LA FIRMA INVITADA

Traigo aquí a un conocido y querido colega de la dolorosa cosecha del 36. Haber nacido en ese año por fuerza tiene que marcar. Ramón Cabrera Naveiras es un escritor de relatos excelente. Este les cortará el aliento. Puro género negro. Y, para acompañarlo, nada mejor que fotogramas de dos inquietantes películas: Henry, retrato de un asesino y Tesis.
EL ÚLTIMO CIRCULO DEL INFIERNO
Ramón Cabrera Naveiras

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Segundo premio certamen de cuentos Villa de Cárcar 2009 (Navarra)


El almacén se encontraba en el extrarradio, cerca de la carretera de circunvalación, en una de las naves industriales que, en desuso desde hacía años, eran ya pura ruina en aquel enorme solar apenas iluminado por las pocas farolas que aún conservaban sus bombillas. Pocas veces la ronda pasaba ya por esa zona. Por alguna razón misteriosa el tráfico de droga y la prostitución callejera no habían elegido aquel enclave solitario, alejado del casco urbano, para su comercio clandestino. La policía lo consideraba un territorio tranquilo, de escasos incidentes, que además muy en breve sería destripado para edificar bloques de viviendas. La elección del lugar, por lo tanto, no había sido hecha al azar.
Por un rótulo de plástico, milagrosamente suspendido de unos ganchos en una marquesina agujereada de uralita, Méndez comprobó que, en efecto, era ese el almacén que antaño se utilizó como depósito de chatarra. El comisario había cogido un taxi para acudir a la cita. Le dejó en la Plaza de España, aun a sabiendas de que luego debería caminar un buen trecho al amparo de la oscuridad hasta las afueras. Su mujer se extrañó de que no utilizara el automóvil. Alegó un problema en los frenos. La realidad es que no deseaba que, fortuitamente, se viera su coche aparcado en el polígono abandonado. Antes de salir de su casa –puso una excusa cualquiera relacionada con su trabajo- preguntó por Clara. No había regresado todavía. Rezongó por lo bajo. Le intranquilizaba que su hija se demorase en volver, sobre todo en invierno y con tiempo lluvioso. Su experiencia como comisario de distrito le había enseñado que esas condiciones ambientales desapacibles despertaban más que nunca los bajos instintos. Se multiplicaban los robos, los asaltos, las peleas, los delitos de sangre. De alguna manera el delincuente se sentía protegido por la lluvia, o el frío, o el color grisáceo del cielo, por la rápida llegada de la noche para cometer sus fechorías. Igual que las alimañas, que los animales de presa. Méndez apretó los puños con rabia ante una idea que, precisamente ese día y en ese instante, le había cruzado el cerebro como una dolorosa acusación. Tal vez por ello evitó contemplarse en el espejo del recibidor al colocarse el sombrero. Luego se cubrió con la gabardina y cogió el paraguas. Ya en la calle advirtió que aún había algo de claridad en el cielo, aunque macilenta y triste. Y recordó, con alivio, mientras daba sus primeros pasos por la acera, que Clara les había advertido durante el almuerzo que ese miércoles tenía ensayo. Formaba parte de un grupo juvenil aficionado al teatro. Quería ser actriz. Con catorce años era ya una mujer espléndida. Demasiado. Algunos tipos la habían llamado de vez en cuando para un casting, pero Méndez le tenía prohibido de momento someterse a pruebas de esa clase. No se fiaba. ¿Cómo iba a hacerlo? Nuevas oportunidades surgirían para la chica en el futuro.
Cuando llegó ya había anochecido. Aun así las señas que le dieron eran tan inequívocas -la última nave a la derecha de la calle central, los muros desconchados con restos de pintura roja muy viva, la marquesina con el rótulo de almacén de chatarra- que no tuvo muchos problemas para orientarse. El polla dura, un cachas búlgaro ya entrado en años, actor en videos X, debía de esperarle frente a la puerta metálica. Eso fue lo convenido. Tuvo que dar un rodeo a la nave para encontrar la entrada. Se ensució los zapatos en el barro mientras sorteaba con dificultad hierros viejos, vigas oxidadas, rejas herrumbrosas abandonadas alrededor del almacén. El polla dura surgió entre las tinieblas como un fantasma. Ya no llovía, pero la noche era cerrada, tenebrosa.



