LITERATURA / LAPSUS, DE SALVA ALEMANY
Pocas novelas hay que
conjuguen a la perfección todos sus elementos y en las que la forma y el fondo
se hallen tan imbricados que no chirríen en ningún momento. Salva Alemany
(Valencia, 1968), autor de las novelas La
suerte aún existe, Eire, Alacrán, y Una mirada perdida, lo consigue en Lapsus, una historia verídica tal cómo se dice en la contraportada:
Todos los hechos que se narran en esta
historia son ciertos, ocurrieron en el barrio de Nazaret, al sur de Valencia, y
causaron una conmoción enorme entre sus gentes. Los nombres de los personajes
se han cambiado para preservar su anonimato. No hay, pues, a lo largo de
sus más de trescientas páginas, ni la más mínima impostura, ni guiños al
lector, sino verdad pura y dura y una construcción perfecta (la arquitectura,
la arquitectura) de una trama en donde reina un sinfín de personajes (es una
novela coral) pero que de ni uno se olvida el autor. Es como esas buenas
películas del Hollywood clásico en la que para que brillaran los actores
principales también debían brillar los secundarios. Pues bien, la lista de
secundarios es extraordinaria, pero no los perdemos de vista porque Salva
Alemany los trata con cariño literario para que pervivan en nuestra memoria.
Y hay que hacer hincapié en
los personajes, uno de los principales hallazgos de Lapsus, porque todos parecen de carne y hueso, no se les pilla en
ningún renuncio, los ves, los tocas y los escuchas, como esa Marta, la
prostituta, dibujada a la perfección —Sus compañeras
las siguen llamando La Modelo, pero ahora no queda nada de aquella belleza
extraña, sus labios agrietados hace mucho que no susurran promesas y sus ojos
oscuros y hundidos son un espejo turbio en el que ya nadie quiere mirarse.—, una profesional del sexo independiente que ejerce su
oficio muy enamorada de su pareja —Marta no tiene chulo, va por
libre punto fue la primera en conquistar la rotonda y eso le confiere
determinados derechos.— y cuyo contrapunto es Canijo, un pobre hombre que sueña con ser
profesional del boxeo pero se dedica a negocios turbios, —Ella busca clientes por el barrio y por las rotondas, entre las huertas, donde sea. Canijo se busca la vida
por el puerto. Hace recados, trapichea de vez en cuando, vigila para los
gitanos, cualquier cosa que le proporcione unos euros.—. Y por las
paginas de la novela corretean personajes como El Ñapas, un sicario
despiadado y violento —Su historial es un rosario
de palizas, peleas, robos y detenciones, la mente del Ñapas es tan volátil como
un globo de helio. Impredecible, incontrolable. Alguien que no conoce el miedo,
pura inconsciencia.—, El Monsergas —El tío Miguel quiere hablar
contigo ahora punto y no te pongas tonto porque no tengo todo el día.—, Nico, Jairo, Marco Polo...
Salva Alemany domina las descripciones
físicas —Observa la piel renegrida de ese hombre, sus
zapatos lustrosos y puntiagudos, su pelo engominado, las patillas pobladas y
perfectamente recortadas, sus gruesos dedos rodeados por varios anillos de oro
que terminan en unos nudillos encallecidos.—, dosifica la violencia —Cuando está a
punto de levantarse nota un frío metálico en los riñones. No sabe qué ha
pasado. Se gira y ve el filo de la navaja que gotea sangre. Su sangre. Se toca
la cintura por detrás y la mano se le llena de algo viscoso y caliente. Un
nuevo cuchillazo le atraviesa un pulmón, trata de ponerse en pie y escupe
sangre.— y modula la acción que avanza en un imparable crescendo hasta sus
páginas finales sin que desfallezca nunca una trama perfectamente hilvanada.
La historia empieza en el
barrio de Nazaret, un barrio de pescadores al sur de Valencia que ya no tiene
mar —Nazaret es una
Comala donde los muertos se mezclan con los vivos, donde las voces de los que
ya no están conversan con aquellos que pelean sus pequeñas batallas diarias,
ajenos a lo que ocurre en la casa del vecino.— de una Valencia marginal y
pobre, tiene como característica exótica e inusual un personaje que es un cura
narco (haylos, y Salva Alemany lo fundamenta y es más, lo conoce, y de él sale
la novela) que se llama padre Damián y tiene una conducta y una moral algo laxa
para vestir sotana —El teléfono vuelve a sonar
con un mensaje. La chica llegará en un minuto. Nada de timbres ni de llamadas.
