LITERATURA / UNA TARDE CON JUAN MARSÉ
UNA TARDE
CON JUAN
MARSÉ
Durante 15 años colaboré en
la revista Playboy. Además de relatos, artículos y reportajes, publiqué unas cuantas entrevistas.
La de Juan Marsé fue muy especial una vez apagué la grabadora. Nos explayamos
hablando de los colegios franquistas, los cines de nuestra infancia, las aventis que nos
habían marcado, de todo ese territorio de la infancia que, pese a la diferencia
generacional, nos unía. Juan Marsé formó parte del jurado que premió mi novela “Pubis
de vello rojo” con la Sonrisa Vertical. No se ha ido porque ahí está con sus
excelentes libros que forman parte de nuestro legado literario. Además de buen
escritor, de los mejores, era un tipo con principios y jamás se cortó. No
escribirá más. Aquí tienen la entrevista, tal como se publicó, y las fotos que
la acompañaron con una excepción, mi única foto con él con motivo del premio La
Sonrisa Vertical.
Marsé es tal como uno se lo imagina leyéndole:
afable, sencillo, entrañable y nada divo. Su nombre aparece en todos los libros
de texto y sus novelas son objeto de estudio en medio mundo, pero él no parece
darle ninguna importancia al peso que tiene en nuestra literatura. Me abre la
puerta de su casa en compañía de su perro, un apacible labrador muy distinto
del pobre Chispas de su novela, y pasamos a su soleado estudio. Los retratos,
que se hacen un hueco entre los montones de libros desordenados, trazan un
itinerario sentimental de Marsé: la portada de un Por Favor, con la redacción
en pleno - Vázquez Montalbán, Perich, el propio Marsé, magullados, con los
brazos en cabestrillo y parches en los ojos, como si sobrevivieran a una guerra
-, fotos de sus nietos, Barral en Calafell, una gran foto de Stevenson... Se
sienta en un sillón, tras intercambiar libros y dedicatorias, y se rompe el
hielo cuando descubre que hemos sido vecinos, sin saberlo, del barrio de Gracia
- él vivía en Martí esquina Escorial, yo en Escorial esquina San Luis, a unos
cientos de metros - y hemos frecuentado
los mismos cines de barrio - el Delicias, el Roxy, el Máximo, el Chile, el
Rovira, etc. - hoy desaparecidos, resucitados en sus libros. Mira con cierto
escepticismo a la grabadora que se pone en marcha. “No sé si diré algo que
tenga mucho sentido. Llevo tantos días hablando ya del libro”.
Siete años has
tardado en alumbrar su novela número 11. ¿Cómo fue su gestación?
¿Cuáles fueron
los pasos que tuviste que dar hasta conseguir la versión definitiva de “Rabos
de lagartija”? ¿La tuviste que reescribir muchas veces?
Yo hago bastantes versiones de algunos capítulos; de
algún capítulo he llegado a hacer doce o catorce versiones, de otros ninguna,
pero dos o tres versiones no me las quita nadie.
Existe, a lo
largo de toda tu trayectoria narrativa, una fijación por un mismo paisaje, el
Guinardó y Gracia, y una época, la posguerra. Eso ¿por qué es así? ¿Porque
otras épocas no te interesan?
No, la verdad es que no me lo planteo, es que ese es
mi mundo, no sabría explicarlo de otra manera. Tampoco es que me circunscriba
necesariamente al año 45, que es cuando tenía doce años, no. Ese es un mundo
que para mí es suficiente, por decirlo de alguna manera, tengo todo el material,
todas las facetas diversas que pueden componer una ficción literaria. Tengo los
personajes, las situaciones, los recuerdos...Lo que pasa es que no es una
crónica fidedigna de todo lo que me pasó en la infancia, en la adolescencia y
en la juventud, ni muchísimo menos. Hay un porcentaje elevadísimo de invención,
yo diría que un 80 por ciento es inventado. Es como una escenografía, el tiempo
detenido, el tiempo de la ficción, éste me es suficiente, me basta, me
interesa.
