LOS REPORTAJES DE GQ

En 1996 recibí un encargo de Sandra del Río, por entonces directora de la revista GQ España, que no podría rechazar. Se trataba de ilustrar literariamente unas fotos que Helmut Newton había realizado en Las Vegas y que quería publicar la revista.
Había estado el año antes en la ciudad del desierto de Nevada y me había marchado de ella con un cúmulo de sensaciones literarias que iban a dar su fruto, pero el desafío de poner letra a las fotografías de uno de mis iconos fotográficos era todo un reto. Se trataba, además, de mi bautismo en la prestigiosa publicación. Me puse en ello con el estímulo visual del fotógrafo norteamericano cuya visión de la ciudad coincidía al cien por cien con la que yo tenía: un enorme decorado inhóspito y hortera, poblado por sexo barato y juego tramposo, que, sin embargo, atrapaba. Este reportaje, quizá uno de los trabajos de los que me siento más orgulloso, fue el embrión de LLUVIA DE NÍQUEL, el trhiller que transcurre en Las Vegas y una de mis novelas que más valoran mis lectores.
La ciudad me había hecho perder seiscientos dólares en sus endemoniadas máquinas pero, a cambio, me regaló este reportaje, otro en Cinemanía, un par de artículos en El Periódico, un premio literario, el Francisco García Pavón, y una novela absorbente cuya redacción me llevó diez años. Había salido ganando.

