CINE / PACIFICTION, DE ALBERT SERRA
No sé si ustedes recuerdan, porque quizá sean
muy jóvenes, Rebelión a bordo, una de
mis películas de cabecera que habré visto docenas de veces, en donde la
tripulación de la Bounty, y el propio director de la película Lewis Milestone,
se recrea en ese paraíso luminoso que era entonces Tahiti, la Polinesia, cuando
no estaba contaminado porque pocos occidentales lo habían pisado. Bien es
verdad que los amotinados de la Bounty convirtieron la isla en la que se
refugiaron, la de Pitcairn, porque no figuraba en los mapas y la posibilidad de
que los encontrara el almirantazgo para colgarlos era mínima, en un absoluto
infierno (aún hoy se llevan a matar los descendientes de los marinos
amotinados). El paraíso ha desaparecido, pero el hombre, esa termita
destructora, todavía no ha conseguido arrasar la gigantesca belleza de esas
crestas picudas verde esmeraldas o esas playas sembradas de cocoteros y bañadas
por el mar calmo gracias a la muralla coralina.
Albert Serra, uno de los realizadores más
inclasificables e imaginativos que ha dado nuestro cine, un outsider en toda
regla que crea para sí mismo sin importarle si
el espectador le va a acompañar en su experiencia cinematográfica,
aterriza en un Tahití crepuscular, extraordinariamente retratado en imágenes de
una belleza impagable gracias a la fotografía sobresaliente de Artur Tort, para
hablarnos de esa decadencia que asola el paraíso. La excusa argumental, que es
eso, excusa, es la sospecha de que Francia planea otra explosión atómica en la
Polinesia y por eso ha desplazado un misterioso submarino del que sale de
cuando en cuando su tripulación para divertirse en una sala de fiestas llamada
Paradise regentada por un tal Morton (un Sergi López silente que no dice una
sola palabra) en donde un grupo de bailarines ensaya una danza étnica. Para
mediar entre la población de la isla, que está inquieta y al borde de un
estallido social, y los ocultos designios de los franceses, el Alto Comisario
de la República De Roller (un Benoit Magimel sencillamente extraordinario), una
especie de americano impasible de Graham Greene, traje blanco incluido, intenta
averiguar lo que va a suceder y calma los ánimos de los lugareños y de los
empresarios franceses que ven peligrar sus negocios.
Durante casi tres horas de proyección la
cámara sigue a los personajes de la película, capta sus más íntimas
expresiones, espía sus conversaciones, sin que haya nada sustancial que suceda
más allá de las idas y venidas de De Roller, sus charlas con los jefes tribales
de las islas, sus vuelos en avión, sus paseos nocturnos por el mar tratando de
descubrir ese misterioso submarino fantasma, su relación con Shannah (Pahoa
Mahagafanau), un mahu, hombre que viste y actúa como mujer muy común en la
cultura polinesia, que siempre lo acompaña en sus desplazamientos como
secretaria particular, sus conversaciones infructuosas con el almirante (Marc
Susini) al que le pide que diga a sus chicos que dejen de machacar a las
nativas (cada noche, una misteriosa barca parte de la playa y lleva muchachas
al submarino y no se sabe si regresan todas). Entre líneas difusas, Pacifiction envía dardos envenenados al
colonialismo francés, a los políticos (“La política es una discoteca. Está
fuera de tiempo”) que gobiernan esas islas sencillamente por la indolencia de
sus pacientes habitantes.
Sin que suceda nada relevante, y no me pregunten cómo lo consigue el provocativo e iconoclasta Albert Serra, la atmósfera de la película se va enrareciendo al mismo tiempo que se hace opresiva, la luz declina, la luminosidad de las imágenes vira hacia la oscuridad nocturna extraordinariamente retratada y captada hasta en sus más leves sonidos y el film avanza hacia ese final catárquico y asombroso en donde reina el azul oscuro que homogeniza la pantalla y la lluvia se estrella contra el parabrisas del Mercedes de ese protagonista de blanco impoluto y flema británica.
Pacifiction es pura sensualidad, ya que está rodada para los sentidos (las
extraordinarias imágenes del oleaje furioso batiendo la muralla de coral; esa
escena en la que De Roller recibe la lluvia con los brazos abiertos en un
estadio iluminado), coquetea con el surrealismo (el número musical que se marca
el almirante y sus marineros, una hipérbole que remite directamente a David
Lynch; el DJ masculino de pechos siliconados que pone música New Age en la sala
de fiestas Paradise; el obeso mórbido que ciñe con sus manos el cuello de una
chica al borde de una piscina) y detención del tiempo (este deja de existir en
cuanto el espectador se sumerge en la película y no le importa la morosidad de
sus secuencias).
Albert Serra consigue mediante un prodigioso
juego calidoscópico de imágenes impecables y sonidos sugerentes un film
crepuscular, sexualmente ambiguo, que remite a Querelle de Rainer Werner Fassbinder, y absolutamente hipnótico, algo que solo había conseguido Lars
Von Trier en Europa, David Lynch en toda su filmografía, Luis Buñuel en su etapa
surrealista o Bigas Luna en sus películas oscuras. El espectador no está
mirando desde el patio de butacas sino que está allí, salta al otro lado, a la
pantalla, como mudo testigo y dejándose llevar por un vaivén de sensaciones que
remite al movimiento de las olas.
La película termina con una secuencia grotesca: el almirante interpretado por el diminuto Marc Susini lanza un panegírico patriota glosando la potencia nuclear de Francia mientras regresa con sus marinos al submarino. Se impone la masculinidad militar frente a la ambigüedad sexual que reina en la isla y esa tripulación, al contrario de la de la Bounty, no se va a rebelar.
Subyugante, desconcertante, magistral y valiente forma de hacer cine la de Albert Serra.
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