DIARIO DE UN ESCRITOR
Barcelona, 29 de
octubre de 2012
A Koczinsky le despiertan las máquinas que
trajinan desde primera hora en la calle, a pocos metros de donde duerme, con su
ruido ensordecedor y desagradable. Más desagradable debe de ser para quienes
las manejan, se dice, desperezándose. Pero anteriormente le han despertado las
campanadas de la iglesia cercana, ocho y después nueve, una hora más tarde. Así
es que se levanta, se ducha, hace café y mordisquea unas galletas con
mantequilla mientras lee Los hombres te
han hecho mal del amigo argentino Ernesto Mallo.
Hay en la novela un personaje llamado Lobera,
un secundario que se mueve en la órbita de El Perro Lascano, el singular
policía protagonista de la historia. Leer su nombre y el cerebro de Koczinsky
salta hacia atrás, de forma vertiginosa, cincuenta años justos, o puede que
cuarenta y cinco. Koczinsky es un niño apocado que luce pantalón corto y vello
en sus piernas desnudas. Está en el instituto Milá i Fontanals, próximo al
Paralelo y a los barrios de mala nota de la ciudad. Estudiar allí, en el otro extremo de Barcelona, mientras se vive
en el barrio de Gracia, tiene sus ventajas: el autobús 21, que toma en la calle
General Sanjurjo, que ahora ya no sabe cómo se llamará, invierte treinta
minutos en dejarlo ante la puerta del centro y eso le permite a Koczinsky, en
su época de lector compulsivo, devorar treinta páginas, una por minuto, de Ana Karenina. Pero dejemos a Lev Tolstoi
y volvamos a Lobera, el personaje de Ernesto Mallo en su novela Los hombres te han hecho mal. El Lobera que
conoció Koczinsky era un tipo peludo, rasgos hostiles, piel cetrina y cejas
espesas; parecía bastante mayor para estar en esa aula. Iba con pantalón largo.
Quizá era repetidor. Lobera, como otros muchos chicos de aquella clase,
alardeaba de su homosexualidad, aunque, por aquel entonces, Koczinsky no
supiera exactamente qué quería decir aquello, pero le extrañaba que a aquel
tipo dos años mayor que él le atrajeran los hombres. Quizá porque lo único que
había en aquella clase era chicos y eso era lo que producía una educación segregada
por sexos, a la que se quiere volver. Lobera, como otros homosexuales de la
clase, quizá un grupito de cinco o seis, enloquecía tocando a sus compañeros de
pupitre, manoseándolos en el patio y en los lavabos. Se extraña Koczinsky de
que la lectura de ese párrafo de la novela de Ernesto Mallo haya reavivado ese
archivo oculto en su cerebro y que ha permanecido sin abrir durante, al menos,
cuarenta años. También se acuerda, al hilo de los recuerdos escolares, de
Suelves, un tipo gordote, torpe, con gafas y vello de lobezno en uno solo de sus
brazos, circunstancia que aprovechaban sus compañeros de clase para reírse de
él, propinarle collejas y empujones, y aullar. ¿Por qué la madre de Suelves no
afeitaba ese brazo velludo de su hijo para evitar su escarnio en el colegio? Y
recuerda a Blas, que era un chico afeminado, que andaba con el culo apretado
por el pasillo y pantalones ajustados de pitillo y la cabeza siempre alta. Y un
chico de voz grave, aficionado a las tablas teatrales, al que le gustaba besar a
los compañeros de mesa por sorpresa, aunque luego estos se restregaran,
asqueados, los labios con el dorso de la mano. También de Sánchez, o de los dos
Sánchez, ambos amigos, aunque el Sánchez del instituto era bien diferente del
Sánchez del colegio claretiano; este último guapito, ligeramente rubio, con
flequillo orientado a la derecha y con un amigo en común, Murúa, que vivía en
la plaza Joanich; el primero con síntomas de elefantiasis, enormes piernas,
ruido al andar, admirador de Rommel y toda la parafernalia de la Segunda Guerra
Mundial. En el patio, mientras otros niños jugaban al burro rompiéndose las
espaldas, Sánchez, el elefantiásico, se creía el almirante Doenitz e impartía
órdenes a sus subordinados. De todos ellos Koczinsky no sabe absolutamente
nada, si viven o murieron. Como tampoco sabe absolutamente nada de un amigo de
infancia, un tal Francisco José, sí, como el emperador de Austria, ferviente de
Sissi, al que recuperó por unos años y terminó abducido. ¿Definitivamente? De
cuando en cuando Koczinsky pone su nombre en Google y consulta las esquelas sin
resultado.