Tan solo una puerta que se abre, una sombra que entra para que el cielo y el
infierno se confundan entre el remordimiento y la perversión. —, y apetitos terrenales que
no siempre cuadran con su misión pastoral —Sigue mirando
el dinero, pensando en esa oportunidad que el Señor ha puesto en sus manos.
Porque sabe que es una oportunidad. También sabe que sus caminos son
inescrutables.—, se
traslada brevemente a Colombia en busca del enigmático El Ajedrecista, capo de
capos —En algunos
puntos se tienen que agachar para evitar las ramas más bajas, algunas aves
aletean con estruendo a su paso, se escuchan chillidos de lo que se supone son
monos y se imagina toda clase de ojos vigilándolos desde la espesura.—, enfrenta a varios clanes
entre sí a muerte, entre ellos el de los gitanos del Tío Miguel, y deriva hacia
el policial cuando una agente del grupo de narcóticos, Laura, uno de los
personajes más atractivos, al que el lector le coge verdadero cariño, se
infiltra en la organización delictiva como Estela, para desmantelarla, y
termina dudando de quién es realmente y con cual de sus dos roles se identifica
cuando se enamora del italiano elegante, seductor y mafioso que es Carlo, otro
de los personajes claves —A Carlo le gustaría tener
más tiempo, que ella pudiera entender algunas cosas, contarle cómo ha llegado
hasta ahí y por qué, pero sabe que no tienen tiempo.
En el epicentro de la
novela, la sustancia por la que viven y mueren los personajes de esta tragedia,
el lucrativo negocio del narcotráfico: El
narcotráfico es como cualquier otra actividad mercantil. Se rige por reglas muy
parecidas. Hay que tener en cuenta el equilibrio de la oferta y la demanda que
condicionará los precios, la calidad del producto, una correcta distribución,
buena planificación, una contabilidad adecuada. Detalla Salva Alemany como
funciona el negocio con la complicidad de policías corruptos: El sistema es sencillo. Lo normal es que uno
espere solo una recompensa económica por permitir el paso de la droga, un
soborno, pero cuando la propuesta consiste no solo en hacer la vista gorda,
sino en aparecer ante tus superiores marcándote un triunfo por incautar un
alijo, pocos dicen que no. Y ese es parte del trato. A cambio de dejar pasar
unos cuantos envíos, cada cierto tiempo al agente se le garantiza la
incautación de uno.
Lapsus
golpea y emociona, revuelve, horroriza
con la violencia de algunos de sus tramos —Y un hombre
dispuesto a morir es un hombre capaz de matar.—, te reconcilia con el
género humano en otros, humaniza a delincuentes —Prefiero que
me lleven tabaco a la cárcel que flores al cementerio—, que parecen condenados por
el destino a serlo y desean mejorar su estatus por caminos torcidos, y a
policías que no tienen las cosas muy claras y que vaya a servir para algo lo
que hacen —Tampoco importa a cuantos detengamos, hay
gente esperando su momento para relevarlos. Eso es lo más frustrante, que somos
tiritas para la rotura de una presa inmensa, imposible de contener.—, y se encariña con esa
ristra de perdedores que pueblan sus páginas —Maldito boxeo.
Muchas veces ha estado tentada de decirle que se deje de idioteces, que nunca
va a ser un boxeador profesional, que no tiene ni el cuerpo ni la cabeza para
ello, que deje de soñar con cosas absurdas que no van a suceder.—, pero, sobre todo, es una
muy buena novela que se lee rápido, con capítulos que no superan las tres
páginas y algunos hasta una, va al grano sin digresiones, como los
verdaderamente grandes de la literatura criminal, y avanza hasta un final que
deja sin aliento al lector que ha galopado por esas algo más de trescientas
páginas llenas de vida, amor y violencia atrapado por la trama y sus
personajes.
El dinero, el poder, el sexo, las drogas, el juego, las perversiones,
la envidia, el odio, la maldad. Eso es material del que estamos hechos, nos
guste o no, se
dice en la novela y es su conclusión demoledora, la razón última de un género,
el negro, que se resiste a las modas.
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