LITERATURA / UN DÍA SIN TERESA, DE RICARDO G. MANRIQUE
UN DÍA SIN TERESA
Ricardo G. Manrique
Nueva York no es una ciudad, es un estado de ánimo,
del mismo modo que la ciudad de los rascacielos no es Estados Unidos, es el
mundo. La vitalidad de ese monstruo vertical seduce a toda clase de artistas
que recalan en ese exceso urbanístico que jamás descansa y que de forma tan
magistral retrataran Martín Scorsese en Taxi driver o Woody
Allen en Manhattan, por ejemplo, con visiones contrapuestas. La
ciudad mítica por donde su mueve Dom de Lillo, Tom Wolfe, Paul
Auster o el fantasma de Hubert Selby. Así es que Un día sin
Teresa tiene ya mucho ganado al estar ambientada en esa ciudad, o mucho
perdido si se tratara de una impostura de aprovechar simplemente del aura que
desprende.
Nos bajamos en el Battery Park,
en la parte sur de Manhattan, y fuimos hasta el World Trade Center para subir a
las torres y mirar el panorama. Sí, yo también me acuerdo de dónde estaba y qué
hacía el día en que derribaron las torres gemelas.
Primera incursión en la novelística de un profesor de
filosofía y lo hace de manos de una de esas editoriales literarias, Piel de
Zapa, que eligen con mucho tino lo que se publica en ellas. Así es que el libro
de Ricardo G. Manrique (Soria, 1965) es literatura por cuanto en él hay
indagación, experimentación y emoción entre líneas: vida.
Hay varias formas de captar al lector y el soriano
lo hace por la vía más compleja, por no ponerle fácil el texto sino todo lo
contrario, retorcerlo de modo que entrar en sus líneas suponga un esfuerzo que
luego tendrá su recompensa si la impaciencia no le hace desistir. Si cada libro
tiene su música, este puede parecer dodecafónico sin serlo.
Retenías
la información y el alivio con esa inocente cara tuya y los datos fluían con
cuentagotas, pues a la playa, con una amiga holandesa, se lo había prometido,
no la voy a dejar tirada, ah bueno, una disculpa prometedora, así que volverás,
pues claro tonto; y el viernes me desperté dándole a la rueda del zippo y las
sábanas oliendo a gasolina, la casa caliente, la mañana inútil, la corteza
sentimental ya sublevada y tú con no sé quién en la playa, de quien nunca más
se supo.
Nueva York como desencadenante de una regresión
amorosa. La ciudad de ciudades rezuma cine y literatura en cada una de sus
esquinas. La mítica megalópolis de los rascacielos como escenario de una novela
de amor sobre la ausencia de un personaje, Teresa (¿Marsé?), alrededor de la
que pivota una narración sentimental.
Una reflexión política pertinente, ideológica, sobre
los males de la izquierda para situar al protagonista narrador: ...más lo de
Stalin, y no sólo Stalin, era el mal al servicio supuesto del bien o de la
justicia, o de la Causa, con lo que el daño que ese mal causó fue por ello
mucho más duradero y contaminante, porque fueron los propios ideales, esta vez
sí los nuestros, los que quedaron maltrechos, el traidor no era Solsenitzyn
sino ellos, los que organizaron el Gulag y convirtieron la vida de tantos
millones en una pesadilla.
No lo pone fácil el narrador protagonista que
imagina uno como trasunto del propio Ricardo G. Manrique. Salta del
presente al pasado de forma constante; obvia, con buen tino, la cronología de
los acontecimientos para no darnos un texto masticado; bascula entre Nueva
York, París, Madrid y Barcelona; utiliza una fraseado a veces árido en el que
cuesta entrar. Recuerdos, paseos, combates amorosos, digresiones sociales,
apuntes culturales, estampas de una ciudad mítica se suceden en 350 páginas, en
las que el diálogo se ausenta o éste se integra en la narración, que el lector
no puede leer a la ligera. El autor se
centra en la construcción interior de sus personajes, lo que de verdad importa,
en una novela intimista más reflexiva que narrativa.
Liturgia del
amor. Del acto amoroso. Sexo y vino. Erotismo exquisito dentro de un ceremonial
preciso. Me pasó la botella con una sonrisa, a mí que seguía de pie fumando
en el mismo silencio en el que ella se desnudaba y se perfumaba y que rompió
para pedirme que dejara de fumar y que bebiese con ella y luego de ella, y bebí
y me acerqué con la botella en la mano, besé sus labios, se la pasé, bebió,
derramó otro poco más entre los dos, ahora ya pegados, y bebí el vino de sus
pezones y de su vientre y de sus muslos firmes con más devoción con la que
ningún cura bebió nunca la sangre de Cristo y sobre su cuerpo recé y me
consagré a él para siempre.
Del encadenamiento constante de las frases, de las
que apenas las comas imponen un respiro, un terreno textual tan sorpresivo y
valiente como sugerente, brota este Un día sin Teresa, rara avis
literaria muy a tener en cuenta en el secano cultural de nuestro país en el que
es cada vez más difícil encontrar trigo entre tantísima paja.
...ya
podíamos mirarnos y decirnos eso, por fin solos, y por primera vez en la
jornada rozar nuestros dedos y con ese gesto tan humilde y tan deseado
declararnos mutua propiedad, y los dedos acariciaban y los labios y las lenguas
besaban y los ojos brillaban en la oscuridad junto con los cigarrillos que
ardían, y entonces era que estábamos sentados en el coche con las ventanillas
abiertas, sobre el acantilado, y nos quedábamos quietos y callados y oíamos el
mar invisible y la brisa nos mecía. Lirismo.
Un día sin Teresa es radiografía del amor huyendo de la cursilería y
de la modernidad, un experimento literario entre Juan Marsé y Marguerite Duras con gotas de Enrique Vila-Matas y la ciudad que nunca duerme de fondo.
EL RASTRO DEL LOBO (Traspiés, 2017)
Aribert Ferdinand Heim, conocido como el Carnicero
de Mauthausen o Doctor Muerte, fue uno de los mayores criminales de guerra
nazis, que, como su colega el doctor Mengele, burló la acción de la justicia.
Joachim Schoöck, un policía de Stuttgart, dedica casi toda su vida a seguir el
rastro de ese lobo solitario, implacable y de una crueldad extrema (la obsesión
de Heim era establecer los límites del dolor físico) que dejó falsas pistas por
medio mundo, murió muchas veces, y renació otras tantas, y tuvo una infinidad
de identidades ayudado por los miembros de Odessa.
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