DIARIO DE UN ESCRITOR
Arán, 8 de febrero de 2013
Nieva,
lo que ya no es ninguna novedad sino una rutina. La novedad sería que no
nevara. Nieva tanto que ya la nieve se me empieza a meter en los huesos. Y el
pueblo, sepultado por esa capa blanca que crece sin parar, cubre sus calles,
empieza a llegar a las puertas de las casas, parece muerto, sin nadie por las
calles, todos metidos en sus casas, alrededor de un fuego que no debe apagarse.
Nieva tanto que uno no tiene más remedio que habituarse al frío, que la sopa
cuesta de calentar, que los leños de la chimenea arden con parsimonia. Con este
tiempo ducharse es un acto de valentía. Pero soy valiente casi todos los días,
salvo alguno. Hoy creo que estoy siendo cobarde y no encuentro el momento de
ponerme bajo el agua. A veces, para sacarse el frío, nada como salir afuera,
dar un paseo, sufrir esa temperatura de cinco, seis o siete bajo cero del
exterior durante un buen rato, y regresar a casa: sientes calor, entonces, al
llegar.
Mi
almacén de leña, que yo creía ingente, que estaba convencido me iba a durar
meses, mengua, así es que cuando termine tendré que quemar la casa para
calentarme.
Nieva
tanto que uno se queda entumecido, que no se despega del calor de la chimenea y
se queda uno embobado mirando el zigzagueo de las llamas y tiene la tentación
de meterse allí dentro, y arder un poco. Y en ese rito de mirar el fuego,
adorarlo, uno retrocede a sus orígenes, cuando éramos peludos, vivíamos en
oscuras cuevas y el fuego era un tesoro que no debería apagarse. En busca del fuego es la película
adecuada para estos momentos. Quizá debería haberme ido, como hice el pasado
año, a La Graciosa, esa isla canaria a la que debo novela en donde la
temperatura se veinte veces la que aquí hace. Pero ya es tarde. La nieve
bloquea el Valle, lo asedia, y dicen que seguirá nevando por los siglos de los
siglos, hasta que el pueblo desaparezca y las montañas se conviertan en llanura,
hasta que todos los habitantes con convirtamos en esculturas de hielo. De
momento un racimo de afilados carámbanos cuelgan de mi tejado y de mi balcón.
Hace
dos días vi el sol. Fue suficiente. Dos horas. Entraba en el salón comedor y me
hizo compañía. Lo disfruté luego, caminando a cero grados, por los alrededores
de Baqueira. Dos horas entre ciento y algo en que ha estado ausente.
Ayer,
para calentarme, hice una corta excursión a una cabaña que no dista más de
quinientos metros del pueblo y está encaramada a un pequeño cerro, en un claro
de un bosque. Estrené este año, porque la nieve era abundante y no estaba
prensada, era como una esponja blanda en la que te hundías irremediablemente,
las raquetas, después de sudar lo mío para ajustarlas a las botas y no
perderlas por el camino. Subí lentamente una trocha, borrado por la nieve, que
nace al otro extremo de ese prado inmenso, ahora blanco, en el que los caballos
del pueblo hociquean buscando un trozo de hierba helada cuando no tienen
bastante con el pienso que les traen a diario y llena el pesebre que todos
ellos comparten amigablemente. Caminaba con lentitud montaña arriba, por un
camino empinado, y era como hacerlo por una duna. La nieve se iba helando
alrededor de la bota, formando una costra que, curiosamente, me protegía el pie
del frío, era como un pequeño iglú. El camino llegaba hasta un río y luego la
pendiente era mucho más pronunciada y hube de utilizar el cayado que siempre me
acompaña en las excursiones. La nieve que iba hollando era virgen, salvo un
tramo en el que las huellas gigantescas de mis raquetas, que se hundían en la
nieve, coincidieron con las de un ciervo que había pasado por el camino y había
salido de él para deslizarse ladera abajo hacia el río que corría por el fondo
del nevado barranco y rompía con su rumor el silencio del bosque. Entre las
ramas, un grajo me saludó. Sigo, y no salgo, del cuadro Cazadores de invierno en que se ha convertido mi vida desde hace
meses. Tozudo, aguijoneado por mi yo insensato, hundiéndome en la nieve, seguí
aquella trocha hasta que alcancé la casa. Iba andando a cámara lenta, metiendo
y sacando las piernas de la nieve, vigilando que la raqueta no quedara en ella
hundida. Allí, en el pequeño prado que circundaba la solitaria y deshabitada
casa (siempre la he visto cerrada, hasta en verano), la nieve era tan abundante
que me hundía hasta la rodilla, así es que la prudencia, el yo sensato, venció
al insensato que me quería hacer desaparecer bajo metros de esa capa blanca y
esponjosa, y desanduve lo andado, siguiendo mis propias pisadas en la nieve,
hasta llegar de nuevo a la civilización.