-Hijo puta, me has asustado.
Polla dura tendió a Méndez un pequeño paquete envuelto en un plástico.
-Lléveselo, me quema las manos.
Méndez lo sopesó, le dio la vuelta, se lo guardó en el bolsillo de la gabardina con un gesto de asco. Su solo contacto le produjo escalofríos, la sensación inequívoca de haber ido tan lejos que ya no había marcha atrás. Aquello daba miedo. Siempre mantuvo la esperanza de que alguna circunstancia, un milagro, alguien, incluso alguien, suspendiera o impidiese el encargo a última hora. No había sido así...
-¿No será falso, verdad?
-Por mi madre que no, se lo juro. Cierto del principio al final. Pregúnteselo a Ionescu, él estuvo detrás de la cámara, abajo, en el sótano.
-¿Quién era la cria?
-Yo no lo sé, inspector. De eso no me encargué yo.
Los labios de Méndez se fruncieron con desdén al decir:
-¿Y tú, cabrón? ¿de que te encargaste?
-Dios me perdone.
-Veo difícil que lo haga. A nadie. Porque esto no es ninguna broma. De todas formas, siempre cuídate más de mi que de Él.
Como yo lo hago, pensó enseguida, de alguien. Siempre le llamaba así al referirse a él: alguien. Excesivo poder para enfrentársele, para negarle algo, incluso algo tan abyecto y terrible como lo que acababa de recoger de manos de polla dura. Porque eso era mucho más que un video porno, mucho más que las escenas puercas, sádicas y escatológicas hechas hasta entonces y que alguien, intermediario de clientes desconocidos que a la vez mediaban para otros en una cadena que se perdía en alturas estratosféricas, encargaba a Méndez.
-Esta vez un par de putas morenas. Que les den por el culo y las dejen bien meadas –le pidió unos meses atrás.
Aptas para mentes morbosas, en definitiva no habían ido mucho más allá de lo que podía verse en cintas de este tipo: tal vez la única diferencia entre unas y otras es que en las de alguien debía de ser todo auténtico, sin trucos ni montajes. En un reservado del Club La Rosa de Jericó, un club de alterne, donde el polla dura hacía a veces de barman, se rodaba el material. Su dueño, un tal Ionescu, rumano, antiguo policía de la Securitate y aficionado al porno duro, proveedor en su tiempo de Elena Petrescu, más tarde Ceaucescu, se ocupaba de las filmaciones. Muchachas indocumentadas del Este, engañadas con la promesa de una carrera en el cine, aparecían a menudo en el local para participar como actrices y terminar, bajo amenazas, folladas para los vídeos por polla dura antes de ser prostituídas. Subsaharianos o magrebíes sin papeles, de enormes penes, participaban de vez en cuando para ganarse unos euros.
Pero alguien, hacía de eso ya dos semanas, mencionó lo que ahora Méndez escondía en el bolsillo del gabán.
-¿Has oido hablar de los snuff movies?
Le daba la espalda al hacerle la pregunta. Frente a la cristalera que ocupaba toda una pared del despacho parecía entretenido en mirar la calle, muchos pisos abajo. Como si la cuestión fuese intrascendente; o siéndolo no quisiera ver los ojos de la persona a quien se la hacía.
Méndez titubeó:
-Si –Pero añadió-: Nunca he visto ninguno. Circulan muy bajo mano. Se asegura que la mayoría son un engaño. Igual que la película Holocausto Caníbal.
-Son engañosos si se quiere que lo sean, ¿no es cierto? -Acababa de volverse y le miraba a través de sus gafas oscuras, las manos en los bolsillos, de pie e inmóvil, tanto que a Méndez le dio la impresión de que ni siquiera sus labios se habían abierto. Pero sí, se movieron para decir lo que oyó. Unas pocas frases cínicas, un encargo que ardía como fuego del infierno. Y lo que dijo después-: Tal vez ese... ¿Popescu? ¿Iorgulescu? Da igual, el rumano... Viene de muy arriba el pedido, Méndez, y hay mucho negocio, mucha política en juego. ¿Me entiendes? Quieren algo fuerte, muy fuerte. Más allá del límite. No quiero defraudarles, cojones. Y tú te llevarás un buen pellizco.
