LITERATURA / TENTENUBLO, DE VÍCTOR CLAUDÍN
Víctor Claudín (Madrid,
1954), además de periodista de los de antes, con una extensa trayectoria tanto
en prensa escrita como en televisión, y dinamizador cultural en diversas
vertientes, las musicales entre otras, es un escritor que tiene publicados más
de veinte libros de no ficción entre compilaciones de relatos, como Contracuentos, y novelas como la muy
reciente Los demonios de Whitby en
donde hibridaba con indudable acierto el género de aventuras y el fantástico a
costa del capitán Cook. Fiel a su compromiso social, en los últimos años se ha
adentrado cada vez más en la novela negra por considerarlo territorio útil para
describir nuestra sociedad y para denunciarla, y sus últimos libros dentro del
género son Vis a Vis, Los
demonios andan sueltos, Perro de Luna
y Cosecha negra.
Tentenublo es mucho más que una novela de género, yo la calificaría de testimonial
y confesional entre otras cosas, porque
entre líneas se vislumbra mucho de lo vivido por el autor (regentaba por
la época la sala de fiestas Elígeme,
nombre rudolphniano, de Alan Rudolph,
un director de cine muy de moda en aquellos años), un viaje en el tiempo a la
noche madrileña de los años ochenta y noventa, los de la llamada movida, a través de cuyas páginas el
lector se adentra en las sombras de esas noches de alcohol, drogas —En un principio tomar coca y beber fue un signo de distinción, todo se
hacía en torno a una buena curda, los contratos, los reportajes, todo— y
sexo donde no había un mañana y se vivía un aquí y ahora eterno del que no
todos salían indemnes.
Construye la trama Víctor
Claudín a través de la relación entre dos amigos, Marcos y Rubén, y como sucede
en la emblemática película de Blake Edwards Días
de vino y rosas, el primero supo escapar a tiempo y el segundo quedó
atrapado en una tela de araña en donde la búsqueda continua del amor y sus
adicciones hacen que cometa determinados actos fatales le llevarán a un
callejón sin salida. Durante años fueron
inseparables, compartieron aventuras, se pasaron novietas, se esnifaron lo que
tuvieran al alcance de sus narices, se follaron putas consecutivamente, mearon
juntos vigilándose de reojo, vomitaron al unísono, se engañaron con filosofías
mundanas que aprendieron en el curso de madrugadas solitarias o de noches
fantásticas, repasaron el encuadre por hacer y negativos viejos.
Una ley no escrita de la
narración dice que hay que golpear al lector desde la primera frase, y Víctor
lo hace desde la primera línea con este inicio contundente: Me he cortado las venas. Hay, en la
novela, referencias explícitas a un autor argentino maldito que nos dejó a muy
temprana edad, Raúl Núñez, paradigma de perdedor nato que se parece mucho en su
deriva a ese Rubén de Tentenublo. La
muerte y la auto aniquilación están muy presentes en una narración que rebosa
sinceridad: Ignoraba hasta qué extremos
había enterrado tan a cal y canto en un mundo de sombras, de dolor, de
reiteración agotadora de idénticos hábitos nocivos, de callejones sin salida,
de pozos sin fondo, como para elegir el suicidio; en resumen, asumir la
decisión de auto aniquilación, por lo que cualquier alivio, sin duda, hubiera
sido esquivado, rechazado frontalmente, negando cualquier muestra de atención y
cariño.
Huye de la amabilidad el
autor a la hora de dibujar a sus protagonistas: Rubén Sanz era un asesino, y por supuesto un drogadicto, un putero, un
vicioso, un caníbal, un hijo de la grandísima puta. El afamado fotógrafo, el
reconocido profesor de filosofía era una tremenda mentira, un gran estafador. Describe
con la suficiente crudeza Víctor Claudín esas noches sin fin en donde se
consumía de todo y el alcohol se utilizaba para tragar pastillas: Rubén acababa de ligar con una mujer cargada
de velos y sortijas y maneras de altos vuelos y muy pintarrajeada y muy lasciva
y de muy pero que de muy buen ver si se la veía a las tres de la madrugada con
una botella en el coleto y una buena ingesta por las narices, como estaba
Rubén. Dibuja con precisión ese Madrid escenario de la movida con apuntes naturalistas: El ambiente a la altura de la Red de San Luis era turbio, cutre y
desagradable. Una expectante mezcolanza de blanco repulsivos, negros azabache,
putas estropajosas, españolitos de tres al cuarto en su papel de clientes de lo
que saliera, y yonkis famélicos a punto de desbaratarse sobre el asfalto, a los
que sumar algunos tipos llegados de la estratosfera. Utiliza, cuando
procede, un lenguaje seco, contundente, lapidario, con el que golpea al lector:
Olía a mierda. Olía cuerpos corruptos.
Olía a muerte prematura. Olía a sangre estancada.
