DIARIO DE UN ESCRITOR
Pont-Aven, 7 de
noviembre de 2012
Koczinsky se entera, paseando junto a los canales de Pont-Aven de la
victoria del buen orador Barack Obama en Estados Unidos. De Barack Obama lo que
más le gusta es el color de su piel, su nombre y apellidos, incluido ese
Hussein, y lo bien que se mueve por los escenarios, con pasos de bailarín a lo
Fred Astaire. Parece que salga de un púlpito, pero mejor que el meapilas de
Rommey que alardeaba de multimillonario. Extraño país ése, musita Koczinsky, en
el que una felación es más grave que un bombardeo y la palabra socialista es un
insulto.
Pont-Aven es un pueblo de pintores. Lo comprueba no bien deja el coche
al lado de una extraña iglesia con campanario de jirafa que sobrevuela una
población en cuesta que desciende hacia el río y sus canales en sus pequeñas y
cuidadas calles. La culpa de esa fiebre pictórica la tuvo Paul Gauguin que
nació allí. De hecho muchos de los pintores de Pont-Aven, según puede comprobar
Koczinsky que se pasea por el pueblo con las manos en los bolsillos y el cuello
del jersey levantado, pintan con su estilo, son excelentes imitadores que no
ocultan su influjo sino todo lo contrario. Y hay docenas que exponen sus
cuadros en multitud de galerías de arte. Paseando por Pont-Aven le cuesta imaginar
a Koczinsky el enorme salto que dio el pintor bretón para irse de aquel lugar y
alcanzar la Polinesia. ¿Y quién le habló de esas islas para hacerle soñar con
ellas y desplazarse? Debió aburrirse en Pont-Aven después de pintar sus gentes,
sus paisajes, sus casas, sus molinos y su puerto fluvial.
Recuerda Koczinsky de su anterior viaje a Betaña ese puerto fluvial en
Pont Avent y lo descubre de nuevo paseando junto al río que se bifurca para
mover un molino de harina cuya rueda aun gira junto a la carretera aunque ya no
haya grano que moler. Recuerda, al hilo de la harina, y porque se lo recuerdan
mil y una tiendas, la especialidad gastronómica de Pont-Aven: sus galletas
dulces de mantequilla salada envasadas en botes exquisitos. Calcula que los
habitantes de Pont-Aven se deben dividir entre pintores y fabricantes de
galletas mientras se detiene en una pequeña presa del río en donde una
gigantesca oca, del tamaño de un perro mastín de los Pirineos, se asea el
plumaje. También hay foie en las tiendas, aunque en pequeña medida, y paté de
sardinas. Y sidra y kouign aman, porque la húmeda y
lluviosa Bretaña cuyas piedras están cubiertas de musgo perenne es tierra de
manzanas.
La marea está baja y los barcos de vela muerden con sus quillas la
arena, escorados y sedientos. Sin agua sobre la que flotar, los barcos parecen
fuera de lugar y estar pidiendo el nuevo reflujo del mar que les otorgue su
dignidad que está por los suelos. Quizá Paul Gauguin, hatillo al hombro, con
enorme maleta llena de lienzos vírgenes, se acercó a ese puerto de Pont Avent
para tomar una goleta que le cruzara el Atlántico, pero la teoría no le sirve
puesto que la Polinesia está en el Pacífico. ¿Cuántos meses y temporales tardaría
en llegar el disipado pintor a su destino? ¿Dobló el Cabo de Hornos? Eh ahí
otra historia, otra novela, la de ese itinerario del pintor sifilítico de su
Bretaña natal a la Polinesia en donde se enterró después de disfrutar de la
vida en La Casa del Placer. De las bretonas pálidas y serías, ataviadas con sus
cofias de puntilla, alzadas como los gorros de los derviches girováros, y
faldas oscuras con delantal que ocultaban los tobillos, a las mujeres de los
Mares del Sur, morenas y con piel de sabor a mar sin más vestimenta que sus
cabelleras rizadas o collares de flores. De la constreñida Europa de rezo
diario a la paradisiaca Polinesia libérrima. Y sentado en una terraza del
cerrado hotel Las Mimosas, un establecimiento exquisito que sufre la humedad de
la ría portuaria y la cercana colina cubierta de vegetación, se pregunta
Koczinsky para cuándo ese viaje aplazado a Las Marquesas, la tumba de Brel y Gauguin, y si hará ese viaje en la realidad o bien tendrá que
recurrir a su autor para que le traslade hasta allí en negro sobre blanco. De
momento idea un viaje al Thyssen de Madrid para no perderse la exposición de
ese maestro de la forma y el color. Y regresa al coche tarareando Ne me quitte pas.
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