CINE / HARKA, DE LOTFY NATHAN
Harka es un ejemplo más de la pujanza del nuevo
cine que nos llega del Magreb tras esa maravilla que fue El caftán azul, aunque su director sea norteamericano y la película
se halle exactamente en las antípodas del bellísimo film de Maryan Touzani. Harka, coproducción tunecina, francesa,
alemana y estadounidense, es áspera,
una concatenación de fotogramas quemados por el sol y bañados por un
naturalismo extremo que nos habla de la miseria que anida al otro lado del Mediterráneo
y obliga a muchos de los que la padecen a hacer esa travesía que frecuentemente
acaba en el fondo del mar.
Alí (el
franco tunecino Adam Bessa) malvive vendiendo gasolina de contrabando en las
calles de la capital de Túnez, de la que tiene que deducir las constantes
mordidas a los policías que hacen la vista gorda, cuando no trabaja en una
obra. A veces tiene que ir hasta Libia, cruzando el desierto, para cargar el
combustible clandestino y arriesgarse a ser detenido. Cuando su hermano decide
irse a la costa a trabajar de camarero, él ha de hacerse cargo de sus hermanas
que van a ser desahuciadas de la casa paterna. Para el protagonista, en una
lucha contrarreloj para conseguir el dinero para detener el desalojo y contra
una burocracia que no entiende de sentimientos, todo se le tuerce y solo le
queda el estallido de esa rabia que lo consume por dentro.
Lotfy
Nathan (Nueva York, 1987) se adentra en la ficción, tras sus dos documentales
anteriores de raíz social, y construye este drama social a través de
primerísimos planos del rostro de su atormentando protagonista. La gradación
hacia el desespero y su infierno personal se imprime en el rostro de un actor
convincente en su papel sobre el que recae todo el peso de la película. Alí,
que malvive en una casa a medio construir, no tiene un respiro en su vida ni
más meta que intentar que sus hermanas no se vean en la calle, representa a esa
generación explotada, ninguneada y aplastada del mundo árabe que no consigue
salir de la miseria. Harka es una
película realista, de contenido social que hace referencia directamente a esa
revolución que precisamente estalló en Túnez, la primavera árabe, con ese
vendedor, Mohamed Bouazizi, que se autoinmoló a lo bonzo. Si algo hay que
reprochar en el film es precisamente ese final que ya parece escrito desde la
primera secuencia y se resuelve en una escena alegórica fuera de lugar que
chirría dentro del conjunto.
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