SOCIEDAD /DOCTOR MUERTE
Doctor Muerte
Un viejo amigo lleva aconsejándome
desde hace algún tiempo que me urge una visita al psiquiatra. Le rebato diciéndole
que yo soy mi propio psiquiatra desde que empecé a escribir, que la escritura,
en sí misma, es una excelente terapia. La preocupación de ese buen amigo viene
dada porque los protagonistas de mis novelas
suelen ser psicópatas en su mayoría. Bien, le digo, puede que tengas razón, pero
es una forma que tengo de circunscribir el mal a la ficción, y no soy el único
que lo hace.
Después de haber escrito un libro
sobre Vlad el Empalador, El hijo del
diablo, uno de los más sanguinarios tiranos que ha dado la historia (héroe
para los rumanos, bestia feroz para los turcos cuyo avance detuvo en Europa),
me centro en un personaje de leyenda que pasó a la historia con el sobrenombre
de Dr. Muere. Semejante oxímoron (se supone que un médico está precisamente
para evitar la muerte de sus pacientes) corresponde a uno de los personajes más
siniestros del régimen nazi, el doctor Aribert Ferdinand Heim, el médico de Mauthausen.
Confieso sentir una morbosa fascinación
por tan execrable asesino en serie cuya obsesión en los campos de trabajo (los
presos eran exterminados por medio de un trabajo extenuante), por los que dejó
su siniestro rastro de muerte, fue investigar los límites del dolor y coleccionar
cráneos con dentadura perfecta. Solía apuntillar a sus víctimas, después de un rosario
de torturas, con una inyección de benceno en el corazón, lo que hizo que los
numerosos presos españoles que pasaron por Mauthausen, en un rasgo de humor
negro, lo apodaran El Banderillero.
Lo realmente literario de esa
bestia sedienta de sangre, cuyo aspecto físico era el de un elegante galán de
la UFA que podía seducir a cualquier mujer desde sus casi dos metros de altura,
y que me movió a escribir este thriller, fue su peripecia vital cuando fue
descubierto de forma casual por una de sus víctimas que acudió como paciente a
su consulta médica. A partir de ese momento Heim se desdobla en una infinidad
de personajes, se deja ver por los confines más apartados, juega al gato y al ratón
con la policía de medio mundo y los servicios secretos israelíes, que quieren
cazarlo como a Eychmann, se escabulle una y otra vez, busca refugio en las dictaduras
fascistas latinoamericanas, a las que aporta sus métodos de interrogación, y acaba
convirtiéndose al Islam con el fin de desconcertar a sus perseguidores.
Las atrocidades cometidas por
Ariber Ferdinand Heim pueden equipararse al sanguinario asesino en serie y
sicario de la Mafia estadounidense Richard Kuklinski. Las supera con creces, en
realidad: Kuklinski mataba sin torturar. La novela sobre Heim acaba de salir
con el nombre de El rastro del lobo;
la de Kuklinski deberá esperar. A mi
amigo preocupado le digo que permanezca tranquilo: ya mato tanto en la ficción
que no necesito matar en el mundo real a no ser que ficción y realidad se
crucen en algún momento de mi vida, que todo puede suceder.
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