Por la tarde, Koczinsky retrocede cincuenta
años, da un salto vertiginoso hacia atrás, otro más en esta jornada
retrospectiva. La secuencia sucede en el cine Verdi, el único del barrio de
Gracia que aún sobrevive porque cerraron el Principal, el Moderno, el Roxy con
sus fantasmas, el Máximo, el Rovira, el Delicias y el Texas, que mutó de nombre
y de películas dobles del Oeste viró al Arte y Ensayo, películas en versión
original ahora. Entra en el cine, que ya no huele como antes, con dos mujeres,
como hacía antaño, cincuenta años atrás, aunque entonces lo hacía oculto entre
ellas. Pero esta vez los tres no hacen novillos y él paga la entrada, porque
ellas no lo pueden ocultar ya entre sus faldas con su metro setenta y algo y
sus casi ochenta kilos de peso. No ve Apache,
que es una de las primeras películas que recuerda, con un Burt Lancaster de
ojos azules haciendo de indio (no estaba muy lejana la época en que los
personajes negros los interpretaban blancos embetunados) sino Argo, sobre una operación de la CIA para
rescatar a seis diplomáticos que logran huir de la embajada de Irán cuando la
toman los estudiantes radicales y secuestran a todo el personal durante más de
cuatrocientos días. Y allí, en ese cine al que fueron tantas veces cuando se
escapaban los tres del colegio, disfrutan de nuevo de la magia del séptimo arte
que a Koczinsky le enseñó la vida como la enseñan los frisos eróticos de los
templos de Katmandú a los niños y niñas nepalíes. Por esas películas supo que
había mujeres que ocultaban sus voluptuosas formas bajo vestidos guantes, que
los besos de los hombres les daban placer y eran preludio de otro acto mágico,
que las putas, sobre todo las de La gata
negra, si tenían los rasgos de Capucine y el cuerpo de Jane Fonda, tenían
un atractivo morboso. Y recuerda Koczinsky, al hilo de esa película, a otro
compañero de clase, un tipo con entradas en el cabello, que siempre vestía con
traje y corbata y alardeaba cada tarde de ir al Chino y acostarse con una puta
a la que siempre fotografiaba luego mostrando su sexo velludo en primer plano y
sus manos sobre sus tetas inmensas, cosa que, además de aterrorizarles, envidiaban.
El origen de la vida, de Courbet.
Sigue Koczinsky ese viaje en el tiempo en un
escenario, el Café Salambó, que no existía en aquellos tiempos en que leía la
novela de Gustave Flaubert en una edición de lujo y papel cebolla de su padre
bibliófilo en esos viajes en el 21, atento a las paradas para no pasarse de largo.
Allí se encuentran con el tercer personaje de ese viaje en el tiempo, un alemán
todavía rubio que fue el que hizo la foto. En la foto está una mujer, que ahora
es ciudadana estadounidense, y un tipo en el que Koczinsky le cuesta
reconocerse, por su juventud e inocencia. Somos muchos en uno, unidos en la
memoria. Somos capítulos de una novela que irremediablemente terminará mal.
Koczinsky, mientras paladea la segunda caipirinha de la tarde (la primera se la
tomó allí, también en el Salambó, antes de entrar al cine Verdi) mira a sus
compañeros de mesa cincuenta años más tarde. Los tres están vivos y no han
cambiado excesivamente: más carne o más arrugas; él, carne más arrugas, las dos
cosas, y el pelo blanco, o plateado, que queda mejor, como el de Richard Gere en
El fraude que vio anteayer. La
conversación deriva hacia la política, y terminan hablando de esa hipotética
independencia de Catalunya contra la que está casi todo el mundo que conoce
Koczinsky.
Hace frío en Barcelona. Más en la Diagonal
barrida por el viento por donde a esa hora, la una de la madrugada, ya no
ruedan los tranvías. Una nimiedad este viento frío si lo comparamos con la
furia de Sandy que golpea la isla de Manhattan y se ceba en Nueva Jersey. Koczinsky
regresa a paso rápido a su apartamento, seguido de la norteamericana aficionada
a las marchas atléticas, pero a cien metros de su casa ésta desaparece, se
volatiliza, y por mucho que la busque por el laberinto de calles cercanas no la
encuentra. Debe de haberse perdido en el tiempo. Debe de haber regresado a esa
foto sepia de la que no debieron haber salido nunca, piensa Koczinsky mientras
hace llamadas una y otra vez, sin respuesta y se prepara para pasar la noche en
la calle, como un homeless más, como
parte integrante de esos quinientas familias desahuciadas a diario por los
bancos y que buscan refugio, precisamente, en ellos. Así es que Koczinsky, con
las manos en los bolsillos, busca una oficina bancaria que esté libre, desecha
unas cuantas, por estar ya ocupadas, y encuentra una vacía en cuyo suelo se
tiende para dormir y soñar que regresa de nuevo a la foto y tiene que escribir
toda su vida a partir de ese momento en un barco por el Rin, con el viento
arremolinando su pelo. ¿Sería la misma novela o introduciría grandes cambios? No
tiene opción, pero le gustaría creer que eso no es así, que todavía tiene por
delante un centenar de páginas hasta llegar al final, que, por ejemplo, puede
rescribir ese capítulo en el que sigue anclado en ese sofá de una de sus casas,
no sabe su número exacto, con la mujer de rostro renacentista en sus brazos a
la que siempre quiso y dejó por una ensoñación. Somos presente, se quiere
convencer Koczinsky, pero venimos de un pasado que solo la desmemoria o la
muerte borra.
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