Una de las
originalidades de “Rabos de lagartija” es su punto de vista narrativo, el que
sea una historia narrada por un nonato desde el vientre de su madre, La
Pelirroja. ¿Cómo se te ocurrió y qué función tiene?
Bueno, yo lo que quería, eso lo tenía yo muy presente
cuando empecé el libro, era contar la historia de un tiempo detenido, ese
tiempo que me recuerda mucho la noción del tiempo cuando eres un niño, de que
el tiempo se ha detenido, de que no transcurre, de que la vida será siempre así
y que todo está pasando como en presente, y en realidad el futuro no existe
para un niño, es una especie de entelequia. No existe la muerte, y no existe el
futuro. Entonces yo tenía el deseo de conseguir un tiempo parado, de contar la
historia como si las cosas acabaran de ocurrir, en el mismo momento. Pero no
tenía claro, desde un principio, que el narrador iba a ser el nonato. Después
supongo que el proceso debió de ser un poco así, que debí pensar que, bueno, quién mejor que
él, desde el vientre de la madre - porque lo que si tenía claro era que la
Pelirroja costurera, su madre, estaba embarazada de cuatro o cinco meses y que
la historia transcurriría en el verano del 45 -, con la que tenía incluso una
comunicación cordial, en el sentido de corazón a corazón, pero cuidándome mucho
de caer en ese sentimentalismo de... qué diría yo, de eso, de los corazones, y
evitando que el corazón apareciese, incluso en el título, que era una
tentación. Algunas veces los editores me han hablado de que los títulos que
incluyen la palabra corazón se venden automáticamente. Eso es algo que deben
saber muy bien Antonio Gala y otros autores. En fin, yo estaba lejos de eso,
pero sí sopesaba la posibilidad de contar la historia a través del feto, que
está allí y que lo vive todo tan de cerca. La dificultad estaba en hacerlo
creíble, suponer que el lector está dispuesto a aceptar una convención.
Me parece muy
logrado. El lector enseguida acepta esta convención sin ninguna dificultad. Resulta natural, nada
forzado.
Si te siguen, bien;
si te ponen pegas desde un principio, pues no. Tampoco es ninguna idea
original, ya sabes tú que hay antecedentes célebre como el de Sterne y una
novela de Carlos Fuentes, “San Cristóbal nonato”, así es que tampoco he
inventado nada, y tampoco quería ser muy riguroso en eso, muy exhaustivo, el
estar recordando a cada página al lector que le estaba hablando un feto.
El mundo de
Marsé gira siempre alrededor de los perdedores, de la gente humilde que sufrió
la posguerra después de la derrota a manos del franquismo. ¿Te resulta eso más
fascinante desde el punto de vista literario que el ofrecernos historias de
triunfadores?
Bueno, es que será seguramente porque ese es el mundo
que yo conozco. Yo no me planteo conscientemente: ahora voy a escribir otra
novela de perdedores. Simplemente me pongo a describir, me pongo a pensar y a
barajar imágenes y recuerdos que tienen que ver con esa época y con esa gente.
Me tocó el lado de los perdedores y entonces será por eso. Hombre, también
podría decir que en el fondo me resultan más atractivos desde el punto de vista
humanístico y literario. Creo que el triunfo y el éxito son espejismos, son un
fraude.
Sorprende el
cariño y la ternura con que tratas a tus personajes. El lector, cuando lee tus
novelas, creo que se enamora tanto de ellos como su autor, y los llega a
ver. Una de las cosas que más me ha
gustado es como tratas al inspector
Galván, que no puede disimular su enamoramiento por la mujer que vigila, la
Pelirroja. Es un amor platónico y muy respetuoso, exquisito, de caballero, y
eso que es del otro bando.
Es que me parecía muy fácil convertirlo en un cabrón.
