LITERATURA / ÁLVARO POMBO Y CERVANTES
Conocí a Álvaro Pombo en una
cena privada el pasado siglo. Si él es muy mayor, yo soy mayor. Confieso que
cuando le estreché la mano ya había leído alguna de sus novelas, si no recuerdo
mal era El héroe de las mansardas de Mansard, primer premio Herralde de
novela con el que se inició la colección Narrativas Hispánicas de Anagrama.
Cada uno tiene sus gustos literarios, y Álvaro Pombo no estaba por entonces en
mi Olimpo como sí lo estaban Juan Marsé o Enrique Vila-Matas. Lo encontraba
literariamente plomizo, que me aburría, vamos. Luego le concedieron el Premio
Planeta por La fortuna de Matilda Turpin que, como todos los premios que
concede esa editorial, me negué a leer por principio. La cena tuvo lugar en
casa de una de esas amigas que de pronto desaparecen de tu vida, son tragadas
inexplicablemente porque dan un giro coperniquiano a su existencia y rompen con
todo lo anterior. Verónica, que así se llamaba, era una amiga especial de
Fernando Marías. Soy incapaz ahora, porque han pasado tantísimos años, de si en
esa cena estaba el autor de La isla del padre que entonces estaba
escribiendo El niño de los coroneles y se aprestaba a ganar el premio
Nadal. Quien sí estaba era Andreu Martín, quizá Cristina Fallarás y su pareja
de entonces el escritor argentino Raúl Argemí. Aquellas cenas que mi amiga
Verónica organizaba en su ático de la calle Ganduxer eran muy glamurosas y
asistía la elite literaria. Ignoro cómo fue a parar allí Álvaro Pombo. Como
persona era tan extraña como los personajes de sus libros: áspero como su
literatura. Tenía aspecto de amish, me dije, con esa barba que le rodeaba la
cara y sin bigote. Alardeaba de un cierto humor subterráneo que era difícil de
captar. Recuerdo que durante esa deliciosa velada habló de su currículo
laboral. Tengo dudas de que dijera que había trabajado durante años como
contable en una entidad bancaria. Quizá me estoy confundiendo conmigo mismo que
trabajé muchos años en un banco. Lo que sí puedo asegurar es que afirmó haber
trabajado como mayordomo en su etapa inglesa, y quizás, no lo recuerdo, yo le
confesé que había sido mayordomo del crítico de arte Rafael Santos Torroella,
amigo de Salvador Dalí, gran coleccionista de arte, y sobre todo de su mujer,
una especie de Ava Gardner crepuscular, hermosa y elegante. Yo, un joven
mayordomo de dieciocho años, uniformado con traje y corbata y con zapatos
relucientes. Así es que en eso de ser mayordomo, en trabajar en un banco y en
escribir coincidía con Álvaro Pombo que me pareció durante toda la velada tan
extraño como los personajes de las mansardas que había leído un año antes. La
cena fue deliciosa, era verano, en la terraza de ese fastuoso ático de la calle
Ganduxer. Y puede que estuviera el critico literario y también escritor, y
primo de la anfitriona, Sergio Vilasanjuán, porque en esas cenas eminentemente
literarias éramos muchos en esa terraza mucho más grande que el piso.
No hablamos de política
con Álvaro Pombo. El escritor santanderino era muy de derechas y había militado
en el partido Unión Progreso y Democracia de la despechada Rosa Díaz en el que
también estaba Fernando Savater, esa brillante filósofo que ha acabado siendo
mayordomo del PP con los años. Álvaro Pombo era /es muy de derechas cuando
afirmó que la democracia en España había sido posible gracias a Franco y que
exculpaba al dictador español y a Pinochet porque no nos habían metido en
ninguna guerra. Se ve que la guerra civil, para el santanderino, no fue una guerra,
y la desaparición de miles de chilenos tras un golpe de estado sangriento, una
anécdota.
Me vienen todos esos
recuerdos del pasado cuando le han concedido el Premio Cervantes a un Álvaro
Pombo de una fragilidad tan extrema que ha sido incapaz de leer su propio
discurso de agradecimiento. Este Álvaro Pombo, muy delgado, una sombra, había
armado un discurso áspero y extraño que leyó otro. Pablo Crespo, su voz, habló
precisamente de la fragilidad, (¿del autor laureado?), que lo escuchaba en su
silla de ruedas. En su discurso en Alcalá de Henares, ante sus majestades, ha dicho literalmente: “Nos hemos
convertido en(tre) influencers y mercachifles”, que es un retrato real de lo
que somos los escritores, especialmente en un día como hoy, el de Sant Jordi en
Cataluña, vendiendo nuestros propios libros.
Pese a su deterioro físico
evidente, Álvaro Pombo promete seguir escribiendo y tiene in mente una novela
sobre el fin del colonialismo español. La imagen de ese Álvaro Pombo, frágil,
mermado, inválido, me hace sugerir a los jurados del Premio Cervantes que no
tarden tanto en tomar sus decisiones, que no esperen a que un autor esté tan
deteriorado como el escritor santanderino para recibir el mayor galardón de las
letras hispánicas. Que se lo den, el año que viene, a Enrique Vila-Matas, por
ejemplo, con quien ya están tardando. Y mientras trato de recordar en vano qué
hacía Álvaro Pombo, extraño pero no frágil, en esa velada literaria, quién lo
había traído hasta allí, me remonto a esa cena nocturna y mágica en la que
todos éramos mucho más jóvenes. Treinta años son muchos.
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