LITERATURA / EL CLUB DEL TIGRE BLANCO, DE DOLORS FERNÁNDEZ
Andamos huérfanos de literatura rompedora e iconoclasta en unos tiempos en los que todo el mundo tiene la piel muy fina y algunos escritores (por fortuna no todos) se la tienen que coger con papel de fumar a la hora de escribir. Estamos en un mundo tan desnortado que algunos talibanes de la izquierda podrían ir de la mano de la ultraderecha en según qué cuestiones. Esa Internacional Censoril, que incluye a los que abogan por lo políticamente correcto, no sé qué le habrían dicho a Vladimir Nabokov tras escribir Lolita o a Nagisha Oshima tras filmar El imperio de los sentidos. El espíritu libertario y rompedor de todas las convenciones que supuso el estallido del mayo de 68 se ha ido diluyendo en la pila bautismal de los meapilas. El coño de El origen del mundo de Gustave Courbet no puede ser ya portada de ningún libro, las revistas eróticas han desaparecido y lo mismo sucedió con las colecciones literarias eróticas que tenían algunas prestigiosas editoriales que pasaron a mejor vida. La pornografía de Internet, esos vídeos de cópula entre mamíferos de dos patas, es otra historia, más cercana a la zoología. Enseñar una teta, o una polla, supone herir la sensibilidad del multimillonario Zukerberg al mismo tiempo que los talibanes de cierta izquierda, que mi amigo el Filósofo Rojo tacha de Arco Iris, lo señalarían como cosificación del cuerpo. Velázquez, Rubens, Tiziano, Goya, Miguel Ángel, Modigliani, Egon Schiele fueron también grandes cosificadores del cuerpo humano. A Dios gracias.
Toda
esta perorata, oportuna, viene a raíz de hablar de la primera novela, que no será la
última, de Dolors Fernández,
escritora cosecha del 68 (ese año, y el siguiente, dieron fantásticas añadas)
que parece reivindicar su año de nacimiento, y todo lo que conlleva, con un
libro tan divertido y provocativo como literario. El club del tigre blanco me ha llevado, mientras me
adentraba en sus páginas, al espíritu
de los surrealistas franceses, a La
historia del ojo de Georges Bataille
o Las once mil vergas de Guillaume Apollinaire, los últimos
grandes transgresores literarios, y también a la novela picaresca del Siglo de
Oro, porque por entre sus líneas pulula un ejército de pillos de diversa calaña
y sexo.
Surge
la novela de un viaje a Tailandia (país muy literario en el que el escritor
puede inspirarse si no se ahoga en su propio sudor) y todo gira en torno a la
posesión de un potente afrodisíaco que se obtiene de los testículos del tigre
blanco, especie felina en desaparición. El sexo lo lubrica todo en
Bangkok, solo hace falta descubrir su punto G. Una verdad innegable que los que hayan estado
en esa ciudad pueden corroborar. Describe la autora el caos de una ciudad que se ama y odia al mismo
tiempo porque no te da respiro para reflexionar fríamente sobre ella: Solía
mirar hacia arriba, y durante algunos segundos me concentraba en el reto de
cables que recubría los edificios. Y la sorprendente forma combada que
dibujaban en el aire, suspendidos entre fachadas. Y de ahí, nuevo salto al
vacío. La responsabilidad era de las compañías de suministro eléctrico y telefónico,
modernos trapecistas en busca de puntos de apoyo.
Bangkok es una
ciudad que engulle al viajero pese a ser tan ruidosa como mugrienta, Oriente
posee tal poder de fascinación hacia el occidental que éste se queda prendado
hasta de lo más feo y cutre que recubre con una patina de exotismo que, fotografiado, queda como una bonita postal: Mientras
nos conducían por un montón de pasillos descoloridos que terminaban en otro
montón de puertas desconchadas, pensé en lo fácil que sería perderse allí. Y
cuándo creías que ya habías llegado, atravesadas un cuarto, al final del cual
te aguardaba otra puerta igual de cochambrosa, que desembocaba en algún patio
mugriento.
Entre
polvos mercenarios, espectáculos eróticos con plátanos que desaparecen en
vaginas y persecuciones entre mafiosos deseosos de hacerse con esa valiosa
sustancia afrodisíaca, transcurre esta novela protagonizada por Azucena, una
turista accidental, Packpao, una prostituta contorsionista de la Patpong Road,
la calle de la perdición sexual de Bangkok (Packpao, sonriente, con su
cabello negro, su moño alto, sus facciones aniñadas. Sus pechos, tan ligeros
como los de una muñeca thai, bastaban para estimular mi imaginación y mi pene
no tardaba en desperezarse. Era el comienzo. La pequeña Packpao, que sabía
controlar mis reacciones involuntarias, se entretenía en mi vientre, en las
ingles. Para entonces mi erección era brutal. Solo era capaz de sentir que
aquel órgano era el más mío que nunca, y que ese era un verdadero lugar en el
mundo... ), un
tal Crocodrile, no Cocodrile ni Cocodrilo
Dundee, con aspecto de repugnante lagarto, un Fantasma de la Ópera, un
tailandés diminuto llamado Pip y unos malayos violentos. El club del tigre blanco (Gaspar & Rimbau, 2020) es una novela
coral cuyos personajes estrambóticos e hiperbólicos cuentan su historia a su
manera y Dolors Fernández juega
hábilmente con los distintos ángulos narrativos, las voces, uno de los puntos fuertes de la novela.
Abundan las descripciones para
situar al lector en ese dulce infierno que es Tailandia, con referencia a los
olores fuertes y a su rica gastronomía picante que invade las calles porque en la calle es donde se vive. Soi Cowboy es
como cualquier otra calle estrecha de Bangkok, solo que aquí las aceras están
flanqueadas de clubes y de chicas en ropa interior en puestos de comida en
donde se asan mazorcas o pinchos de carne, y se cuece arroz pegajoso. Y el sexo es omnipresente en la novela como en la ciudad,
porque ningún relato que tenga lugar en ella puede prescindir de él:
No podía moverme porque el malayo me sujetaba con fuerza por las caderas. Mi
cuerpo menudo en sus manos era un maniquí sin voluntad, y él entraba y salía, palpitante,
caliente, igual que una espada al rojo vivo.
Dice en
su autobiografía Dolors Fernández
que creció, además de entre lecturas de Jack
London y Julio Verne, entre
cómics. Se nota. La novela tiene muchas veces textura de historieta alocada y
el erotismo, mucho, explícito, como tiene que ser, de los cómics transgresores,
porque la autora es partidaria del verbo mostrar frente al insinuar de la banda
de los de lo políticamente correcto: Por debajo del bikini emergía en toda su
redondez la verdadera fuente de la vida, generosa y turgente. Luego le bajó la
braga y empezó a lamerle el coño. Maki y yo tuvimos una erección de caballo. A
medida que la de blanco empezaba a gemir, nuestras pollas reclamaban lo suyo,
más tiesas que el mástil de un barco pirata. Fue como el cibersexo pero en
directo. Cuando la de blanco se corrió, yo me corrí a la vez. Sin mediar
manipulación. Cosas que pasan.
Abundan, también, las referencias
culturales, los guiños cinematográficos (Pulp fiction) pero también los literarios: Tanto Dickens, Shakespeare y Poe, entre otros
muchos, me han dejado demasiadas secuelas. Y toda esta ensalada literaria salpimentada con un humor
irreverente que estalla desde la primera página, y ese, el del humor, es un
género aún más arriesgado que el erótico.
Comentarios