Lleva en algunos momentos la
lectura de la novela de Víctor Claudín a una de las mejores novelas de Juan
Madrid, Días contados (coincide la
profesión de fotógrafo de Rubén) —Chicas bonitas
de menos de veinte años ofreciendo su destrozado cuerpo a desalmados que les
facilitan un poco de la droga calmante—, o a las novelas dolorosas del escritor
neoyorquino Hubert J. Selby, autor de Última
salida a Brooklyn y Réquiem por un
sueño: Rubén estaba caído sobre un
pequeño charco de sangre, contra la puerta, su cuerpo había quedado
distorsionado, igual que cuando un muñeco de trapo cayó al suelo, cada miembro
a su aire, la cabeza forzada a una postura asombrosa. Y la noche, esa noche
interminable que engulle, destruye, es como una enorme migala que teje sus
redes pegajosas para que nadie pueda escapar de su trampa mortal: Asumió el mal hábito de recorrer cada noche
los antros más cutres. Una afición que, si se le coge el gusto, te aprisiona y
no te suelta con facilidad. Vale como refugio solo que si se convierte en
habitual, carcome.
El fatalismo hermana la
novela negra y la tragedia griega, la predestinación de la que no pueden
escapar los protagonistas está muy presente en Tentenublo. Podemos decir que el protagonista es un perdedor que
casi se regocija por su vida desnortada y no concibe otra clase de existencia
que esa que le conduce directamente al abismo: No soy capaz de continuar viaje porque he perdido el destino, el
billete y hasta el tren. El aquí y ahora, un no hay futuro, lo devora por
sus propios excesos, es un caníbal de sí mismo: Se trata tan solo de divertirse, de pasar el rato, de subirse al tren
de la noche, al saxo de Coltrain, escalfados al punto de coca y alcohol.
También hay dolor emocional
provocado pos desengaños e infidelidades. Pese a todo, Rubén, en cierta forma,
tiene corazón, es un sentimental, no es de piedra siempre: La llaga provocaba por la ruptura con Cecilia estaba abierta en carne
viva y Rubén se moría otro poco cada vez, por ese dolor para el que no se
habían inventado analgésicos. Y sexo, mucho sexo adictivo y promiscuo, no
saber con quién se acostaban los protagonistas, copular por copular hasta la
extenuación, porque Tentenublo es una
novela de excesos pero al mismo tiempo realista, en la que nada chirría: Rubén se despertó y vio una mujer a su lado,
a otra mujer. Una mujer desnuda, caliente, roncando; entonces se dio cuenta de
que no era Cecilia ni la mujer con la que creyó haber hecho el amor. Tampoco
era Cristina, que no sabía dónde se había metido.
Lo inmediato, y verdaderamente duro, era quedarse sin un coño que
penetrar una noche, sin el gramo aliviador del final de una fiesta, reflexiona Rubén atrapado en
su propia espiral en su descenso a los infiernos. Asesinato continuado de la intimidad. Jeringuillas que arrastra el agua
de la lluvia, condones, gomas, ilusiones, reventones de un par de días
consecutivos, el sexo de 20.000 por hora. Hay mucha desesperación en toda
la novela. Y autodestrucción. La etapa en el hospital de Rubén no lo cura sino
que le produce alergia y ansias de fuga: Estaba
harto de esas paredes blancas como de tantas pastillas como de la asquerosa
comida. Necesitaba un trago como necesitaba una botella entera. Y un gramo, y
una papelina entera. Y una mujer, y todas las mujeres. Y que el mundo parara,
porque todo le daba vueltas y monstruosos insectos lo rodeaban, lo penetraban,
lo carnívoraban. Se preguntará el lector, y seguramente acierte, que Víctor
Claudín hace terapia en Tentenublo
para librarse de fantasmas del pasado.
Hay un asesinato en la
trama, pero no hacía falta que lo hubiera para ser considerada una novela negra
genuina: Sí, él había asesinado al Pasas,
un tipo miserable. Lo había matado sin la menor consideración. Y seguramente lo
había hecho por amor. Él solo era un criminal por las circunstancias. Un
asesino forzado por los sentimientos. Remata Víctor Claudín su narración
con esta reflexión amarga que le sirve de cierre. El hombre no es sino una sombra que busca su destino, luego es polvo.
Su historia la fabricaron con el material de la amargura. No es fácil hallar la
ventana que permita respirar. Imposible conservar la inocencia en este maldito
mundo, querer sobrevolar tantos estercoleros esparcido por calles, casas y
tantas aparentes amistades y cariños. No hay retorno. Que el universo se
entere.
Frente a tanta novela impostada de supuestos escritores que las escriben para no herir a sus lectores, frente a lo light, el low cost, lo políticamente correcto que nos invade desde EE.UU., Tentenublo es un aldabonazo de buena literatura que hiere, un fogonazo de sinceridad que se agradece, vida y muerte en algo más de 200 páginas intensas. Si el arte sirve para conmover, conmocionar y no dejarnos indiferentes, esta cruda recreación de un tiempo y una urbe que ya no existen más que en la ficción de su autor cumple con creces ese requisito.
La novela más literaria de José Luis Muñoz. Una matrioska que contiene otra novela en donde hay otra novela dentro. Realidad y ficción se entrecruzan en este libro sobre la autoría literaria, las imposturas y las traiciones que rodean el mundo literario en la ciudad de Múnich, a pocos días de que caiga el muro de Berlín.
"LA SOLEDAD DE HANS TEODORE MANKEL"
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