Al llegar Méndez a su casa vomitó. Y ni esa noche, ni la siguiente, consiguió dormir. Desvelado, miraba a su esposa, descansando plácidamente a su lado; y más allá, al otro lado del tabique, intuía a Clara, su hija, tranquila en sus fantasías adolescentes. ¿Cómo no fue capaz de presentir hasta donde iban a conducirle unas peticiones cada día más escabrosas? Hipotecas y gastos desmesurados le habían obligado a chanchullos que, de destaparse, hubiesen hecho intervenir a los servicios internos. A alguien, que había descubierto y anotado sus trampas y mentiras, sus negocios en los bajos fondos, sus continuas prevaricaciones, le fue fácil colocarlo entre la espada y la pared. “Tú sigues con tus cosas, le dijo, si a mi me traes las otras. Ya sabes, o estás conmigo o yo estoy contra ti” No tuvo otro remedio Méndez que aceptar. Con una palabra, de un plumazo, con el gesto de un dedo alguien podía acabar con él, suspenderlo de empleo y sueldo e incluso enviarlo a la cárcel. Él era el último eslabón de la cadena, el más frágil, el que si las cosas iban mal pagaría por todos mientras ellos seguirían en sus sillones, en sus casas de lujo, en sus yates, a la espera de que otro imbecil le sustituyera. Nunca avistó el precipicio, sólo el ligero terraplén aderezado con películas de porno duro por el que resbalaba desde algunos meses antes. Pero alguien, de pronto, le lanzaba al abismo; con dos palabras –snuff movies- le condenaba al último círculo del infierno. Atrapado en un engranaje diabólico, alguien y quienes quiera que fuesen los que formaban parte de esa pirámide satánica nunca admitirían ahora una renuncia. Estúpido de él, creyó tener las espaldas cubiertas. Una y otra vez volvía a fijarse en su esposa, en su sueño tranquilo. La sola idea de abandonar representaba un peligro demasiado alto para ella, para los tres. Y más todavía una delación. Era como si tuviese una pistola cargada apuntándole la sien. Tenía que cumplir, obedecer... ¿Pero hasta donde le exigirían que llegara? ¿Había algo más ruin y criminal? Y sin embargo... Sí, Ionescu lo haría.... Por su madre que lo haría.
-Ya no estoy en la Securitate y esto no es la Rumanía de Ceaucescu. Una cosa así, si se sabe, me lleva a presidio de por vida. No me joda usted, Méndez.
Estaban en un rincón oscuro de La Rosa de Jericó, frente a una mesa. Un par de putas charlaban con unos clientes. Polla dura abría una botella de cava detrás de la barra. Ionescu y el comisario, entre silencio y silencio, se observaban como dos adversarios que se midieran las fuerzas antes del asalto final.
-Hay dinero de por medio, coño, dinero, cantidades de dinero, petroleo, influencias... –Méndez clavó la vista en los cubitos de hielo que hacía girar en su vaso de ginebra. Le dolían los ojos por las noches de insomnio. Luego la alzó hacia el rumano-: ¿Quién detiene esto? No hay opción.
-Le digo que no me joda. Búsquese otro.
-Me jode tanto como a ti –Señaló a las mujeres. Tuvo que hacer un esfuerzo para verlas con nitidez-. Sólo por tener aquí a esas dos ilegales puedo cerrarte esta mierda de club. No lo olvides.
Ionescu se revolvió incómodo en su asiento.
-Le he dado pasta a ganar, Méndez. Y muchachas gratis para que se divirtiera con ellas. ¿No ha sido suficiente?
-Tu también has ganado. Y bastante. ¿Acaso en tu puto pais, sin Ceaucescu, habrias podido salir adelante? ¿Cuántos te la tenían jurada? ¿A cuántos mataste o torturaste?
El rumano movió la mano delante de su cara como si espantara una mosca.
-Las leyes eran otras, comisario. No me hable de eso ahora. No estamos allá.