LA FIEBRE DEL DÓLAR
texto: José Luis Muñoz. Fotos: Helmut Newton

La anciana, que rondaría los 80 años, respiraba a través de una mascarilla de oxígeno e iba en silla de ruedas, indicó con un gesto perentorio a la enfermera que la situara ante la máquina tragaperras y allí permaneció jugando febrilmente hasta la hora del jarabe, la pastilla, el supositorio o la inyección. Un ama de casa con los rulos en los cabellos y por todo vestido una especie de combinación floreada, metía en la ranura de la máquina las monedas que sacaba de un enorme cubo de plástico que tenía entre las piernas, hipnotizada por las peras, manzanas y cerezas que aparecían en el visor de su máquina tragaperras. El hombre, ataviado con pantalón corto, camiseta sin mangas, que dejaba ver una espalda tatuada, y gorra de béisbol, se había olvidado de comer y de dormir a juzgar por el estado de ansiedad que denotaba su mirada, sólo pendiente de su suerte, mientras liquidaba los saldos de sus cuentas corrientes, sin más alimento que los bloody marys servidos por una camarera pizpireta que se desplazaba en patines embutida en una cortísima minifalda y con un suéter pequeño que le ceñía el busto.
Estos son algunos de los personajes que pueden encontrarse en Las Vegas, de los que no es posible hacer un retrato robot. Pertenecen a todas las razas del mundo, hablan todos sus idiomas y si algo les une son sus prisas-por ganar dinero o por perderlo-y el modo desenfadado de sus vestimentas: pantalones cortos, calentadores ceñidos, chándals, camisetas sin mangas y escotadas, sandalias o zapatillas de deporte; y no hablemos de los peinados: hay hasta quien se olvida de sacarse los rulos para acudir a su cita diaria ante la máquina tragaperras que le succionará los ahorros de todo un año.
A esta meca del juego, ubicada en uno de los desiertos más agrestes de Estados Unidos y edificada sobre cimientos de arena apelmazados con sangre de mafiosos, como muy bien ilustró Martin Scorsese en su espléndida película “Casino”, se acude expresamente a jugar; los ludópatas americanos cruzan de este a oeste su país y aterrizan en la ciudad de los neones eternos con la idea de fundir durante días, semanas o meses sus fortunas. Nada se puede hacer en Las Vegas que no esté relacionado directamente con los casinos y casi nadie sale de esa fantasmagórica ciudad sin haberse dejado en ellos una porción de su dinero, tentación de la que no se salvan ni lo más reacios al juego
El infierno. Esa es exactamente la sensación que el viajero tiene no bien pone un pie en el asfalto de Las Vegas. El primer impacto que recibe en cuanto aterriza en la Sodoma del desierto es una bofetada de aire tan cálido y seco que parece vaya a arrancarte la piel de la cara. La historia de Las Vegas está ligada desde sus inicios a la de la mafia. Bugsy Siegel, el gángster con glamour interpretado por Warrem Beatty en la película de Barry Levinson Bugsy, escogió para erigir ese paraíso artificial de luces de neón uno de los lugares más inhóspitos del planeta, un rincón del sur de Nevada al que habían llegado hacia 1855 los mormones de Utha y en donde en 1864 el ejército americano construyó Fort Baker. Y en ese desierto yermo, barrido día y noche por un viento sofocante, empezaron a construirse lujosos hoteles y casinos con ruletas y máquinas tragaperras, en los que se servía whisky abundante y había bellas mujeres, todo lo que en definitiva condenaba el puritanismo americano y hacía de oro al crimen organizado.
A partir de 1931 proliferaron los casinos-hoteles a lo largo y a lo ancho de una ciudad en continua expansión. El Golden Nugget, Four Queens, Union Plaza, en la parte antigua de Las Vegas, cuyas calles se han cubierto ahora, son los más veteranos. En ese ambiente se desarrollaba La cuadrilla de los once, la historia del quimérico asalto a cinco casinos de Las Vegas por Frank Sinatra, Dean Martin, Peter Lawford y Sammy Davis Jr., los desaparecidos miembros del clan Sinatra, y fue esa parte antigua de la ciudad la que recreara Francis Ford Coppola en Corazonada. Pero es en Las Vegas Bulevar, más conocida por The Strip, dónde se encuentra el grueso de los casinos. Junto a los clásicos como el Caesars Palace, en cuyo vestíbulo resuena constantemente la música de la película Cleopatra, el Circus Circus, que alberga en una de sus plantas un circo al completo con sus trapecistas, funambulistas y payasos que hacen las delicias de los niños, el Stardust, el casino en cuyo escenario triunfa la strepper Nomi Malone de la película de Verhoeven Showgirls, El Imperial Palace, de ambiente japonés, el Sahara, El Riviera o The treasure Island, se han establecido en los últimos años una serie de desmesurados casinos como el Excalibur, con cinco mil habitaciones y ambiente de castillo de cuento de hadas, el Luxor, en forma de pirámide egipcia y presidida por una esfinge, el Mirage, cuyas máximas atracciones son un volcán emplazado en su exterior, que entra en erupción cada media hora entre lagunas, cataratas y montañas, un espectacular acuario que hay en la recepción del hotel y los tigres blancos que los huéspedes jugadores pueden observar a través de un vidrio protector, o el M.G.M, presidido por el gigantesco león de la compañía, que está considerado el mayor casino-hotel del mundo, con 5004 habitaciones y un parque completo de atracciones en su interior. La locura.
Acoso y derribo: he aquí los restos de Silver Slipper, un pequeño casino que albergó lo mejorcito en perfomances de jazz.

