
me da es que los pasajeros del cascarón desvencijado que avanza lentamente y
con un ruido de motores insoportable, se asusten en un momento determinado y se
vayan todos hacia el lado opuesto del barco, cuando este se incline, y demos la
vuelta de campana bajo el mar. Por suerte hay salida rápida: no hay una sola
pared en el navío. Tan ensimismado estoy en mis angustias que no disfruto mucho
del paisaje, pero no me mareo, y eso que hay para marearse. Miro a las chicas
camboyanas que hay a mi alrededor y todas se abrazan las rodillas y ocultan sus
cabezas entre ellas. Quizá hicimos mal en no dar una limosna al santón de la
carretera, me recrimino.
A
la media hora de viaje se producen los primeros mareos con consecuencias. Dando
tumbos, y por turnos, nuestras compañeras de viaje camboyanas (las
occidentales, cuatro con aspecto de valkirias germanas, resisten) se aproximan
a la borda y sujetándose a una barra de madera, para no caer al mar, arrojan a
éste lo que guarda su estómago. Y el mío sigue firme e inflexible, yo creo que
por el mal rato que estoy pasando. Lo paso tan mal que voy abrazado a un
chaleco salvavidas, por si acaso, y calculo si podré alcanzar a nado la costa
en caso de naufragio. Mi compañero de viaje dice que exagero los riesgos y
duerme plácidamente recibiendo el sol que se abre paso entre las nubes. Hago
pocas fotos y cuando intento ponerme en pie no puedo mantener el equilibrio,
así es que opto por permanecer de rodillas, quizá rezando al santón de los
buenos viajes.
Divisamos
una isla, pero no es la nuestra. El barco sigue abriéndose paso por un oleaje
cada vez más bravío y saltando como puede sobre un mar cada vez más rizado en
el que empiezan a aparecer crestas de espuma. Navegamos entre islas, pero el
mar no se calma sino que se enfurece más, y ya son pocas las camboyanas que
mantienen el estómago en su sitio. Hasta que divisamos Koh Rong Samloem, la
circunvalamos y el mar, de repente, se calma, se vuelve una tersa superficie
apenas sin ondulaciones.
En
una bahía resguardada echamos el ancla y el patrón del buque nos invita al
buceo. Los jóvenes alemanes hacen alarde de sus dotes como nadadores y se
lanzan al agua desde la segunda cubierta, con un salto impecable. Yo, mucho más
modesto, opto por bajar a la primera cubierta y buscar la escalerilla metálica
de descenso.
El
agua está tibia, pero no todo lo caliente que me temía, pero ni con gafas ni
sin ellas se ven los fondos marinos ni la fauna que debe pulular por entre
nuestras piernas: el oleaje la ha vuelto turbia. Las camboyanas, y también
ellos, se bañan vestidos. Cuando digo vestidos quiero decir que se tiran al
agua con pantalones tejanos y camisas, lo que llevan puesto. Se quitan los
zapatos, eso sí. Hay dos razones que explican su conducta. La primera es que
son extraordinariamente pudibundos a la hora de mostrar sus cuerpos. La
segunda, sobre todo ellas, que bajo ningún concepto quieren ponerse morenas. Nadamos
durante cuarenta minutos alrededor del barco y subimos a él cuando empieza a
girar de nuevo la hélice. Nuestro cascarón se dirige entonces a la isla mayor
del conjunto, Koh Rong, y la travesía es plácida porque ya no estamos en mar
abierto sino resguardados por una serie de islas que paran el oleaje. El
desembarco en la playa se hace mediante una pequeña chalupa que lleva hasta la
orilla a los pasajeros de ese crucero y, como la operación se eterniza, el
patrón, con buen criterio, subcontrata una afilada canoa local que puede llevar
a una treintena de personas a bordo en cada desplazamiento.
En
Camboya casi todo se organiza sobre la marcha y en eso los camboyanos son
expertos. Mediante el móvil, que es su oficina portátil, subcontratan servicios
cuando los necesitan, como éste.
Desembarcamos
en una playa idílica. El paraíso, aquí, en Phuket o en el Caribe tiene el mismo
paisaje: aguas tranquilas que besan una orilla de arena blanca y vegetación
exuberante punteada por algún que otro cocotero. Alquilamos un par de tumbonas
por un dólar, nos bebemos una lata de cerveza cada uno y haraganeamos bajo la
sombra de un árbol. Cuando nos quemamos acudimos al agua a refrescarnos. En uno
de esos baños refrescantes mi compañero de viaje, que está resultando un tipo
ideal, pisa un erizo y sale del mar pegando saltos y con el pie cogido de la
mano. Tiene doce pequeñas púas clavadas en la planta del pie derecho y no hay
manera de sacarlas si no se dispone de pinzas, y aquí, en esa isla medio
salvaje, no las hay. No es el único que tiene un incidente con los erizos. Un
americano abandona la orilla a saltos y somete su pie acribillado de espinas a
las manos de su compañero que debe de ser cirujano por el esmero que se da en
sacarle una por una todas las dolorosas púas. Le digo a mi compañero de viaje
que contrate los servicios de ese improvisado galeno, pero el sistema, una
navaja, no acaba de convencerle.