-En el paredón hubieses acabado. Sin juicios. O con un tiro en la nuca en una esquina. ¿Me vas a venir ahora con escrúpulos de conciencia? -Méndez se echó atrás en la silla-. Piensa, como yo lo hago, que en el mejor de los casos la menor acabará de puta, acuchillada por un demente en cualquier descampado, o enferma de sida; o igualmente cadáver para vender sus órganos y salvar la vida de un asqueroso potentado. Déjate de hostias.
-La Rumanía de entonces ya no existe. Y vivimos en España. Usted busca mi ruina.
El comisario se acercó a Ionescu. Hilillos de sangre recorrían, enrojeciéndolos, sus ojos cansados. Acababa de encender un cigarrillo, y las palabras salían de su boca a través del humo. Recordó las palabras de alguien y se las repitió al rumano:
-O trabajas para mí, o lo haces en mi contra. Esto es un callejón sin salida. Yo te procuré pasaporte falso y una nueva identidad. ¿Olvidas que puedo devolverte al pasado?
Se aguantaron la mirada: la de Méndez amenazadora; la de Ionescu atrapada y rencorosa.
-Que hay para mi –preguntó al fin el rumano.
-Trescientos mil euros, y para polla dura cien mil. El veinte por ciento ahora, el resto cuando se me entregue el video. No quiero ni una maldita comisión en este negocio. Y enseguida os largais con viento fresco a Rumanía. Nadie os buscará allí por la película. Simplemente habrá una denuncia por inmigración ilegal de muchachas y el cierre de un tugurio en el que ya no habrá nadie. De lo otro..., de lo otro yo me ocupo. Una secta satánica, una ceremonia ritual con una menor... No me hagas hablar más de ello. Vosotros ya estareis a miles de kilometros.
Méndez no preguntó donde, como ni cuando iba a filmarse la película. Tampoco se planteó si era la velada amenaza o el señuelo del dinero lo que decidió a Ionescu. Lo que importaba es que el snuff movie ya estaba en su poder con toda su carga de maldad, pesado como una losa de la que jamás podría liberarse.
Regresó a su casa de madrugada. Ni una sola luz encendida. Con seguridad Clara y su esposa ya dormían. Detenido en el centro del salón, a oscuras, palpando con repulsión el video en el bolsillo, se puso a reflexionar que hacer con él, donde esconder lo que seguiría oliendo enterrado cien metros bajo tierra, lo que incluso cubierto de hormigón dejaría oir los gemidos de la víctima. En la cisterna del inodoro, si, ese era el mejor sitio, el único por el momento. Pero de improviso le asaltó el presentimiento de haber sido engañado, de que la película estaba en blanco, de que había puesto en manos de polla dura el total de la suma pactada sin que ni una sola escena hubiese sido rodada. No podía exponerse a algo así. Debía examinarla, por muy intolerable que le resultara hacerlo, visionar aunque sólo fuesen las primeras escenas o algunas al azar. Se había acostumbrado ya a la oscuridad y fue hasta el televisor. Colocó el video en el reproductor y se sentó en una butaca. Pulsó el play del mando a distancia y con la respiración contenida esperó. Nada. Nada. Minuto y medio y nada. Nada al cabo de otro rato, sólo el parpadeo, en blanco y negro. Palideció. Aceleró el pase de la cinta. Tal vez más adelante… Nada tampoco. Hijo de puta, hijo de puta… El cabrón de Ionescu le había tomado el pelo y quien sabe donde estaría ahora cargado de euros junto a polla dura, que tan bien había representado su papel al entregarle la falsa filmación. Cerró los ojos mientras renegaba en silencio y apretaba los puños con rabia. El rumano no había tenido cojones para cumplir el encargo; o teniéndolos no le había asustado la amenaza del pasaporte. Intuyó que tal vez no era más que un farol jugado a la desesperada para forzarle. En cualquier caso tiempo tendría para poner tierra de por medio evitando asi participar en un asunto en extremo peligroso. Si, eso es lo que pensó el mal nacido. Trescientos mil euros eran una cantidad enorme para vivir sin problemas en cualquier pais del Este. Méndez le maldijo, y maldijo también a sus muertos. Tenía que actuar, y ya, pero su mente parecía haberse vaciado de toda facultad de decisión. ¿Cómo justificar a alguien el dinero perdido? ¿cómo ajustar las cuentas a Ionescu?