La fiebre del juego
La única música de Las Vegas es la de las miles de monedas de níquel desapareciendo por la ranuras de las máquinas tragaperras, la música de Money de Pink Floid, y, de tarde en tarde, el estruendo de la cascada de monedas con que la diosa fortuna premia la obstinación de algún jugador. Scorsese manifiesta sentirse fascinado por la fauna que pulula por el interior de los casinos, ambiente que ha sabido plasmar con su maestría habitual en su film Casino. Miles de jugadores, ludópatas compulsivos que se olvidan de comer, de dormir, hasta de su esposa y su familia, introducen sus monedas de níquel en las máquinas y permanecen embobados ante sus pantallas esperando que coincidan en el visor las tres cerezas o los tres plátanos de la fortuna, o lanzan los dados, o juegan al póquer en habitaciones privadas, o apuestan sobre carreras de caballos que tienen lugar en cualquier punto del planeta, en lo que es un trasiego permanente de dinero que va a parar a las arcas de los casinos limpiamente. Sentados en las banquetas, ante las máquinas tragaperras, se encuentra gente de toda clase y condición, desde una ancianita postrada en su silla de ruedas acompañada por su enfermera a un rudo muchachote tejano en camiseta luciendo tatuajes obscenos en sus bíceps bajo el ala ancha de su sombrero de cowboy, desde un ama de casa con bata y rulos a un latín lover vestido de blanco, desde un jeque árabe hasta un circunspecto hombre de negocios, drogados todos por ese estruendo que hace el dinero al caer.
Librarte de la atmósfera del juego resulta difícil en Las Vegas, porque el juego lo invade todo y es la razón de ser del formidable negocio de la ciudad. Todo en ella es un guiño permanente a que pruebes suerte. En los lavabos de los casinos hay máquinas tragaperras para que juegues mientras orinas los litros de cerveza que te has metido en el cuerpo, en los gigantescos ascensores de los hoteles tienes la oportunidad de perder unos cuantos centavos hasta que alcanzas tu piso, en las barras de los bares, mientras mordisqueas a toda prisa un sandwich, puedes meter monedas sin necesidad de levantarte e ir a la máquina, porque la máquina está allí, debajo de tu bocadillo o del culo de tu vaso de cerveza, empotrada en el mostrador, parpadeante.
Pero algo está cambiando últimamente para mal en Las Vegas, dulcificando su tenebroso aspecto pecaminoso y haciéndolo derivar hacia el hortera concepto de parque temático que USA importa ya por todo el mundo. Los antiguos casinos en cuyos cimientos yacen sepultados traidores de la mafia, policías honrados, morosos pertinaces, gángster rivales, prostitutas que se han ido de la lengua, toda esa amalgama de sangre y carne sobre la que se han erigido esos monolitos a la ludopatía, han dado paso a esos otros casinos con aspecto de parque de atracciones que seducen por igual a niños y a adultos que nunca han dejado de ser niños.
Mezcla orgánica: Trina Maggart y sus circunstancias en el Palomino Club, lo más hot de la ciudad.