Dicen
que mañana nevará. Y que lo hará pasado. Y al otro. Y al otro. Leo, escribo,
fumo en pipa, me froto las manos, tomo sopa, me sueno las narices y, cuando no
puedo más, me bajo al garaje, que está a dos grados positivos (siete grados en
el salón; once grados en la zona de habitaciones; diez grados en la buhardilla
en la que trabajo: me gusta tomar la temperatura de la casa) y la emprendo a
hachazos con un grueso tronco que recolecté en el año 2011 y reservaba para
emergencias. Y ahora estoy en plena emergencia.
Ya no
hay cervezas a la una del mediodía, buscando ese rayo de sol inexistente en mi
mesa que está cubierta con dos palmos de nieve o más, ni diarios, salvo cuando
me hagan falta para prender el fuego de la chimenea, ni charlas con El camarero que lee a Thomas Mann, sino
nieve. Nieve que cubre las sepulturas de mármol del pueblo, nieve que cae sobre
los gorros de lana de los niños de la escuela cuando acaban sus clases, y nieve
que soportan los caballos en sus lomos, las gallinas en sus plumas, yo en mi
capucha cuando salgo a la calle porque se me acabó el azúcar, hoy dentro de
unos minutos, antes de que oscurezca. Nieve que ciega con su blancura e
hipnotiza engullendo lentamente un paisaje, devorando rocas, árboles,
soterrando ríos que suenan bajo su helada superficie. Nieve que cube las ventanas de la casa, sus
tejados, hasta que se desliza por la pendiente y cae con estruendo a la calle.
Observando
la nieve me dan ganas de ver unas cuantas películas. La cosa, por ejemplo. El
resplandor, otra. El juramento. Aflicción de Paul Schraeder. Doctor Zhivago, que ya vimos. Un ciclo
de películas que podría proyectarse en un festival de cine de invierno de
Vielha.
Los
copos vuelan por el aire, con pasos de ballet, al ritmo de un silencio que los
pequeños aludes que caen de los tejados rompen.
Bárcenas
no está en el Valle, ni se le espera este fin de semana. Quizá le estén
adecuando una lujosa suite en Carabanchel.
Me armé,
al fin, de valor y salí a la calle cuando ya anochecía y seguía nevando copos
gruesos, de esos que parecen flotar como plumas en el aire. Faltaba azúcar para
las rosquillas que me había propuesto hacer para el desayuno de mañana.
Chapoteando en una nieve, que todavía no se había helado, fui a ver a mi
panadera. Me pasó el parte meteorológico que nunca falla: mañana tregua,
pasajera, sin sol; pasado vuelve la nieve.
Volviendo
a mi casa me encontré a El camarero que
leía a Thomas Mann. Salió del bar a saludarme cuando me vio cruzar la plaza
a cámara lenta por los patinazos. Hablamos un rato, a la intemperie, como dos
chicarrones del norte, mientras la nieve
caía sobre nuestras cabezas, más sobre la suya que sobre la mía. No nos veíamos
desde finales del año pasado. Le dije que me decepcionaba verle con manga larga
y tan abrigado. Él se echó a reír. Tiene una nueva profesión, según me contó.