Ni siquiera apagó el televisor cuando, después de unos minutos en los que intentó sin éxito poner orden a sus ideas, se levantó y, como un autómata, avanzó a tientas por el pasillo hacia el lavabo. Le habían entrado ganas de mear. Meando se aliviaría, vaciaría la tensión que iba a reventarle los nervios. Por el camino, desabrochándose la bragueta, advirtió que la puerta de su dormitorio, a la izquierda, estaba cerrada, pero no así la de Clara, situada enfrente. Le extrañó, porque su hija era muy celosa de su intimidad. Asomó la cabeza por el vano y en la penumbra distinguió la cama vacía, sin rastros de haber sido ocupada. Le extrañó. Algo, un vago temor, le revolvió el estómago. Lo descartó. De no haber regresado del ensayo, su mujer le hubiera llamado al móvil, preocupada. No era eso, por lo tanto. En silencio fue a su cuarto. ¿Se habría sentido indispuesta y dormía con su madre? No solía hacerlo. Entreabrió la puerta con cautela, para no despertarlas. Una luz, la de la lámpara de la mesilla de noche, tumbada en el suelo, iluminaba los bajos del lecho, las zapatillas de estar por casa de su esposa, una sábana y la manta revueltas en la alfombra. La pantalla de pergamino estaba abollada, casi quemada por la cercanía de la bombilla. Tuvo suficiente para entender, alarmado, que algo iba mal. La recogió y con ella en la mano vio a su mujer sobre la cama, amordazada, atada de pies y manos, con el camisón puesto. Dejó escapar una blasfemia y le acercó el rostro. Respiraba, pero le hedía el aliento. Intentó despertarla zarandeándola, gritando su nombre, mientras la liberaba de las ataduras y le quitaba el pañuelo de la boca. Inútil. Dormía profundamente el sueño de un somnífero. Miró a un lado y otro intentando descubrir algo en los rincones sombríos de la estancia, detrás de las cortinas que ocultaban el balcón. Desenfundó la pistola. Pensó en un ladrón. De inmediato en un un violador. Se le aceleró el pulso. Entonces se acordó de Clara… ¿Dónde estaba? Recorrió todas las habitaciones, el baño, la cocina, abrió armarios sin encontrarla, la llamó angustiado. ¡Dios! ¿Qué era todo esto? Alguien había ido a por su hija. Sólo a por ella. Y quien quiera fuese, se aseguró bien de que su mujer no pudiera alertarle. La puerta del piso no tenía señales de forzamiento, lo hubiera advertido al introducir la llave. Entonces es que la chica fue abordada en la calle y obligada a facilitarles la entrada. Una vez dentro inmovilizaron a su mujer, la durmieron y se llevaron a su hija. ¿Un rescate? Se precipitó al teléfono, en el salón, por si había algún mensaje. No tuvo tiempo de descolgarlo. A sus espaldas oyó la voz de una chica. Lloraba, le suplicaba que corriera en su ayuda. Se dio la vuelta, confuso y sobrecogido. Esa voz… Tardó, por lo increíble, en reconocer a Clara en la pantalla del televisor; en identificar su rostro desencajado, sus cabellos revueltos, el terror en aquellos ojos llenos de lágrimas que siempre habían sido alegres y chispeantes, sus labios, ahora lívidos, con el inferior temblándole mientras pronunciaba entrecortadas palabras de auxilio… Aun asi, Méndez, en medio del desconcierto, se resistió durante largos segundos a la evidencia. De pie, petrificado, con los brazos caidos a lo largo del cuerpo, contemplaba la escena, que parecía prolongarse eternamente, atónito por lo que veía, incapaz de reaccionar. Ni siquiera se dio cuenta de que se orinaba encima. Comenzaron a temblarle las piernas, un sudor helado le recorrió el cuerpo, la sangre se agolpó en su cerebro, martilleando sus sienes. Se desplomó en el sillón al tiempo que la imagen de su hija desaparecía de la pantalla, el gris parpadeo ocupaba su lugar y, como una maldición, la misma escena volvía a repetirse un segundo después. Hundido en la butaca, los músculos era como si se le hubiesen paralizado. El suyo fue un llanto silencioso, repentino, rígido facialmente, sin expresion alguna de dolor o sufrimiento. Era como si viviese una pesadilla horrenda de la que no podía despertar para ahuyentarla y en la que su cabeza parecía a punto de estallar entre preguntas sin respuesta que se sucedían a velocidad de vértigo. ¿Quién, porque? Pero sólo fueron un par de minutos de confusión. Le siguieron la rabia y un deseo irrefrenable de venganza. Contra Ionescu, puto maldito rumano. Fue él, ¿quién, si no? Y polla dura. No se preguntó las razones. El horror de lo que podían haber hecho con Clara, o de lo que tal vez le estuviesen haciendo ahora, le estaba volviendo loco. Cogió una silla y la lanzó contra la pantalla del televisor, que estalló en mil pedazos.
