DIARIO DE UN ESCRITOR
Arán, 17 de julio de 2012
Una de dos: o me he vuelto invisible o me
mimetizo tanto con la naturaleza que no me distinguen.
Así es que subo monte
arriba, con el sol agónico pasando por entre los troncos de los pinos
espigados que buscan el cielo, a esa hora en que el ruido de los moscones (y
las abejas, avispas, escarabajos y toda clase de bichos voladores) es un coro,
tras dejar el coche junto al refugio misterioso que hay abajo, en donde la
pista forestal se empina y ya no oso arriesgarme con el cuatro por cuatro
(máximo desnivel, terreno pedregoso, imposibilidad de dar la vuelta en caso de
camino inviable), misterioso el refugio porque siempre lo vi cerrado y la
puerta ni tiene cerradura ni pomo alguno, por lo que parece estar cerrada por
dentro, con lo absurdo e inquietante que es eso, cerrada por dentro por alguien
que estuvo en su interior y quizá es ya simple esqueleto, pero subo, armado con
la vara de avellano, que me es muy útil, con la resaca de la Semana Negra, con el
destello visual de aquella camarera rubia y todo curvas para el que fui el
Hombre Invisible (me complace saber que no fui el único escritor prendado de
esa chica que dispensaba tiernos churros e infame café con leche, infame, sí,
porque encontrar un café bueno es una tarea tan difícil como encontrar un tomate
apetitoso al que hincar el diente), y subo, bosque arriba, por ese camino que ya conozco
a ciegas pero que no es muy empinado para un bípedo, sí para un coche, hasta que corono ese
puerto tras muchas revueltas a derecha e izquierda, salgo a otro valle, otra panorámica de montañas, azules en la lejanía,
por la hora del día, y me abro paso entre vacas, que pastan, que me miran mal,
a mí, que siempre me miraron con buenos ojos las vacas, quizá porque no están
acostumbradas a la presencia de humanos, y subo hasta el pequeño refugio, éste
sí, con puerta, con tirador para abrir y espacio apenas para un saco y encender el fuego de la chimenea, y me siento en un pequeño banco de
piedra, apoyando la espalda en la pared, para disfrutar del entorno, del
silencio roto por las campanas y los mugidos de las vacas, de esa luz que mengua por detrás de una columna de abetos que coronan
una suave loma, y así estoy, leyendo y levantando los ojos del libro,
continuamente, para no perderme la gradación de la luz, los efectos sobre los
árboles, sobre los pastos que devoran esas vacas ansiosas que me miran de reojo
y con desconfianza, que no están cómodas conmigo-lo sé, y una me embiste luego, camino de vuelta, y suerte que con la vara en alta soy lo suficientemente convincente como para que frene en seco-, cuando viene al galope, los
oigo antes que los veo, un grupo de caballos, diez o doce, casi todos adultos
salvo dos potrillos, relinchando, pisoteando la yerba, retumbando sus cascos en
el suelo, crines al viento, crines heridas por esa luz menguante que consigue
destellos mágicos de la salvaje y larga pelambrera blanca que les crece de la cabeza,
y se acercan, mucho, demasiado, por lo que no soy invisible a ellos, y se acercan tanto
que me tengo que levantar, no vayan a verme demasiado pequeño y patearme, y son
tan amistosos, excesivamente amistosos, que uno se pone a olisquear mi cuello y
noto sus resoplidos que levantan mi melena, por lo que le tengo que llamar la
atención, demasiadas confianzas, con dos cachetitos en su enorme cabezota partida por una amplia mancha blanca que le va del hocico a la frente. Y
es entonces, cuando ya casi son las nueve de la tarde que no noche, pero hay luz, el verano es así y yo me
muevo a impulsos de la luz, me levanto cuando el sol me da en los ojos, me
acuesto cuando el sol se acuesta, llegan los ciervos, un grupo de tres, que
salen de un cercano bosque, que se adentran en el prado, despacio, mirándome y
acercándose sin miedo, hasta situarse a apenas cincuenta metros de donde yo estoy,
y me pregunto si es que soy invisible para ellos, como lo fui para la
exuberante camarera asturiana rubia del bar que servía café con leche y
churros, o es que me he mimetizado tanto con el entorno que ya me confundo con
la naturaleza y parezco una bestezuela más en ese prado maravilloso.
Comentarios
Una vez más, ¡¡Cuidado¡¡
Fdo Vikinga