DIARIO DE UN ESCRITOR
Arán, 3 de febrero de 2013
A veces
creo que las ventanas de mi buhardilla son cuadros clavados en la pared
inclinada de madera oscura en la que se abren. Hoy, por ejemplo, cuando la luz
menguaba y he levantado la vista del teclado para mirar el paisaje. El cielo
tenía un color lechoso, después del azulado tenue que viraba al blanco de media
hora atrás, y la nieve caída durante todo el día anterior había blanqueado más
aún esas cimas de montaña que podía tocar con alargar la mano. La nieve lleva
cayendo desde hace treinta días, de forma intermitente, y ha sepultado prados y
espolvoreado árboles que el viento luego limpia. Hoy no había nubes en el
cielo, pero el frío era más intenso sin su protección y la nieve caída durante
la noche, que no era algodonosa, que flotaba en el aire, sino nieve dura, copos
pequeños y compactos como diminutas piedras, se había helado ya y formaba una
costra pétrea por la que era arriesgado deslizarse. No había nubes, pero sí
ventisca en las altas cumbres que clonaban su imagen; se veía con nitidez
porque nacía de las mismas cimas y, en la distancia, me estremecía de frío
transportándome allí con mi mente.
Sigo dentro
de ese cuadro de Brueghel, Cazadores en
invierno, en el que discurre mi
octava vida, sin agitación, pero sin demorarse como yo quisiera. El reloj sigue
su curso pero yo he decidido vivir al margen de él. Así que ya no suelo
levantarme a las nueve, aunque detengo el zumbido del despertador a esa hora.
Me rebelo contra el tiempo para que no marque mi vida. Pero, por mucho que lo
niegue, el reloj está ahí, implacable.
Hoy
fui, antes de lo habitual, a comprar el periódico. Lo necesito para encender la
chimenea. Las últimas noticias, la novela negra que está escribiendo Bárcenas
con Rajoy como víctima, hace que El País desaparezca si uno se descuida y llega
al quisco de prensa cinco minutos más tarde. Con el diario bajo el brazo crucé
el río Garona con la intención de dar un largo paseo por los paisajes nevados
que rodean el pueblo. Tomé el camino que pasa por delante del cementerio y el
colegio, tan hermanados, siguiendo las roderas de un coche, que todavía no se
habían helado, y las pisadas de un pastor, calzado con botas de agua, que me
precedía, pero cambié de parecer cuando ya había dado doscientos pasos y volví
sobre ellos. Seguí entonces el canal de agua que alimenta las dos pequeñas centrales
eléctricas del pueblo y bordea unos huertos ahora sepultados por la nieve de
los que apenas emergen las puntas de unas coles congeladas, pero no había dado
cincuenta pasos que di media vuelta porque el frío, a pesar de que lucía un sol
perfecto, aumentaba y temí que las cañerías de la casa se helaran, así es que
desistí de mi paseo matutino, regresé a casa y dejé un grifo abierto, un
pequeño chorro que me garantice que tendré agua corriente y no habré de recurrir
a un soplete para descongelar las cañerías.
Leí, al
sol que entraba en mi cuarto de estar, el diario. En el sofá y con los pies
encima de la mesa. Las pruebas manuscritas contundentes que ponen contra la
pared a un presidente supuestamente corrupto y a todo un partido bajo sospecha.
Imagino que todos tenemos un precio. Que es muy fácil decir que uno no se deja
corromper sino ha sido nunca tentado.