Ya
que entrar en el mar se ha convertido en un ejercicio peligroso, decido dar una
vuelta por la isla. Viven unas pocas familias, cuatro a lo sumo, y tienen sus
modestísimas chozas de palma, ligeramente elevadas con respecto a la playa, a
cincuenta metros del mar. Algunas de esas minimalistas viviendas las alquilan a
viajeros. Pregunto el precio de una de ellas para una amiga que pretende
retirarse a Camboya. No me entiende la dueña, pero seguro de que por tres dólares
al día tendría casa, plato de pescado, escudilla de arroz y compañero
sentimental: yo.
El
lunch, que se sirve en la playa, no es muy apetitoso, pero lo pruebo. El
pescado está bueno, y además no tiene espinas. El arroz que lo acompaña, frío.
No hay cerveza sino repugnantes coca-colas. Yo como mientras mi compañero de
viaje sigue obsesionado por esas doce púas que se han incrustado en la planta
de su pie.
Regresamos
en las canoas al barco. Me mentalizo para un viaje de retorno infernal, y lo es
para muchas (ellos no se marean) que se doblan sobre la frágil cubierta del
cascarón y echan las tripas al mar mientras alguien (madre, hermana, amiga) le
da golpecitos en la espalda. Viajamos en la primera cubierta de regreso porque
en la segunda, la alta, la sensación de movimiento es más insoportable. En
cuanto dejamos las islas a nuestra espalda, el mar se encrespa. Es un suave mar
de fondo que a un barco en condiciones le haría cosquillas, pero bate el
nuestro como si fuera una colilla. Me consuela ver que canoas filiformes, mucho
más marineras que nuestro buque de Popeye, también las pasan moradas cortando
el oleaje por el medio. Miro al capitán del buque, que lleva el timón dentro de
un rústico puente de mando, y su expresión hierática no me dice nada sobre si
estamos a punto de naufragar o hay posibilidades de alcanzar la costa. A su
lado una camboyana francamente guapa tampoco dice nada con su expresión, aunque
si con su actitud: lleva el chaleco salvavidas firmemente ajustado al cuerpo.
Yo he perdido la pista del mío. A babor, junto a una de las salidas del barco,
un camboyano duerme profundamente, tanto que no advierte cuando el fuerte
oleaje entra por esa puerta abierta e inunda sus pies. Temo que una ola se lo
lleve y no se entere. Una señora que tengo enfrente tuerce el gesto y, a continuación,
la cabeza hacia la borda. Después de ésta creo que seremos capaces de cruzar el
Cabo de Hornos sin problemas.
Cuando
divisamos la costa suspiro. A un kilómetro de ella creo que podría llegar
haciendo el muerto y nadando de espaldas, que es lo que hay que hacer en estos
casos. Cuando el barco se acerca a quinientos metros de la playa creo que nos
hemos salvado definitivamente. Y al cabo de media hora desembarcamos en tierra
firme, ponemos los pies en el malecón y, para premiar nuestra valentía y arrojo,
decidimos regalarnos con una comida en un restaurante recomendado por la Lonely
Planet, el New Sea Wiev Vila, que está junto al embarcadero. Una rubia
pizpireta y norteamericana nos atiende. Lleva el pelo muy largo, un vestido
negro ajustado a la cintura y no es excesivamente alta ni corpulenta. Vamos,
que está bien. Se mueve mucho al andar, lo hace con pasos de bailarina, y hace
gestos afirmativos con las manos, como levantar los dos pulgares mientras pronuncia un sonoro okey. Además sonríe mucho. Le debe gustar mi
acompañante. Nos dice que hoy es el día del curry, así es que mi compañero de
viaje pide carne de cerdo con curry y yo Pollo Masala. Las cervezas no faltan.
Estar
como restaurante recomendado en la Lonely Planet que, como guía de viajes, es
exagerada (proliferan las peleas de borrachos en Sihanoukville: no hemos visto
ninguna; los carteristas: tampoco; hay asaltos con violencia: cero), es como
estar en la Guía Michelín aquí, que ahora es allá: tener clientela asegurada.
El New Sea Wiev Vila está bastante lleno y la comida es buena y barata: 4,25 $
cada plato; 1,5 $ la cerveza; 2,25 $ los postres. Por 17 $ cenamos (aunque se
equivocaron en la cuenta y pretendieron que cenáramos por 12 $) los dos y nos
metemos dos postres buenos. La tarta de queso con vainilla está exquisita,
sobre todo por su base de galleta. Es fundamental que la base de una tarta de
queso sea de galleta para que sea buena. Yo pido una crême brulleé que es un sucedáneo
de crema catalana, sólo que mucho más solida.
A
la salida del restaurante tomamos un tuk tuk que nos lleva al Independence Hotel.
No hay regateo posible y la tarifa es fija: 5 $. El camino, de noche, se hace
más largo y el tuk tuk se ahoga en las subidas y hace las bajadas con motor
parado, para ahorrar combustible. Los tramos de la carretera están sumidos en
la oscuridad más completa que rompe, de cuando en cuando, la luz de una cabaña
abierta, una tienda que no sé que venderá a esas horas de la noche o un
cobertizo iluminado en el que alguien, que no se sabe qué hace, se balancea en
su hamaca bajo una nube de insectos. De los nuestros da cuenta una escuadra de
disciplinados gekos que vigilan el pasillo del hotel desde la puerta del
ascensor hasta la de la habitación.
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