CINE / EL HOMBRE DEL NORTE, DE ROBERT EGGERS
Que el
medioevo era una época terrible con muchas más sombras que luces ya lo advirtió
el provocador Paul Verhoeven en Los señores del acero hace casi cuarenta
años: sin derechos humanos por el medio, se saqueaba, asesinaba, incendiaba y
violaba lo que hiciera falta. A esa Edad Media oscura, irracional y violenta,
un claro retroceso de la civilización que, como contraste, dio a luz un
Renacimiento luminoso y humanístico, apela El
hombre del Norte.
Con solo
dos películas en su haber, La bruja: una
leyenda de Nueva Inglaterra (2015) y la expresionista El faro (2019), protagonizada por Willem Defoe, los estudios ponen en manos de Robert Eggers (New Hampshire, 1983) un presupuesto multimillonario
para que ponga en pie una película de vikingos no apta para todos los públicos.
El hombre del Norte es una
experiencia invasiva (se mete dentro, aunque no quieras) que dura más de dos
horas en las que el espectador no puede apartar la vista de la pantalla.
Testosterona sin complejos a cargo de machos alfa, sangre, cuchilladas y, literalmente, vísceras que brotan como
largos gusanos de vientres desgarrados, para contar una épica historia de
vikingos en la apartada y bellísima Islandia (de la que Robert Eggers saca muy poco partido, por cierto, más allá de una
cascada, una playa volcánica y el plano dron de un glaciar) que nada tiene que
ver con la mítica Los vikingos de Richard Fleischer protagonizada por Kirk Douglas y Ernest Borgnine y recorrida por el humor además de por la acción. Robert Eggers desciende a lo sucio y lo
telúrico para contarnos este drama shakesperiano que tiene como centro la
venganza y se sitúa en la oscura época del siglo X en donde los reyes eran
jefes de tribu que se imponían sobre sus súbditos a base de una combinación
eficaz de fuerza bruta y astucia que incluía el asesinato de parientes.
Un
joven Amleth (Bill Skarsgárd), sí,
como el personaje shakesperiano pero convenientemente alterada la grafía de
modo que la H queda al final del nombre, contempla como su padre, el rey
Horvendill (Ethan Hawke), es
asesinado por su tío Fjölnir (Claes Bang)
para usurparle el trono y casarse con su madre la reina Gudrun (Nicole Kidman). Muchos años más tarde,
convertido en feroz, despiadado y sanguinario guerrero, Amleth (con el potente
físico de culturista del actor sueco Alexander
Skarsgárd), viaja a Islandia para encontrar a su tío y saciar su sed de
venganza que ni el amor de la eslava Olga (Anya
Taylor-Joy), a la que conoce como esclava, logra apagar.
Paganismo,
brujería, incorrección política (ese beso en los labios entre madre e hijo que
podría dar lugar a una dinastía incestuosa) y un discurso narrativo que, entre
tanta sangre y alaridos, mete con fórceps cierta lírica, hacen de esta película
una curiosidad nada despreciable que quizá sirva para educar a un público de
palomitas que va a encontrarse en la gran pantalla con algo muy diferente a los
héroes de Marvel. Si Ridley Scott
fracasó estrepitosamente en lo comercial con una de sus mejores películas, El último duelo (más seca y brutal que El hombre del Norte), Robert Eggers parece haber
manufacturado un blockbuster multimillonario que sacie las apetencias de gran
espectáculo audiovisual (el audio es atronador y aconsejo tapones de cera para
aguantar las dos horas de metraje sin que los tímpanos resulten seriamente
dañados) y también de los amantes del cine, porque en esta historia primitiva
de luchas salvajes, crueldad extrema y efusión de sangre, el espectador atento
puede encontrar ecos de otras muchas películas que sin duda el director vio y
homenajea.
De Juego de tronos, está su intríngulis
dinástica y luchas por el poder en las que todo está permitido. De El señor de los anillos, su vertiente
mágica y fantástica (la lucha con el gigante que se convierte en polvo). Del Andrei Roublev de Andréi Tarkovski, esa escena orgiástica en el bosque a medianoche
en la que los amantes se encuentran y copulan bajo un cielo estrellado como
homenaje a la naturaleza, filmado en un blanco y negro nocturno. De Conan el bárbaro, su tratamiento de
cómic fantástico y el aspecto físico del personaje central que luce melena,
cinta y musculación hiperbólica, y también el hilo argumental (niño que ve cómo
matan a su padre y vive para vengarse). De Ven
y mira de Elem Klimov, esos
aldeanos, niños incluidos, que son abrasados vivos dentro de una gran cabaña,
como hacían los nazis en Bielorrusia. De El
Dorado de Carlos Saura, la
brutal y traicionera estocada con la que Amleth atraviesa el estómago del
durmiente Thorir (Gustav Lindh). De
la serie Vikingos, sin duda una de
las aproximaciones más realistas al tema, su violencia sin complejos (el
protagonista rompe dos tabúes al respecto: mata a una mujer y a un niño) y el
realismo sucio que impregna toda la película. Del Ingmar Bergman de El
manantial de la doncella, esa austera ambientación medieval de los hogares
en la que se desenvuelven los protagonistas de la historia. De ciertos westerns
de frontera, ese asalto de los hombres con piel de lobo a la empalizada en los
inicios del film. Del Excalibur de John Boorman, ese duelo final a las
puertas del infierno sobre ese fondo rojo de magma volcánico con los
contendientes convertidos en brillantes siluetas, y también de Mujeres enamoradas de Ken Russell, porque los guerreros
luchan desnudos, como lo hacían Oliver
Reed y Alan Bates en esa icónica
película. Y como curiosidad, notas del inquietante diyeridú, esa enorme
trompeta de los aborígenes australianos, como banda sonora de las escenas más
lisérgicas de la película, las de brujería, protagonizadas por Heimir (Willem Dafoe) y la bruja eslava (Bjork).
Experiencia
hipnótica, sin duda, la de El hombre del
Norte, porque Robert Eggers no
te permite que separes los ojos de la pantalla, no te da tregua ni para digerir
lo que estás viendo; film comparable al Macbeth
del británico Justin Kurzel
protagonizado por Michael Fassbender,
en cromatismo, hiperbolismo sangriento y épica, que nos traslada al
primitivismo de una época en donde los conflictos se dirimían mediante la
fuerza bruta, como ahora más o menos. Amleth, sin duda, es un personaje turbio,
un héroe más animal que humano (no se inmuta cuando los suyos prenden fuego a
hombres mujeres y niños en una de las aldeas conquistadas; asesina a traición;
aúlla como lobo salvaje) que rompe tabúes de corrección política en el cine
made in Hollywood del que nace: puede que se trate de un globo sonda para
posteriores entregas o formas de hacer cine.
La taquilla manda.
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