Primero, que no deseaba de ningún modo eso, no iba con la historia, no se
trataba de eso. Se puede ser, si se quiere, muy cruel en el desempeño del
trabajo, y supongo que lo eran, pero bueno, cada uno tiene su vida, y éste es
un hombre que en el fondo es solitario, viudo, tiene una hija que estudia en un
colegio de monjas y se enamora de esta mujer, y la caballerosidad y la
gentileza no tienen que estar reñidas con una persona que tenga una vena muy cruel, como en algún
momento se demuestra. Pero es que, aparte de eso, hay otros personajes que sí
son ciertamente casi crueles de una pieza como el ex-legionario, el guardia urbano
que viola a un niño. Los personajes principales, sí; las mujeres, también, pero
no es solo en esta novela, yo creo que en todas mis novelas - eso lo ha
señalado algún crítico - hay como una mayor comprensión y respeto por los
personajes femeninos que por los masculinos; está en “La oscura historia de la
prima Montse”, en “Ultimas tardes con Teresa”, en “Un día volveré”, pero no
sabría decir por qué.
El padre es
una presencia espectral, siempre ausente, fugado, que tiene comunicaciones
fantásticas con su hijo David.
Para David el padre es como un aparecido, está
fugado, está ausente. Pero es un tema recurrente, que ya está en mi primera
novela, “Encerrados con un solo juguete”, y
en la última, en “El embrujo de Shanghái”. Siempre hay un padre ausente,
que era una de las marcas, yo recuerdo, de la postguerra, uno de los símbolos.
Siempre tenía algún amigo cuyo padre estaba exiliado o bien muerto.
Tus personajes
están sólidamente trazados, no hay contradicción en ellos. ¿Cómo consigues ese
dominio perfecto sobre ellos, que no se contradigan en ningunos de los aspectos
de sus caracteres, de sus rasgos personales, de sus emociones, hasta del habla?
Procuro hacerlos ver, procuro que el lector los vea
moviéndose, prefiero que los vea y por eso les invento hasta, casi te diría,
una manera de andar, de gesticulación, un tipo de comportamiento físico, para que el lector los vea, en vez de decir
cómo son, en vez de explicar su psicología. El retrato psicológico del
personaje no me interesa, a mí me gusta que el lector lo vaya deduciendo de
cómo actúa. Es algo que hice también en prensa, en “Señores y señoras”, que
empecé publicando en Por Favor y seguí en El País. Eran unos retratos
fisiológicos, pero también retrataban la personalidad en cuestión. Sí, me gusta
describir los personajes. El que considero que es necesario, el que pienso que
puede ayudar al lector, porque esa descripción
le puede decir algo de su persona, o bien que haga avanzar la acción,
que sirva para algo, no gratuitamente. Me gusta decir algo a través de esa
descripción, del mismo modo que una descripción de un paisaje, de una zona
urbana, o de una habitación me interesa siempre y cuando también aporte algo
que haga avanzar la acción, que le diga algo nuevo al lector acerca del tema.
Desde un punto
de vista literario siempre se ha dicho que tu prosa no se nota. Y es cierto. No
es nada ampulosa, pero es brillante en descripciones, es bella y efectiva.
¿Tienes que trabajar mucho el lenguaje para conseguir ese efecto de
transparencia y esa aparente sencillez?
Justamente, para que no se note que ha sido muy
trabajada, la he tenido que trabajar mucho. Parece una paradoja, pero es así de
sencillo. Me gusta una prosa transparente, lo más transparente posible. La
prosa es eficaz en lo que me propongo, que es que el lector me siga, es decir, crear
una tensión en el texto, por decirlo así, una tensión interior que consiste en
ir al grano directamente deteniéndome allí donde creo que hay que detenerse, a
veces incluso con algún arrebato lírico, los menos posibles, y de los cuales
casi siempre me suelo arrepentir después, y suprimo muchos de ellos con el fin
de que el lector esté atrapado por lo que le estoy contando y no se pare a
pensar qué bien escrito está. Tú me dices que te parece bien escrito; lo que me
gusta es que sea una deducción final, no
que intercepte el relato, que a cada página el lector no esté tentado de decir:
“Hombre, este tío, qué bien escribe”. En consecuencia nunca me ha gustado ese
tipo de prosa fulgurante, de tan brillante y extraordinaria que exige del
lector continuamente un elogio. Hay una cosa que le oído decir a Luis Landero
en alguna parte acerca de Kafka con la que estoy absolutamente de acuerdo: “La
señal del talento de Kafka consiste en que su prosa no anuncia ese talento: lo
contiene”. Que no dices: ¡Ostras, cómo
escribe este tío! Está dentro y lo piensas luego, te das cuenta después.