Sexo, por favor
Las Vegas es la válvula de escape de toda la represión de la puritana América, una ciudad diseñada para pecar. La carne en Las Vegas, sea de rubia californiana, de exuberante mulata o de delicada oriental, se cotiza a buen precio, pero es que los arreglos faciales, los implantes de colágeno o la profesionalidad de las oficiantes del sexo así lo requieren. El americano medio y provinciano, que se muere de asco en un pueblo polvoriento del medio Oeste, ahorra toda el año para desmadrarse lo que dé de sí su dinero en Las Vegas, en dónde infringirá a conciencia todos los mandamientos con el morboso regustillo de la transgresión: comerá, beberá, jugará y fornicará en esa Sodoma de luces parpadeantes que termina por atrapar hasta a los más esquivos a sus encantos.
Un par de calles, a la derecha de The Strip, albergan los locales de lap dance, que la Nomi Malone (Elisabet Berkeley) de Showgirls ha hecho famosos, en los que las chicas bailan completamente desnudas para los clientes en habitaciones privadas y sólo imponen la condición de no ser manoseadas, aunque ellas sí puedan establecer algún que otro contacto físico con los excitados espectadores. En las afueras, enclavados en el condado de Clark, están dos de los mayores burdeles del mundo con servicio a hoteles o en el propio establecimiento. Cientos de jóvenes y atractivas prostitutas se sirven a la carta en esos dos establecimientos. Para quien no quiera utilizar las habitaciones de su casino-hotel, la dirección del burdel envía la limusina a recoger al cliente y lo devuelve por el mismo procedimiento una vez efectuado el servicio. A pesar de que en Las Vegas la actividad de las prostitutas no es legal-pero sí consentida-, los periódicos traen interminables listas de call girls de todas las razas y edades y para todos los bolsillos. Rubias con implantes de silicona y colágeno en los labios y vestidos nimios ceñidos sobre cuerpos de ensueño están al acecho en los casinos y se aproximan a sus posible clientes en cuanto huelen, más bien oyen, el dinero. En las interminables listas de ofertas sexuales de diarios, revistas o en la mismísima Internet, muchachas de todo pelaje, raza y condición se ofrecen para aliviar las tensiones generadas por el juego de los ludópatas o para ordeñar sus ganancias. Hay agencias que envían a las habitaciones de todos los hoteles-casino de Las Vegas un ejército de esforzadas bailarinas que hacen su striptease privado-y lo que se tercie a continuación-en la intimidad de una suite y garantizan un servicio rápido-en menos de veinte minutos usted tiene en su habitación a la chica de sus sueños-y profesional. Si lo que se desea es una muchacha con aire aniñado, huir de la engañosa silicona que consigue perfectos cuerpos artificiales, hay una lista de chicas con bustos poco protuberantes y escurridos muslos que desde las páginas de la web se ofrecen como perversas lolitas. Para los masajes están las orientales, todo un elenco de chinas, vietnamitas, japonesas, coreanas, tailandesas y hasta hawaianas que prometen el placer de la relajación con sus manos y con sus cuerpos, sin que falten travestidos y machos servidos discretamente a señoras que también desean un desahogo sexual sin que medien los sentimientos.
Las Vegas también es conocida por sus matrimonios rápidos y divorcios fulgurantes, otro de los grandes negocios de la ciudad. Miles de americanos acuden a Las Vegas atraídos por sus facilidades matrimoniales, se casan o se descasan con facilidad pasmosa y en la más estricta intimidad. Las capillas y las suites de lujo hortera para los recién casados-camas y bañeras en forma de corazón y tonalidades rosas en las paredes de las suites-abundan en una ciudad que es, a partes iguales, un gran prostíbulo, una inmensa sala de juego y un inagotable bar.

Beber en Las Vegas
En Las Vegas desaparece la conciencia de pecado que tiene el americano medio cuando acude a una licorería y pide al empleado que le envuelva la botella de whisky. Aquí nadie se esconde la botella bajo la americana. La bebida es barata, y muchas veces gratis, como por ejemplo en el interior de los casinos mientras no despegues el trasero de la banqueta y simules que estás jugando. Atractivas camareras con sucintas minifaldas y sonrisas a flor de boca pasan entre los jugadores obsequiándoles con whiskies, bloody marys y demás bebidas alcohólicas absolutamente gratis porque la bebida conduce a la irreflexión, y ésta es la mejor aliada del juego. Conviene que la gente esté alegre, que no consulte el saldo de su cuenta corriente ni el de su Visa, que no perciba el volumen de sus pérdidas.
Comer en Las Vegas es más barato que en cualquier lugar de Estados Unidos. En régimen de buffet libre, un desayuno se puede ir a la irrisoria cifra de 2,99 dólares, mientras una comida no llega a los 4. Es normal ver a vaqueros, señoras enruladas o turistas japoneses ahogarse en cervezas y despachar en pocos minutos grandes copas de cocktail de infames gambas congeladas con ketchup en los cientos de bares que no cierran nunca. Una jarra de cerveza cuesta 75 centavos y el cocktail de gambas 95.

