DIARIO DE UN ESCRITOR

Arán, 28 de julio de 2012

En  mi afición a la montaña hay también cierto componente masoquista, una militancia de sacrificio que imagino tiene sus raíces en mi etapa religiosa, una voluntad indomable a seguir adelante hasta alcanzar la meta por puntillo personal. Claro que todo eso se acentúa cuando el Filósofo Rojo llega al Valle con sus mapas y su brújula.
Llegó días atrás. Charlamos de la revolución pendiente que no veremos alrededor de una botella de frio txacoli. Y programamos una agenda de excursiones. Ambos compartimos una idea parecida de lo que es la montaña y para qué está hecha: para disfrutarla, nunca para enfrentarnos a ella. Así es que, en teoría, damos largos paseos por ella, que no implican más riesgo que el perderse y aparecer en un valle diferente al previsto.
Pero el día pasado fue distinto. Duro. Casi agónico. Quizá porque me falta entrenamiento.
Subimos a Bausén con el cuatro por cuatro y cogimos una pista equivocada que nos llevó por un mar de maleza, que la cubría e indicaba lo poco frecuentada que era, hasta una solitaria casa. Invadimos su prado, alzando la puerta del vallado, y aparcamos el coche bajo la sombra de un enorme castaño. Yo recordaba un camino detrás de la casa y, por intuición, suponía que sería el que nos llevaría a un collado llamado de Vacanera, próximo a unas instalaciones mineras abandonadas. Sobre el mapa íbamos a salvar un desnivel considerable: 1200 metros. Y hacer un buen número de kilómetros por la montaña: 18. Así es que estábamos mentalizados para el sacrificio y dispuestos a sudar las camisetas.
Buscamos ese camino detrás de la casa. Un bosque de helechos, impenetrable, que medían metro y medio, lo había devorado por completo, lo que evidenciaba que los caminos los hacen las personas pasando por ellos y si no, se pierden. Pero nos aventuramos, intuyéndolo más que viéndolo, mientras con las piernas apartábamos las enormes hojas que nos barraban el camino y hacían imposible ver el trazado de la senda. Allí, a poco de iniciada la excursión, caí, me deslicé por la ladera cuando mi pie, a ciegas, se salió del estrecho camino, y coloqué mal la mano izquierda para amortiguar el golpe: el dedo meñique sufrió, pero no oí el crujido de ningún hueso roto, pero sí dolor intenso en la articulación con el resto de la mano. Este fue el primer aviso para que desistiéramos, al menos yo, pero lo desoímos y seguimos, con tozudez.
Seguimos por esa ruta suicida que, en ocasiones, bordeaba un barranco, y, mientras, mi mano se fue hinchando hasta parecer un odre lleno de vino. Cruzamos un par de riachuelos y dejamos, por fin, la pesadilla de ese bosque de helechos que parecía no tener fin y lo cambiamos por uno, interminable, de hayas retorcidas. El camino subía por una resbaladiza alfombra de hojas caídas, zigzagueaba sin tregua, a derecha e izquierda, empinándose cada vez más, pero al menos se veía. De cuando en cuando nos deteníamos para hablar de las incidencias, de lo que nos quedaba, elucubrar por dónde pasaría el camino, cuándo se despejaría, o yo me dedicaba a fotografiar el paisaje, los efectos de la luz pasando a través de las ramas de las hayas, sus caprichosos y atormentados troncos.
Seguimos monte arriba hasta que alcanzamos un arroyo, en un prado estrecho, y allí decidimos que, después de dos horas de marcha ininterrumpida y, puesto que estaba sombreado, era buen lugar para echarse en la hierba diez minutos, dar cuenta del primer bocadillo de la mochila y beber un trago de agua de la cantimplora.