Otra de tus
virtudes es su oído para los diálogos, que son divertidos y tiernos a la vez.
Mientras se lee la novela el lector prácticamente ve hablar a los personajes,
como si los tuviera delante, de lo naturales que llegan a ser todos sus
diálogos, incluidos los que tiene David con su hermano nonato en el vientre de
la Pelirroja. ¿Eso es que escuchas mucho el lenguaje de la calle? Parecen todos
muy naturales, muy frescos.
Bueno, sí,
procuro que no sean nada literarios, simplemente coloquiales, el habla
de la calle, que no sé si lo consigo, tengo dudas. Por ejemplo, y es una
curiosidad, un crítico me señalaba que se utilizan cantidad de vocablos que no
se conocían en la época, y puede que tenga razón, como por ejemplo la palabra capullo, que
suele decir David, y que según el crítico en cuestión en los años 40 no
existía. Luego lo he pensado y puede que tenga razón, lo que ocurre es que me
importa poco, la verdad. Hay otros que sí, son muy de época, como afecto o desafecto al régimen, que se decía mucho, fulano
es afecto, o es adicto,
también se decía, y otras, pero no me
propongo una precisión milimétrica en ese sentido con respecto al lenguaje, y,
como he dicho antes, del mismo modo que no me propongo que brille, tampoco
pretendo escribir un castellano lo que se dice correctísimo, entre otras cosas
porque no voy a pretender escribir un castellano como el que se habla en
Valladolid porque no es el que se habla aquí; aquí se habla un castellano
contaminado por el catalán, y al revés.
He metido cantidad de palabrejas, como me ha señalado ese crítico que me
ha repasado, como parada por puesto de venta, que es una catalanada
como una casa, pero no me importa. Otra es ginesta, que me parece que se llama retama en
castellano, pero yo siempre pongo ginesta, pero es que no pretendo escribir
como Miguel Delibes, porque no sabría.
Hay algún
escritor, concretamente creo que García Márquez, que dice que sufre horrores
cuando escribe una novela, que es como un martirio. ¿Le ocurre lo mismo a Juan
Marsé?
Bueno, hay momentos duros, que se producen casi
siempre al principio, porque entonces nada de lo que hago me gusta. Las
primeras versiones están muy lejos de la idea que yo tengo de la novela. Los
personajes se mueven y hacen lo que yo tengo previsto, pero no lo hacen de la
manera que me gustaría. No me sale. Entonces, esta fase, la fase primera, mi
primer borrador, es dura, hay que tener mucha paciencia, hay que trabajarla,
hay que romper mucho y reescribir, y volver a intentarlo, etc., en mi caso por
falta, yo creo, de talento natural que algunos escritores tienen y otros no
tienen. Pero después, en cuanto tengo el primer borrador consistente, en el que
está todo, de principio a fin, aunque un poco caótico todavía, con pasajes que
sobran y otros que sé que tendré que volver a escribir, o yo lo veo así,
entonces yo no diría que lo paso mal.
El cine,
principalmente el Delicias, es el territorio mágico en donde estos chavales,
con una existencias llenas de penurias, se evaden. El cine, en aquellos años,
ejercía una magia que no ejerce ahora.