Esa
trama delictiva y política manejaba fondos sin mesura y los repartía entre los
suyos. Poder, dinero y delito, un trinomio perfecto. Y Bárcenas, el siniestro
tesorero, anotando durante veinte años todas aquellas partidas que sabía serían
su salvoconducto. Imagino la angustia de Rajoy, y de todos los suyos, de todos
los presuntos infames que aparecen en esa lista, durante todos estos años, sus
noches de insomnio ante la amenaza del cuaderno de Bárcenas que les infundía
más terror que un relato de Poe. ¿Qué hacer con el tesorero? ¿Matarlo? Pero
tipos como ése, si la cúpula del PP había leído novela negra, tienen su
material sensible a buen recaudo, bajo llave, en una caja fuerte con llave a
terceros. Comprendo porqué fueron tan amables y taimados con el personaje, le
daban despacho, le pagaban abogado, coche, chófer... Los tenía cogidos. La
impunidad del chantajista que sólo se acaba con un disparo en la cabeza. Ahora
el presidente ya no preside nada. Lo suyo ha sido un desgobierno total, un ir a
ciegas, un incumplir punto por punto su propio programa y abocarnos al desastre.
El ochenta por ciento del país no le cree. No le creen los que le votaron. No
le creen muchas de sus bases. Sólo la cúpula enrocada con él y que va en el
mismo barco escorado. De convocarse elecciones, el PP perdería cincuenta
escaños. Sus votantes le dan la espalda y se van a IU o UPyD. Se acaba con la
nociva hegemonía de los dos partidos, lo que es sano para la democracia. ¿Cómo
puede seguir gobernando un presidente bajo sospecha al que nadie cree, ni sus
bases? Rubalcaba, por fin, ha reaccionado: que se vaya, moción de censura
probable. Rajoy está completamente amortizado, acabado, tocado y hundido.
Políticamente muerto. Judicialmente, veremos. Ha durado un poco más de lo que
yo preveía. Yo lo daba por amortizado antes de que acabara el 2012. Me
equivoqué por meses.
Hice
canelones para comer. No es un plato, por su elaboración, que uno haga para sí
mismo. Pero es domingo, y quizá los canelones, y una copa de vino de la Ribera
del Duero, sirvan para alejar de mí fantasmas depresivos. Así es que me puse a
hacerlos, mientras escuchaba a Rubalcaba por la tele y veía la cara de Rajoy
doliente. Las pruebas grafológicas son indudables. Las letras es de Bárcenas,
su tesorero y hasta, hace poco, amigo que ha tenido a bien apuñalarlo por la
espalda. Los papeles irán al juez. La cúpula del PP, que ha cerrado filas, ante
su jefe, porque todos, supuestamente, están implicados, temblará en unos días.
Habrá manotazos, entonces, cuando el barco se hunda, por alcanzar los botes.
¿Quién va a capitanear los restos del naufragio? ¿Aguirre, Feijoó, Monago?
Hago la
bechamel con un poco de cebolla picada. Le da un sabor especial. Remuevo dos
cucharadas de harina en dos dedos de leche mientras pongo el resto a calentar
y, cuando la cebolla se dora en un poco de aceite, hecho la leche caliente
encima, mezclo con cuchara de palo, y luego vierto esa harina disuelta que se
incorpora al conjunto sin hacer grumos y lo espesa.
Compré
días atrás carne picada. La pico más junto a tomate frito, cebolla y un resto
de paté olvidado en la nevera después de sofreírla. Relleno con la mezcla los
nueve canelones que han hervido en abundante agua sin romperse; luego los cubro
con la bechamel y la bandeja de cristal va a horno fuerte, a gratinarse.
Bebo una
copa de vino despacio mientras miro al exterior. En ese prado enorme nevado,
que se extiende ante mi casa, un hombre juega con su perro y tres caballos
meten el hocico bajo la nieve buscando un trozo de hierba que llevarse al
estómago. Forman parte del cuadro, por la distancia, son pequeñas figuras que
se mueven dentro de él. Los coches han trazado, con sus ruedas, paralelas en la
superficie blanca. El ruido de una máquina quitanieves, que pasa por la calle
de abajo, estremece la casa y araña el empedrado. Pared con pared oigo las
voces de dos niños que juegan y suben y bajan escaleras de madera al trote.
Los
canelones quedaron aceptables, pero siempre eran mejores los que me hacía mi
madre. Brindo por ella, en donde esté. En mi corazón.
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Cristine Pizan de Facebook