CINE / CARLOS SAURA NO CUMPLE CIEN AÑOS
O sí. Porque seguramente este maño universal, como ese otro que fue Buñuel, será recordado por los tiempos de los tiempos, sus películas estudiadas y disfrutadas por futuras generaciones. O eso espero.
Cada uno, imagino, tiene sus Sauras
particulares. Aunque vi, en su momento, Los golfos y Llanto por un bandido, fue con La
caza, titulo coincidente con uno de los filmes más redondos de Arthur Penn
porque a la censura no le gustó el de La
caza del conejo (¡qué mal pensados eran los censores!) cuando me noqueó el
director oscense. Árida, hasta quemar la piel del espectador gracias a su
fotografía y con cuatro personajes poco empáticos interpretados por cuatro actores en estado de gracia (Alfredo Mayo, Emilio Gutiérrez Caba, Ismael Merlo y José María Prada) podría inscribirse perfectamente en
lo que ahora se denomina rural noir con un crescendo que terminaba con esa explosión de violencia seca, como el
paisaje yermo en donde se desarrollaba.
Confieso que no entré jamás en esa etapa
críptica que el director desarrolló a continuación con una serie de películas
alegóricas que cimentaron su carrera cinematográfica y en las que casi siempre
estaba su musa y pareja de entonces Geraldine Chaplin y el productor Elías
Querejeta con el que formaban tándem.
Ni Peppermint frappé, ni Stress es tres, tres, La madriguera, El jardín de las delicias, Ana
y los lobos, La prima Angélica, Cría cuervos, Elisa vida mía o Mamá cumple
cien años, su frenética producción posterior desarrollada durante el
franquismo y contra la censura, dejaron en mí huella. Se dirimía entonces una
guerra sorda entre el cine mesetario (Carlos Saura, Mario Camus, Angelino
Fons...) y el afrancesado que se hacía en Cataluña con la Escuela de Barcelona
(Jorge Grau, Vicente Aranda, Gonzalo Suárez, Ricard Bofill, José María
Nunes...), y yo a aposté por este último.
No fue hasta que filmó en 1981 una de las
mejores películas del cine quinqui, Deprisa,
deprisa, con actores no profesionales, y alguno de ellos delincuente que
acabó tan mal como los personajes de la película, que me reconcilié con el
director. Al son de una banda sonora impagable de los Chunguitos y Paco de
Lucía, Carlos Saura se sumergía en el mundo marginal de esa juventud sin
futuro, atrapada por la heroína, que robaba coches, bancos y vivía al límite.
El film de Saura se abría paso, entonces, cuando en ese género reinaba Eloy de
la Iglesia y su cinematografía revulsiva, provocadora y deliberadamente cutre.
El director dio otra vuelta de tuerca a su
carrera y empezó a rodar documentales exquisitos como Carmen o El amor brujo en
los que brillaba la fotografía de Vittorio Storaro, que vi sin entusiasmo, para
sorprenderme de nuevo con esa crónica de la conquista de América que fue El Dorado, un film épico centrado en la
odisea enloquecida de Lope de Aguirre, que fue vapuleada por la crítica y el
público y a mí me pareció una de las mejores películas históricas del cine
patrio, superior a la que rodara Werner Herzog con el enloquecido Klaus Kinski
muchos años antes con la misma temática. En la película española, los
aborígenes americanos eran seres invisibles que disparaban sus dardos desde las
orillas de ese río maldito por el que navegaban los españoles en un trayecto
similar al de Apocalipse now de
Francis Ford Coppola, y los peores enemigos eran ellos mismos que se asesinaban
en luchas fratricidas.
En 1990 el director maño sorprendió a propios
y extraños ofreciendo un papel digno a Andrés Pajares en ¡Ay, Carmela!, en la que el cómico brillaba junto a Carmen Maura,
interpretando a una pareja de comediantes que trataban de sobrevivir a nuestra
incivil guerra, un drama que golpeaba al espectador con esa sorprendente
secuencia final que le ponía un nudo en la garganta. ¡Ay, Carmela! es, para el que esto escribe, una de las películas
que mejor refleja ese conflicto fratricida y el odio subyacente que todavía no
se ha apagado.
Carlos Saura me alegra con dos películas
negras (creo que era un género en el que se sentía muy cómodo), ¡Dispara!, con una Francesca Neri recién
salida de Las edades de Lulú, y
Antonio Banderas, un film seco y duro sobre una violación y la implacable
venganza que la víctima lleva a cabo, y Taxi,
una denuncia del fascismo a través de una trama que tenía como protagonistas a
un grupo de taxistas que daba palizas a inmigrantes, toxicómanos y homosexuales
en su cruzada por limpiar España.
Ni Goya
en Burdeos ni Buñuel y la mesa del
rey Salomón, sendos homenajes a sus admirados paisanos, me llegaron, sobre
todo la segunda, un ejercicio de surrealismo naif, pero sí ese regreso al
género negro que fue El séptimo día
sobre la tragedia de Puerto Hurraco en la que contó con unas interpretaciones
de lujo por parte de Juan Diego, Victoria Abril y José Luis Gómez, otra
incursión en el rural noir. Y a
partir de ese momentos el director se centró en el género documental
exclusivamente filmando óperas, obras teatrales, homenajes al flamenco, la
jota, el fado o la música de Argentina. No volvió a rodar ficción y hasta
prácticamente su último suspiro lo dedicó a su pasión cinematográfica con dos
documentales, 33 días, sobre los que tardó Pablo Picasso en pintar Guernica, y Las paredes hablan, sobre la importancia de la pintura desde el
arte rupestre a nuestros días.
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