DIARIO DE UN ESCRITOR


Gijón, 13 de julio 2012

Viernes. 13. Hoy día importante en la Semana Negra. Se fallaron sus premios. A mí me tocó leer el acta del Rodolfo Walsh, ex aequo a dos libros excelentes y diferentes. El galardón a no ficción, que lleva el nombre del represaliado argentino, recayó en el compatriota Guillermo Sacomano por Un maestro, impecable muestra de literatura memorialista que sigue la vida de un docente torturado por los milicos argentinos que termina dando clases a los indios mapuches de la Patagonia, y mexicana Sanjuana Martínez por ese escalofriante y valiente libro de investigación periodística sobre su convulso país arrasado por la guerra contra el narco que es La frontera del narco. Sanjuana no estuvo, pero si Guillermo, a quien ya conocía, literariamente hablando, por una novela extraordinaria titulada El oficinista, y con él brindé en la terraza del Don Manuel, el cuartel de las mesnadas de la Semana Negra.
Gocé, durante una hora, entre las 12 y las 13, de la compañía de dos viejos amigos, Juan Madrid y Andreu Martin, con los que formo el trío de veteranos de la Semana Negra. Hablé con Juan, en sintonía, de lo mal que se lleva ser ya el más veterano en la Semana Negra, en el autobús que uno coge, en un sala de cine o en un restaurante. Más mayores que el presidente del gobierno. Menos que José Luis Sampedro. Y del devenir de las cosas, de la contrarreforma de Rajoy y compañía, de la prensa amordazada, del 15M bondadoso que alza las manos cuando debería cerrar el puño, de nuestro futuro de viejos guerrilleros tal como las cosas se están poniendo.

Más tarde Julio y yo, porque Juan Bas tomó su autobús hacia Bilbao, nos dejamos secuestrar amablemente por nuestros amigos asturianos Meli y José Manuel. Tomar sidrinas (sin ñ, Meli, que ya me has corregido) en su compañía y disfrutar de su conversación fue un premio extra de esta Semana Negra que no esperábamos. Meli y José Manuel (que me hizo una foto maravillosa que ha sustituido a la que tenía en mi perfil) son una pareja atípica. Gente del pueblo, en la mejor acepción de la palabra, extraordinariamente cultos, lectores apasionados, solidarios y concienciados, llevan más de treinta años de feliz matrimonio y seguramente morirán el uno en brazos del otro porque se lo merecen y se adoran. Meli, pequeña, vivaracha, hiperactiva, habla, gesticula, se mueve. José Manuel, alto y corpulento, amplio bigote y delgada perilla, habla de forma pausada con un marcado acento gallego poniendo el pronombre tras el verbo (levánteme, comíme, bebíme..) y es un tipo que destila nobleza y bonhomía; he de agradecerle que hiciera un alto en su lectura del Ulises de James Joyce para abordar Patpong Road. Seguro que lo disfrutará más.
Tras cinco botellas de sidrina bien bebida y acompañada de pinchos de tortilla y de jamón (beber de un solo trago, sin respirar, dejando un culín para “lavar” el vaso), nos invitaron a comer a un restaurante del centro. Ensalada, pescado acompañado de un exquisito puré de patata y una refinada tarta de naranja. La conversación, con la ayuda de un tinto, deriva del mundo del lujo hacia el sexo, de Romy Schneider e Ives Saint Laurent al punto G, los orgasmos vaginales y clitóricos y las extraños comportamientos sexuales de los japoneses. De camino hacia la Semana Negra, por un Gijón removido por el viento y con el cielo encapotado, Meli y yo nos centramos en la muerte, en el suicidio asistido cuando la mente diga que la vida ya no merece vivirse. Un puñado de somníferos, me dice ella. Recostarse contra un árbol en un paisaje nevado, sugiero.

Actúa Cristina Fallarás. La escritora de la melena pelirroja, que unió su vida al pibe Raúl Argemí, está eufórica tras el premio Hammeth ganado con Las niñas perdidas. Sentados a una mesa de la carpa de encuentros, los cuatros damos cuenta de unas cervezas. El viento que agita la lona se añade al rumor de la feria exterior. Después de que Agustín Fernández Mallo presente su libro Yo siempre regreso a los pezones y al punto 7 del Tractatus, título que debería recibir un premio, y nos explique cómo le impactó la imagen de Carolina de Mónaco acudiendo sola a la boda del príncipe mientras Ernesto de Hannover daba cuenta del contenido del mueble bar del hotel, nos alzamos y nos separamos: los amigos asturianos van a su casa, no muy lejos de esos viejos y destartalados astilleros del puerto de Gijón en donde acampa la Semana Negra con sus libros y feriantes; nosotros a La Iglesiona, a por nuestra ración de huevos fritos.

Sentados en la terraza del restaurante seguimos hablando de muerte. Yo de los muertitos de México, de la sangre que me quedó entre los dedos después de pasar las páginas del libro de Sanjuana Martínez La frontera del narco, de esas granjas en donde los hombres y mujeres, cazados en la frontera, como meros animales, esperan a ser descuartizados para surtir de vísceras frescas a las clínicas sin escrúpulos del otro lado: pasarán troceados, pero nunca enteros, a ese paraíso ficticio que es USA. Julio de esos tipos que, supuestamente, pagan una cifra millonaria para satisfacer su deseo insano de asesinar con sus propias manos a una víctima inocente que previamente las mafias secuestran en Rumanía, argumento que recoge una película titulada Hostel. Con mis natillas con galleta (no hay manera de comerse un arroz con leche este año) y su yogur, entre cucharadas y el salero del gaditano Rafael Marín, que quiere dejar el cielo nublado del norte y sudar en el sur de su Habana sin negritos, filosofamos sobre la bestia humana, esa que es capaz de llevarse por delante a media humanidad si Se puede, como apuntó ayer Andreu Martin intentado analizar la saña de los cárteles mexicanos; de los talibanes, de los iluminados jemeres rojos de Pol Pot, de las purgas estalinistas, de Adolfo Hitler cuyo Meim Kamp se reedita con éxito, de las matanzas de la exYugoslavia, del millón de muertos de nuestra guerra. Estamos en la Semana Negra y esto sigue.
Ya en la cama del pequeño hotel Miramar, me llega el murmullo continuo de la calle, el coro de esos miles de noctámbulos, jóvenes en su mayoría, sin trabajo, que se lanzan al ocio desbocado porque el viernes toca, mientras puedan sus padres y abuelos pagarles las copas. ¿Cuándo empezarán a arder las ciudades?

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