LITERATURA / LA CAJA DE LOS TRUENOS DE JUAN MARSÉ
Desde
el más allá, en donde esté ese genial chico de barrio que nos dejó en el
fatídico 2020, y además un 18 de julio (él, que se había convertido en el
relator de las miserias de la posguerra y el franquismo), el autor de Últimas
tardes con Teresa se suelta la lengua en esos diarios y anotaciones que
dejó a título póstumo para que se publicaran. Así es que Lumen ha recopilado al
Juan Marsé más ácido, el de los últimos tiempos, el que se sentía ninguneado en
una Cataluña oficial que no le reconocía como catalán por escribir en el idioma
de Cervantes (una calle y una plaza ya, señora Ada Colau, que veo que sí la
tiene en Alicante); el que estaba harto de una vida con sus sesiones diarias de
diálisis (el día de la marmota) y un corazón disminuido; el que se había secado
literariamente hablando después de habernos regalado un puñado de obras
maestras y haber ganado el premio Cervantes, y esos papeles llenos de rabia e
improperios de diverso calado se recopilan con el sugerente título Notas
para unas memorias que nunca escribiré.
En esos
textos reunidos cargados de morbo, que se venderán como churros, está el Juan
Marsé más vitriólico que carga contra ese sueño irreal de la independencia de
Cataluña (Estoy cansado de ser catalán), pero también contra una España
que no le gusta, contra sus políticos mediocres y corruptos, contra el grupo
Planeta (a pesar del braguetazo de La muchacha de las bragas de oro),
del que se divorció después del escándalo de la premiación de María de la Pau
Janer y tilda de peligro cultural, y contra un montón de colegas suyos a
los que mete en un saco sin cortarse ni un pelo, vivos o muertos, como Baltasar
Porcel, Camilo José Cela, Francisco Umbral, Juan Manuel de Prada, Javier Marías,
Carlos Ruiz Zafón, a los que llama campanudos, impostados, pringados,
insolventes, ensotanados o mediocres, entre otras lindezas. Es un Juan Marsé
rabioso y nihilista que se va de la vida haciendo ruido y despotricando y que
solo reconoce una patria, la de su infancia del Guinardó, y es un Juan Marsé
furioso consigo mismo por las limitaciones a que le someten esos malditos años
que pesan y en los que uno ya solo vive de los recuerdos y con pastillas y está
mortalmente aburrido de la vida y tiene ganas de marchar.
Tuve la
inmensa fortuna de tratarlo en dos ocasiones. La primera vez, de forma muy
circunstancial y breve, como miembro del jurado del premio La Sonrisa Vertical
que obtuve con Pubis de vello rojo: un hola, enhorabuena y adiós. La
segunda vez, seis años más tarde, en una entrevista que le hice para la revista
Playboy al hilo de la publicación de una de sus mejores novelas, Rabos de
lagartija, y después de las preguntas de rigor, con la grabadora cerrada,
dejé de ser el entrevistador y él el entrevistado y compartimos los recuerdos
de todos aquellos cines de barrio, ya cerrados, que formaron parte de nuestro
imaginario sentimental; rememoramos todas aquellas películas que nos hicieron
soñar con aventis, parafraseando al gran maestro de las letras; hablamos
de sus retratos carnales (Marsé era prodigioso en describir físicamente a sus
personajes); sus colaboraciones en las revistas Por favor y Muchas
gracias junto a Manuel Vázquez Montalbán sorteando la censura franquista;
sus desavenencias con los directores de las películas inspiradas en sus novelas
(las detestaba todas y era especialmente vitriólico con Vicente Aranda), en una
larga conversación que se extendió hasta la hora de la cena.
De su
generación, la del 50, formada por Jaime Gil de Biedma, Carlos Barral, Juan
García Hortelano, Manuel Vázquez Montalbán, Juan Goytisolo, Ángel González,
Carmen Martín Gaite y Terenci Moix, de la que solo queda vivo Eduardo
Mendoza, el escritor barcelonés de raíces proletarias (como Manuel Vázquez
Montalbán, pero este las camuflaba bajo la patina de intelectual) era una
anomalía. Juan Marsé, el aprendiz de joyero, el hijo adoptado, el militante
comunista por una corta temporada, el obrero antiintelectual entre los pijos de
la gauche divine que frecuentaban la discoteca Bocaccio (de cuya revista
fue colaborador, como de Playboy),
retrató como pocos la vida de barrio, el Guinardó de su infancia grabado
a fuego en su corazón; la sima entre clases (ese Pijoaparte del Carmelo que
seduce, pese a la grasa en las uñas de los dedos, a la burguesita Teresa en su
novela más emblemática); las ensoñaciones de los niños y adolescentes a través
del cine y sus aventis; la felicidad que reinaba en los barrios pobres
de Barcelona en donde los niños se pasaban las horas jugando en la calle a las
canicas; el despertar a la sexualidad de los adolescentes, entre otros muchos
temas, en una serie de novelas en las que contaba sus vivencias y con las que
el lector podía hacerse una foto fidedigna del autor, porque en ellas estaban
el niño, el adolescente, el adulto y el desencantado que era Juan Marsé.
Su
última novela publicada, que leí sin entusiasmo, Esa puta tan distinguida,
no estaba a la altura del autor de Si te dicen que caí, era casi una
serie de exabruptos vertidos con un dudoso sentido del humor y cargas de
profundidad demasiado toscas contra el independentismo y algunos de sus
apóstoles visibles. Imagino que el propio Juan Marsé se dio cuenta de que se
estaba secando, decidió no escribir ninguna novela más y ahí empezó a morir,
del mismo modo que empezó a morir, muchos años antes, mi buen amigo Francisco
González Ledesma cuando me confesó que su cabeza ya era incapaz de controlar
las historias que se le ocurrían, que cada página que escribía era una ristra
insoportable de gazapos. Empiezo a sentirme desleído, desencuadernado y
descatalogado, reconoció con amargura Juan Marsé en 2018.
El Juan
Marsé escritor murió cuatro años antes que se detuviera su corazón en su
cuerpo, en 2016, pero grita desde ultratumba su rabioso inconformismo, no le
acalla la muerte, se muestra, bajo tierra, tan políticamente incorrecto, sin
pelos en la lengua, como fue siempre ese chico de barrio rebelde y ácrata a
quien echamos tanto de menos, irrepetible, símbolo de una época sepia de la que
nos queda sus libros. “Cuidado, que puedo levantarme”, podría haber escrito en
su tumba como epitafio.
Mi último libro MALDITOS AMORES (Bohodón Ediciones, 2021), 47 relatos que giran en torno al amor y el deseo entreverados de ternura, romanticismo, erotismo y humor.
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