DIARIO DE UN ESCRITOR
Barcelona, 26 de
febrero de 1958
La
gripe era una buena forma de esquivar el colegio. Todos los años la cogía
durante los fríos inviernos que helaban la ciudad. Pasaba frío en el colegio,
pero también lo pasaba en casa a pesar de que mamá encendía la calefacción en
la cocina que funcionaba con un sordo rugido cada vez que echaba paletadas de
carbón en la caldera. La cocina era como la bodega de un barco, pero sin su
movimiento. Solía durarme la bendita gripe dos semanas, y yo procuraba
alargarla. No me costaba mucho. Padecía de anginas, y el proceso gripal,
entonces, se hacía mucho más virulento, me sumía en un agradable letargo febril,
del que no despertaba sino para comer los delicados flanes que mi madre me
preparaba entonces, por lo que asociaba flan a enfermedad, de forma automática,
y tener la textura blanda de ese dulce entre los labios era una razón más para
enfermar. Disfrutaba en esos procesos gripales de una madre cuidadora que, en
plenitud de salud, no lo era tanto y andaba más pendiente del orden y la limpieza
de la casa. Y me arrebujaba bajo las mantas, encogido y abrazándome. La gripe
me sumía en un estado de aletargamiento agradable y me suponía perderme un
montón de clases y dedicar ese tiempo a las lecturas de novelas, a evadirme de la realidad, una actividad que ejercí siempre. La gripe,
lejos de ser una enemiga, era una cómplice, una amiga.
Hoy,
por ejemplo, tengo gripe. Ya se intuía anoche, durante la cena, cuando mi
madre, como respuesta a que le dije que creía que tenía fiebre y, para
subrayarlo, rompí a toser, me puso sus labios en la frente. Estás un poco caliente, me dijo. Y más
caliente estuve por la mañana cuando pasé buena parte de la noche destapado y
me abrí el pijama, para que la enfermedad se adueñara de mí.
Mi
hermano se vistió, para ir al colegio. Lo estuve escuchando sin abrir los ojos y
saber que él se marcharía a la calle, cogería el autobús, batallando contra el
viento, y sufriría las cinco horas de clases matinales me proporcionaba un
placer extraño porque yo me iba a librar de ello. Iba al instituto Jaime Balmes
y entraba antes que yo. Oí a mi padre que se afeitaba; casi podía verlo cómo se
enjabonaba la cara con la brocha y luego recorría la piel con una hojilla que
siempre le hacía un rasguño; oía luego cómo se vestía, se calzaba los zapatos, recorría
el pasillo y tomaba su café con leche antes de bajar las escaleras de Escorial
22 y entrar en el coche oficial, un escarabajo verde, que cada mañana, a las
nueve, estaba junto al portal para llevarlo al ministerio. Y a mi hermana, que
era una inadaptaba y discutía con mi madre desde que se levantaba. Los oía a todos los que se iban
mientras yo sabía que iba a quedarme. Luego mi madre fue a despertarme, para
vestirme y llevarme al colegio. Y entonces nombré la frase que me iba a liberar
de mis obligaciones durante quince días: Tengo
gripe. Y no mentía.
Mamá,
tras ponerme la mano sobre la frente, me colocaba el termómetro bajo la axila.
No debía rozar el cristal la tela del pijama. Nunca comprendí ese extremo. Yo
apretaba con fuerza el termómetro, deseoso de que el mercurio escalara en él
los 38 grados. Hubo suerte: 39. No iría al colegio. Mamá me traía, entonces,
una manta suplementaria, y yo me encogía dentro, bajo ese doble peso, entre las
sábanas arrugadas mientras soñaba muy lejos de las paredes de Escorial 22.
Cuando
mamá bajaba a comprar, a media mañana, yo salía clandestinamente de la cama, me
deslizaba por la escalerilla litera abajo, recorría descalzo y sonámbulo el
largo pasillo de la casa vacía e invadía su sancta
santorum: la biblioteca de mi padre.
Mis
lecturas para los días de gripe solían ser libros de aventuras, pero para
manejarlos en la cama no podía llevarme los encuadernados de Novelas y Cuentos,
que eran del tamaño de un diario, sino volúmenes de la editorial Austral que mi
padre, el gran bibliófilo, había encuadernado con tela azul. Esa gripe la
pasaría con Jack London, así es que antes de que subiera otra vez mi madre,
cargada con su compra diaria, cogí La llamada de lo salvaje, las aventuras del perro Buck en Alaska,
me lo metí bajo el brazo, y regresé raudo a la habitación y a la cama antes de que mamá metiera la llave en la cerradura.
Mientras
mamá me calentaba la leche y disolvía una yema de huevo en ella, yo leía bajo
la toldilla que había formado con mis sábanas en la proa de mi cama las
aventuras de ese perro de Alaska que convivía con rudos buscadores de oro en
una naturaleza fría y hostil. Cuando mamá venía a darme esas cucharadas de
leche caliente, emergía de mi cama campamento, despeinado, con ese mechón
rebelde en la coronilla que me iba a acompañar siempre, y abría la boca. ¡Cómo tienes la cama, niño! Eres el desorden
personificado. Mi madre me amenazaba con mandarme al colegio si seguía
jugando dentro de la cama y yo prometía dormir. Le preguntaba, entonces, qué me
iba a hacer para comer, y siempre eran cosas blandas, para que mi garganta
irritada no se resintiera: tortillas, potajes y flanes.