La belleza del diablo
El paisaje que circunda las Vegas es desolador. Las alternativas al juego son escasas. No es una casualidad que la ciudad se enclavara en medio de un paisaje hosco y árido. Salvo perderse en alguna galería comercial o hacer una excursión hasta el pantano de Hooven Dam, el más grande del país, que recoge las aguas del río Colorado y abastece toda California, no parece haber más opciones. Andar por la calle, incluso de noche, no es nada recomendable. De día el calor es seco, agobiante, se alcanza con facilidad los cuarenta grados de temperatura y más, el viento sopla constantemente y abrasa la piel, y el viandante ha de buscar enseguida el consuelo del aire acondicionado en sus hoteles-casinos o la fría jarra de cerveza en sus bares. Por la noche la sensación aun es más espectacular: el aire sigue abrasando aunque luzca la luna en el firmamento.
Las Vegas es una ciudad que nunca duerme-las salas de juego están abiertos las 24 horas del día- y es por la noche cuando se manifiesta más pérfidamente seductora. Los letreros de los casinos parpadean, centelleantes, compitiendo entre ellos en espectacularidad para atraer a los clientes, y las aceras se llenan de gente que en sus ciudades natales haría tiempo que estarían durmiendo. Todas las normas de la América puritana se transgreden una por una en Las Vegas, una ciudad a la que se acude con conciencia de pecado.
Queda la parte negra de Las Vegas, la que no deja ver sus luces de neón parpadeantes. La de los ludópatas que lo han perdido todo, han hipotecado hasta su casa para seguir jugando y se hallan sumidos en la miseria y se descerrajan un tiro en la soledad de la habitación de su hotel. Los que empeñan a la mujer, como hace David Murphy-Woody Harrelson-con su esposa Diana-Demi Moore-que entrega al millonario John Gage-Robert Redford-en Una proposición indecente. Es esa vertiente destructiva de la ciudad, la desolación que subyace bajo la fatua alegría de las luces de neón, lo que destaca Mike Figgis en Leaving Las Vegas, y en la que se zambulle el guionista Nicolas Cage y su compañera de infortunios, la prostituta interpretada por Elizabeth Shue, en un itinerario suicida y poco agradecido por la ciudad, que ya no es la que cantara Elvis Presley y bailara Ann Margret en Viva Las Vegas, aunque los neones sean más o menos los mismos.

Guía práctica de Las Vegas
Dónde dormir
Depende de cómo se vaya. Si se acude en familia mejor dejarse caer en el Circus Circus, con 3.800 habitaciones, un tren interno que comunica las distintas secciones del hotel, tres casinos en su interior, un casino infantil para que empiecen a enviciarse los pequeños, siete restaurantes y un espectáculo de circo permanente en una de sus plantas en la que dejar a los infantes mientras se tira la casa por la ventana ante las máquinas tragaperras. Es uno de los casinos más antiguos y con más sabor de Las Vegas y las habitaciones sólo cuestan 46 USD al día. Otra opción, más moderna, es alojarse en el Excalibur, una horterada con aspecto de castillo de dibujo animado de 4.032 habitaciones, seis restaurantes, dos piscinas, capilla y jacuzzi cuyo precio oscila alrededor los 55 USD. O el Luxor, que tiene forma de pirámide flanqueada por una enorme esfinge de Gizé, 4.200 habitaciones, siete restaurantes temáticos y piscina olímpica por 65 USD. O el New York, New York, la traslación de la Gran Manzana al epicentro del desierto de Nevada con representaciones tan emblemáticas del skyline neoyorquino como el puente de Brooklyn o la estatua de la Libertad, 2.034 habitaciones, tres restaurantes, piscina, jacuzzi y sauna por 89 USD. Pero sin duda el más mastodóntico es el MGM, con sus 5.004 habitaciones, de las que 751 son suites, televisión por cable, máquinas de bebidas en cada planta, clínicas, cines, habitaciones para no fumadores, etc.
Los hoteles-casinos de siempre, los de más solera, se encuentran en el centro neurálgico de Las Vegas, en The Strip. El Flamingo, con 3642 habitaciones, seis restaurantes, cinco piscinas y canchas de tenis sigue siendo una de las mejores ofertas por 85 USD. El Sahara tiene el encanto de lo modesto y lo antiguo, con 2.000 habitaciones, 6 restaurantes y 2 piscinas por sólo 48 USD. El Riviera, de 2100 habitaciones, tiene el encanto añadido de ofrecer espectáculos de topless a cargo de su ballet The Gracy Girls. El Stardust, en el número 3.000 de Las Vegas Boulevard South, es quizá uno de los que tienen más encanto de todos los citados, al menos es uno de los más frecuentados por el cine. Pero por un poco más de dinero-125 USD-vale la pena alojarse en el legendario Caesars Palace, disfrutar de las proyecciones de su Omnimax Theater, sus shows de primerísima calidad, sus dos piscinas, 9 restaurantes, y sus pequeñas dimensiones-sólo 1.500 habitaciones-. En su casino podrá disfrutar jugando al bacarrá, al black jack, poker, apostando a los caballos o perdiendo las monedas de níquel en las ranuras de sus máquinas, y cuando se aburra puede pasear por sus galerías comerciales observado por la réplica del David de Miguel Ángel, beberse una margarita en la nave de Cleopatra o tomarse una foto abrazado a una de las estatuas de peplums gloriosos que flanquean la entrada a los acordes de la banda sonora de la película “Cleopatra” de Mankiewicz.
Pese a la descomunal oferta de miles de habitaciones disponibles, en Las Vegas es conveniente realizar las reservas con una antelación mínima de seis meses pues la ciudad recibe visitantes en toda época de año, especialmente por fin de año. El teléfono de la central de reservas es el 18004611375.

