DIARIO DE UN ESCRITOR
Madrid, 29 de mayo de 2012
Larga, y a veces tensa, es la conversación
telefónica que me saca hoy de la cama, en Madrid, después de una noche de sueños cerrados que
siguió a un último tercio de la tarde de ayer en el Café Gijón, inusualmente
vacío, pelando la hebra con mi querido homónimo ante una vaso de horchata, yo,
y un poleo menta, él, centrados ambos en la aceleración de la vida y la crisis de los
cincuenta, los suyos. Así es que la señal de llamada del teléfono sigue, en
cinco minutos, a la del despertador, y vuelvo a la cama, tras salir de ella,
con el móvil pegado a la oreja, porque en posición horizontal me veo más
relajado que en vertical: la sangre fluye hacia el cerebro en vez de a los pies. A medida que hablamos, y nos hacemos mutuos reproches
mi interlocutora y yo, la tensión se reduce en vez de crecer. Miro el techo de
la habitación de invitados en donde estoy alojado y trato de ver todos y cada
uno de los rasgos de la chica que me habla desde el otro lado, imaginarla
vestida, y antes, cuando se vistió, con braguitas de encaje y sujetadores
abrazadores, sus desnudeces, cuando se ajustó la falda tubo a sus caderas
marcadas, se abotonó la blusa, se pintó ojos y labios, se alisó el cabello
dorado con el peine, se miró y sonrió ante el reflejo que le devolvió su espejo. Odio el
teléfono, como odio la distancia, y es un recurso que acepto a regañadientes
porque no hay otro. Con lo fácil que sería convencerla en un cara a cara. Pero
quien está al otro lado, con sus quejas, tiene una cualidad, sobre muchas otras,
que sencillamente me vence: sinceridad absoluta sobre la que hemos establecido
una relación que ambos, descreídos y escépticos, ansiamos duradera. Durante muchos
años estuve viviendo con una persona que nunca se guardó dentro de sí misma lo
que pensaba, que, a veces, con acritud inconsciente, me subrayó los muchos defectos
que tenía y sigo teniendo. Y, de nuevo, me encuentro con alguien que hace de la
sinceridad su bandera, que no esconde sus sentimientos, aunque estos sean de
rabia, la ofusquen, y crea yo que estén equivocados. Los hechos nunca son
iguales para todos. La objetividad es una impostura, hasta la estadística, que
parece una ciencia exacta que puede medir la pobreza o riqueza de un país, lo
es. Tendido sobre la cama, sigo hablando, pero hay una cosa importante en esa
conversación: veo a la persona de una forma diáfana. Verla sin verla por su
transparencia que emana de ese hablar apresurado y apasionado que es otra de
sus características. Imagino su gestualidad latina, el movimiento de las manos,
el fruncimiento de sus labios, el entrecejo marcado y me gustaría tener su
cabecita sobre mi hombro y decirle, no con palabras sino con lenguaje corporal,
lo muy equivocada que está. Me la imagino al sol de ese sur que he dejado hace
cuarenta y ocho horas y que dora la cabellera rubia de vikinga que enmarca los ángulos perfectos de su rostro. Lo que
parece una discusión, y no lo es, termina convirtiéndose en un susurro de amor
y en un lamento compartido por no estar juntos, por esos kilómetros que siempre
se interponen entre nosotros y alimentan nuestros miedos. A ambos nos frustra ese
hilo telefónico, que nos une como un cordón umbilical durante una hora, pero
por el que no podemos deslizar nuestras manos, nuestros labios, nuestros
cuerpos, para amarnos como deseamos hacerlo. Así es que me conformo con
besarla, acariciarla y amarla con la cabeza, cerrar los ojos e imaginar tus
brazos trenzados a mi cintura, cariño mío, y el roce incansable de tus besos sobre mis labios.
Comentarios
Fdo Vikinga.
Un beso, parece que he leido que te han bloqueado el facebook.
Uf, que descanso, para mí, claro...