Hoy en día eso ya no ocurre, porque tienen muchas más oportunidades a
través de la televisión, del mercado del ocio que se le ofrece a la juventud y
a los adolescentes, que abarca un territorio infinito. En aquella época sólo
existía el cine y la radio, y los tebeos y las novelas de quiosco. El cine era
importantísimo, como los tebeos, las novelas baratas de los quioscos,
subcultura, y lo digo sin menosprecio, que conformó la personalidad de
muchísimos chavales de la época. Afortunadamente el cine entonces era, en mi
opinión, infinitamente mejor que el de ahora, mucho más complejo en
significados, en los mismos diálogos, por ejemplo; ya no hablemos de la mitología
que encerraba, a través del western, a través del cine negro, cosa que hoy
en día ya ha desaparecido, no hay nadie que haga películas del Oeste, ni
películas de gánsteres, ni películas de
terror, las que llamábamos de miedo. Bueno, todo ese mundo era la ventana
abierta a otra cosa, a otra vida, porque hay que hacerse la idea un poco de
cómo era la vida en Barcelona en esa época, en los cuarenta y cincuenta, de
gris y de aplastada y atufada, sin ningún horizonte, y entonces la imaginación
se desplegaba a través del cine de barrio. De eso tengo una experiencia muy
viva y muy positiva.
Te colgaron un
sambenito de escritor social con el que creo que no estás usted muy de acuerdo.
Toda novela de alguna manera es veraz, aunque sea en
un porcentaje, en el sentido de que refleja una realidad, por muy fantasiosa
que sea, por muy embustera que sea, que diga alguna verdad sobre el país que
vive uno, sobre la sociedad que le rodea,
sobre lo que corresponde a la crónica ciudadana, pues es social quiera o
no. Se ha dicho mucho, por ejemplo, de “Ultimas tardes con Teresa”, que era un
ataque a la burguesía. ¡Lejos de mí! La burguesía catalana me la trae floja
desde el punto novelesco y, sobre todo, si quieren hacer la crónica de la
burguesía catalana, que la haga un autor que pertenezca a la burguesía
catalana, que la conocerá mejor que yo, que me limité a reflejar un poco el
mundo de Teresa, gente de pela que se supone está bien situada
sociológicamente y pertenece a la burguesía, pero lo que quería contar eran los
amores de un murciano con una senyoreta de la burguesía catalana.
¿Qué sensación
tienes cuando el libro está terminado y empiezas a verlo en las librerías?
Una especie de alivio por un lado, porque al fin
terminé eso que en algunos momentos creía que no podría, creí que el libro
podría conmigo cuando tuve la segunda operación de bypass, pero por otro lado te coge casi un
estado de desvalimiento, de ya no llevar conmigo en la cabeza todo esos
personajes que me hacían mucha compañía.
¿De niño eras
un buen lector?
Mucho, sí, leía mucho, pero estuve muchos años
leyendo literatura de quiosco. Leí desde Julio Verne a Salgari, Conan Doyle,
que eso ya es notable. “Las aventuras de Sherlock Holmes”, por ejemplo, son
extraordinarias, pero las palabras mayores serían “La isla del tesoro” de
Stevenson, incluso “Dr. Jekyll y Mr. Hyde”, que la leía de jovencito y es una
grandiosa novela. Y luego las novelas del XIX, junto con los rusos y los
franceses, es decir junto con Tolstoi y Dostoievski, Chejov, Stendhal,
Flaubert, Balzac, Guy de Maupassant, etc., todo eso vino después, vino a los 16
o 17 años. También muchos novelistas que estaban de moda entonces, que después
fueron olvidados muy injustamente, como Stefan Zweig, Somerset Maugham, Lajos Zilahy.
Por último ¿Qué es lo que te motiva a
escribir? ¿Por qué escribir?
Podría contestar que porque no sé hacer otra cosa,
pero claro, está clarísimo que no hemos venido a este mundo a escribir, porque
creo que a este mundo uno ha venido a intentar ser feliz, cosa que cuesta tanto
que uno se dedica a otra cosa. No sabría encontrar explicación. Me gusta hablar
de un intento de relacionarme con una vaga idea del placer estético. Eso, por
placer.
Dejamos
algunas cosas en el tintero, como la política cultural de la Generalitat, la
posición del escritor que escribe en castellano en Cataluña o su mítica
enemistad con Baltasar Porcel. No hay tiempo, y además hay que sacar a pasear
al perro. Escruto una vez más el rostro jovial de Marsé, antes de despedirme,
mientras trato de recordar si lo he visto en la platea de esos cines que ya no
existen viendo películas que ya no se hacen.
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