Cobijado
bajo las sábanas y las mantas, que mi madre había puesto en orden mientras yo
me iba al baño a lavarme la cara, me trasladaba a Alaska y rezaba para que esa
gripe que empezaba con la semana durara, por lo menos, quince días. Organizaba,
en mi improvisado campamento, próximas lecturas, pero la fiebre, que iba
escalando, me sumía, a mi pesar, en una profunda somnolencia en la que caía y
de la que no podía salir. Dejaba el libro, entonces, y soñaba entonces fantasías recurrentes en las que yo
daba vueltas subido a una especie de tiovivo y daba vueltas, una y otra vez, en un escenario enrojecido por
la fiebre que me subía y me estallaba en la cabeza. El sueño de la enfermedad, siempre el mismo.
Por
la tarde del primer día de gripe siempre venía el médico tras dejar su consulta. A mí ese personaje con bigote y ceño fruncido que
me levantaba la camiseta sin mangas y auscultaba mi pecho con expresión docta,
me hacía toser, respirar hondo y espirar más hondo aún, me causaba siempre una
cierta aprensión porque solía recetarme algún que otro pinchazo para bajar la
fiebre o algún inmundo jarabe con el que me atragantaba. Me llamaba jovencito, en vez de niño, con ironía, poniéndome más años de los que tenía. Hubo esta vez suerte,
y el doctor, tras examinar mis irritadas amígdalas y comentar a mi madre que
había que ir pensando en extirparlas, recetó un jarabe dulzón, espeso y rosáceo
que me provocaba arcadas, pero era eso mejor que las pullas en mi trasero. Mamá bajó a la farmacia y media hora más tarde esa cucharada, que me parecía enorme, luchaba por entrar en mi boca cerrada.
Por
la tarde, sobre las seis, mi madre me traía la merienda a la cama, en una
bandeja. Hacía torrijas y las acompañaba con un vaso de leche y yema de huevo
disuelta con azúcar. Llegaba entonces mi hermano, muerto de frío, y me miraba
con envidia mientras sacaba los libros de su cartera y se frotaba las manos. Me
miraba cómo si no se creyera mi enfermedad y debía toser para convencerle. Más
tarde era mi padre el que entraba en la habitación y preguntaba por su
Pulgarcito: yo. A él, siempre de salud precaria hasta donde llegaba mi memoria,
le preocupaba la de sus hijos. Mi hermana se encerraba en su cuarto y lo hacía
con un portazo magnificando lo en desacorde que estaba con ese mundo que le
tocaba vivir y relegaba a la mujer al último lugar de la sociedad. Cuando sea mayor me iré a Estados Unidos,
decía, y lo cumplió. Creo que todos los hermanos, sin excepción, cumplimos
nuestros sueños.
Lo
único que lamentaba de mi gripe es que no podía estar con mis hermanos y padres
cuando se reunían en el comedor de la casa que estaba en el otro extremo de mi
habitación, que me perdía la tertulia instructiva que seguía a la cena y en la
que mi padre solía explayarse hablando de literatura, arte, historia o música,
ya que de política no podía hablarse, hasta que comenzaban a cerrarse los párpados de sus hijos. No era yo consciente, por aquel entonces,
de la inmensa erudición de mi padre, pero me beneficiaba de ella cuando entraba
en su bien surtida biblioteca y cogía sus libros sin él saberlo.
Cenar solo, en
la cama, me ponía de mal humor. Mamá, ya
he acabado, gritaba para que me hicieran caso, y mi madre recorría el
pasillo y me preguntaba, recogiendo los platos y las migas de pan, qué quería
de postre. Arroz con leche, le pedía,
porque sabía, lo había estado oliendo durante toda la tarde, que lo había hecho
y toda la casa estaba perfumada de canela.
El
arroz con leche que hacía mi madre era muy cremoso y nunca se le pegaba al
fondo de la cazuela. Tenía habilidad en hacer toda clase de postres sin que le
gustara ninguno de ellos. Nunca la vi comer un flan, o un plato de natillas,
menos arroz con leche. No le gustaba la leche, creo que esa era la razón. Y a
mí lo que más me gustaba era la leche.
Cuando
acababan de cenar, mi hermano abría el secreter de la habitación que compartía
conmigo y se quedaba un buen rato estudiando bajo la luz de un flexo de pie
curvo que le permitía acercar la bombilla a la página del libro hasta casi quemar el papel. Aunque no lo
reconocía, tenía envidia de mi gripe y de la facilidad con que la cogía. A las
once de la noche se apagaban las luces de la casa y siempre había un tira y
afloja con mi hermana que se resistía a cerrar la suya. Entonces yo me
imaginaba a mamá en su cama, en un extremo de su casa, con su camisón y la
redecilla en el pelo, para no despeinarse, leyendo una revista de moda mientras
mi padre, en su biblioteca, al otro extremo de la casa, bajo la luz cenital de
una lámpara de noche con pantalla opaca, se enfrascaba en la lectura de La montaña mágica de Thomas Mann. Algún
día seré tan mayor que leeré esa novela tan larga, me decía.
Papá, antes de irse a dormir, hacía una ronda por las habitaciones. Yo cerraba los ojos cuando le oía entrar en la nuestra. Él creía que yo estaba dormido cuando me daba un beso en la frente, me tapaba con la manta media cabeza y me susurraba al oído: Que duermas bien, Pulgarcito.
Comentarios
Me has hecho viajar a mi niñez.