Cómo ir
Las comunicaciones con Las Vegas son excelentes. Vía Nueva York o vía Los Ángeles existe una gran cantidad de vuelos a través de compañías nacionales o americanas. Si se desea un poco de aventura es aconsejable hacerse con un coche de alquiler, cruzar el desierto de Nevada, haciendo cruces para que el aire acondicionado no se estropee, y entrar en la ciudad por carretera. Una opción interesante, por el contraste, es dejarse caer, antes o después, por el Cañón del Colorado. Mejor después.

Qué comer
Hay que hacerse a la idea de que nadie acude a Las Vegas pensando en comer. Por esa razón no espere encontrar ninguna exquisitez culinaria por mucho dinero que quiera gastarse. La dieta en Las Vegas es fundamentalmente a base de lo que llamamos comida basura: mastodónticos buffets libres de calidad soez, pero que llenan el estómago, cócteles de gambas en cualquier barra que se precie a precios de risa y toda clase de hamburguesas que se pueden degustar con buena cerveza americana-la Bud o la Budweiser, pero también la Coronitas-sin dejar por ello de jugar-las barras de muchos bares son en realidad máquinas tragaperras transparentes en las que el cliente puede ir dejando caer sus monedas. A los jugadores recalcitrantes, para animarlos a que no se levanten de las banquetas de las máquinas, atractivas camareras con minifaldas de vértigo y sobre patines les sirven toda clase de bebidas gratis. Lo mejor, los bloody marys.

Qué ver
Los casinos de la calle The Srip, la parte vieja de Las Vegas y la más mítica, tan reconocibles, gracias al cine, como las calles de Nueva York. Las lujosas galerías comerciales de los hoteles. Los espectáculos nocturnos y las actuaciones de primerísimas figuras de la canción melódica. El espectacular pantano Hoover Dam, una gigantesca masa de agua que da luz día y noche y proporciona aire gélido durante trescientos sesenta y cinco días a esa ensoñación kitch que es Las Vegas. Y, por encima de todo, el mayor espectáculo sigue siendo sencillamente la gente.

Clima
Las Vegas está en el centro de un desierto. Las temperaturas superan corrientemente los 40 grados en verano. Los coches sufren recalentamiento del motor por las altas temperaturas. El calor es más sofocante, si cabe, por la noche. Coja la ropa más informal que encuentre y un vestidito elegante por si se decide a ir a un show nocturno. Contra el calor agobiante sólo hay una única solución una vez te hallas inmerso en la ciudad: caer en la red de sus refrigerados casinos. Si resiste sin jugar demasiado, su sentido común se lo agradecerá. Si por casualidad gana, salga corriendo con la ganancia.



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