Entonces terminó el bosque y sobre una loma cubierta por pasto apareció una cabaña de pastor restaurada.  Nos sorprendió lo cuidada que estaba, lo limpio del suelo, la cantidad de muebles relativamente nuevos que había en su interior (una mesa de formica y seis sillas en condiciones perfectas), una buena chimenea, tres parrillas para hacer carne, un bidón de agua, algo de aceite y una buena colección de botellas vacías de vino. Seguimos monte arriba, en pendiente siempre, por una zona infestada de brezos y otros matorrales peores, con flores moradas e intenciones aviesas que se enredaban constantemente en los pies y me arañaban los tobillos y piernas. Lamenté, entonces, no llegar pantalones largos como el Filósofo Rojo. Aquella parte de la excursión, bajo un sol abrasador y con poca agua alrededor, se convirtió en una especie de pesadilla. Había que inventar el camino y no siempre la intuición nos guiaba por el lugar adecuado. Veíamos la meta final, el collado, pero estaba siempre arriba, se acercaba pero nunca parecía estar al alcance de la mano. Buscamos, como hacían las vacas por las huellas que dejaban en el terreno, la sombra de un bosquecillo de pinos, para recuperar el aliento y dar cuenta de los últimos tragos de agua. Y seguimos por ese camino plagado de brezos, que se enredaban en nuestros pies, y que alternábamos con zonas inundadas, cubiertas de hierba, en donde nos hundíamos hasta los tobillos.
Miré mis piernas. Eran como las de un flagelante de Semana Santa. Un buen número de heridas y rasguños. Una docena de picotazos de todo tipo de insectos: arañas, tábanos, alguna avispa. Una de las piernas ya se me había hinchado, compitiendo con la mano, y si tocaba la zona afectada comprobaba que era dura.
Seguimos monte arriba, con la boca seca, y llegamos a un prado que nos dio relativo descanso, con un abrevadero para bestias, pero el agua era ferruginosa, porque debía brotar directamente de las abandonadas minas de hierro. Sirvió, al menos, para refrescarnos la cara abrasada. Fuimos zigzagueando, al borde de la resistencia, ya por tozudez, porque el sentido común, una vez que se perdieron las trazas del camino, nos dictaba abandonar, bajar al pueblo y tomarnos una buena jarra de cerveza en una terraza. Pero no, seguimos y seguimos, lentos, ascendiendo, aplastados por el calor, cubiertos de sudor, agónicos, con espíritu de militancia que se recompensa a sí mismo cuando alcanza la meta.
Cuando coronamos Vacanera las piernas me temblaban. No las del Filósofo Rojo que todavía tenía humor para localizar montes en el horizonte. Buscamos las ruinas de la antigua mina, apoyamos la espalda en lo que quedaba de ella y comimos el segundo bocadillo, que no entraba en la garganta por la sequedad de la boca, y una naranja, que esa sí era bienvenida y supo a poco. Mientras, el cielo, a nuestro alrededor, se había poblado de nubes grises que ocultaban la visión del macizo de la Maladeta, uno de los alicientes, precisamente, de la excursión.
Empezó a tronar, como predijo la panadera en su diario parte meteorológico infalible, cuando decidimos regresar por otro camino, tomar una pista que se veía bastante cerca y suponer que nos llevaría de nuevo a la cabaña de la mitad del camino y ahorrarnos la agonía de los brezos y los elegantes matojos de flores lila. Pero no era ésa la pista ansiada. Estábamos en Francia y a vista de pájaro de la elegante Luchón con sus balnearios y terrazas con bebidas frescas. ¡Quién fuera pájaro para descender! Bajaba la niebla. Era el momento de desplegar el mapa y consultar la brújula. Lo hizo el especialista: el Filósofo Rojo que ejerce en esta valle una de sus pasiones ocultas, la de topógrafo.
Una vez ubicados en el mapa emprendimos camino hacia una cercana cadena montañosa. Las Tres Sorores. Acertamos. Una vez que nos asomamos, desde una cima, descubrimos, en miniatura, la cabaña de referencia de la mañana. Desde las alturas trazamos el itinerario más suave para llegar a ella. El descenso duró hora y media. A medida que perdíamos altura subía la temperatura, pero no excesivamente: seguía nublado. Pasamos por los alrededores de una explotación ganadera y un prado en donde las vacas pastaban. Cruzamos un último prado invadido de matojos. Llegamos a la cabaña y agradecimos las sillas de formica que nos prestó. Sentados y contemplando lo que nos quedaba de camino, repusimos fuerzas con un último bocadillo y seguimos.
Aún me tengo que caer otra vez antes de llegar al coche y hacerme un rasguño largo en la pierna, la misma que tengo hinchada por la picadura de docenas de insectos. Sobrevivimos. El Cartógrafo Rojo sin rasguños; yo me los llevé todos.

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