Rueda por nieve virgen, cada día, cuando se levanta a las cinco de la mañana
(me entra frío pensando en la hora) para ir a su nuevo trabajo en Baqueira. Hace
de quitanieves accidental con su coche, pues los de verdad empiezan a trabajar
a partir de las seis de la mañana. Me dice que yo no lo haría. Está al tanto de
mi pánico al hielo. Pues no, no lo haría, y menos a las cinco de la mañana.
Alguna ventaja tiene doblarle la edad. Ésa, y para de contar.
De
regreso a casa, para entrar en calor, conseguí partir ese grueso tronco cosecha
2011 que destinaba para emergencias. Tres días he tardado en conseguirlo, pero
a las ocho y media de la noche, más o menos, una serie de precisos hachazos consiguió
fragmentarlo en seis trozos ideales para la chimenea. Me duró, al fuego, lo que
la tertulia del Canal 24 horas, que nunca suelo perderme cuando no compro el
diario, y la visión de Los señores del
acero de Paul Verhoven, simpática película de aventuras serie B rodada en España,
que me puse en mi DVD a continuación.
Como siempre sucede cuando uno ve una película que ya ha visto
anteriormente, me llamó la atención una escena en concreto, muy provocativa:
los dos enamorados (Jennifer Jason Leight y Tom Burlinson), con cara de
embobados, comen la raíz de una mandrágora que crece bajo dos ahorcados
putrefactos que se balancean de un árbol, planta que dicen crece y se riega por
la eyaculación de los ejecutados en la horca que mueren teniendo un orgasmo.
Pues bien, lo juro, no creo que fuera una visión, porque había tomado ningún ácido ni fumado ningún
porro: la raíz de la mandrágora era un muñecote antropomórfico con aspecto de
Jordi Pujol, padre, que no hay que confundirlo con su hijo, presunto evasor de
billetes de 500 euros a Andorra, país catalán por excelencia. Y me acordé de la
fijación del director holandés por el expresidente de la Generalitat, que
emergía años después del estómago de Arnold Schwarzenegger en ese parto
extrañísimo de Desafío total. Tiene
mucho juego cinematográfico el expresident
(Yoda en La guerra de las galaxias, siguiendo
George Lukas el consejo del director de
Instinto básico) y habría que preguntar a Verhoven por esa estrambótica
fijación.
Antes
de irme a dormir, miré los velux, y no vi nada, salvo nieve, porque sigue
nevando, para variar. Y me abracé en la
cama, sí, me abracé a mí mismo, en posición fetal, cubriéndome con la sábana,
manta y colcha la cabeza y colocando los pies sobre la bolsa de agua caliente.
Mientras me dormía a las tres de la madrugada (antes había estado reescribiendo
una y otra vez esa novela de terror africana que me hace entrar en calor por su
ubicación) pensaba en las dos horas que le quedaban a El camarero que leía a Thomas Mann para salir de la cama y enfrentarse
a la carretera nevada y helada.
Quien
suba a verme que lleve cadenas, además de leña.
Comentarios
Cristine Pizán de Facebook
Literaturalizas de muerte ¡¡ ;)
M.
Tenemos pendiente un encuentro cuando no haya nieve, (a mí tampoco me gusta el hielo) con cánticos en una iglesia, buena tertulia literaria y nutritiva olla aranesa (¿o era otra cosa?).
Yo pedía un libro a cambio, pero supongo que tú mejor prefieres que te traigamos un tronco. Ya nos dirás.
No tengo manera de contactarte para hablar de otros asuntos literarios, de los que ya insinué alguna cosa con un mejillón en la mano, y que me gustaría hacer de manera más seria y privada. Puedes ver lo que hacemos en www.obradordhistories.cat mi ong (en minúsculas) personal. También puedes contactarme en: info@obradordhistories.cat
Muchos besos y un caluroso abrazo
Carme Ripoll