Salió a la calle en busca de su coche, tropezando en el camino con los muebles, las sillas, cayendo al suelo e incorporándose una y otra vez borracho de sufrimiento. Circuló a toda velocidad por las calles húmedas de la ciudad, desierta a esa hora. Golpeando el volante con los puños, aúllando, frenando y acelerando sin ton ni son, saltándose semáforos y cruces, llevándose casi contenedores por delante, obsesionado por llegar al polígono, al almacén de chatarra, al sótano, para ajustar cuentas con Ionescu, con polla dura, pero sobre todo para intentar salvar a su hija. Pero también con la remota y estúpida esperanza de que, al fin y al cabo, todo terminara siendo sólo la broma cruel de un mal nacido.
Aparcó frente al cierre metálico del depósito, encima de la acera, sobre unos rollos retorcidos de alambre, chocando contra una farola cuya luz amarillenta parpadeó hasta apagarse. Buscó en la guantera la linterna. Con ella en la mano izquierda y en la derecha la pistola se acercó al portalón donde tuvo lugar el intercambio –vídeo por dinero- con polla dura. Estaba medio abierta. La acabó de abrir de un puntapié mientras enfocaba el interior. A pocos pasos, tumbado de espaldas sobre un charco de sangre, el viejo actor porno le miraba con ojos vidriosos. Le habían cortado el pene que sujetaba entre sus labios sin vida. ¿Ionescu? ¿Lo habría matado para quedarse también con su dinero, para eliminar a quien pudiese hablar y huir enseguida? Pero eso le interesaba muy poco ahora. Clara. Ünicamente importaba Clara. Tenía que hallar a su hija, rescatarla de allí y luego…, luego, más tarde, en cualquier momento, esa misma noche, pagaría su culpa reventándose los sesos de un disparo. No merecía vivir, no podía hacerlo. Méndez apagó la linterna, se ocultó tras una columna y escuchó. Silencio. Sólo el goteo espaciado de un canalón encima de algún cristal. Alumbrándose de nuevo avanzó por la nave vacía, pisando escoria, entre una atmósfera cargada de orín. Al fondo divisó un hueco en el muro y, al aproximarse, una escalera de caracol que descendía a las tinieblas. El sótano. Puso el oido. Ningún ruido. Peldaño a peldaño, con sigilo, el pecho encogido por un dolor sordo, guiándose por el haz de luz, fue bajando a las entrañas del almacén. Un pasillo mohoso, sucio, se abría hacia una estancia cuyo paso lo obstaculizaba un bulto envuelto en una cortina estampada, hecha jirones. No es Clara, no ha de ser Clara, se dijo con angustia. Con la punta del zapato lo hizo rodar hasta que quedó al descubierto. Lo enfocó: Ionescu. N cuerpo cosido a balazos. Dos muertos. Entonces había alguien mas moviendo los hilos de este drama espantoso. El verdadero culpable. Saltó por encima del rumano y se detuvo. No se atrevía a avanzar, el miedo a lo que podía esconderse más allá le clavaba los pies en el suelo. La linterna le temblaba en la mano. Le bastaron unos segundos para percatarse del dantesco espectáculo: la silla donde Clara estaba sentada y atada, el charco de sangre coagulada, la cabeza hundida en el pecho, los cabellos castaños caidos hacia delante como una cascada, pegajosos de sudor, la carne desnuda, herida, los instrumento de tortura... No fue capaz de seguir mirando. Su existencia carecía ya de importancia, estaba condenada. Pero no iba a dar el gusto a nadie de acabar con él. No volvería a ser un cobarde. En escasos instantes, los justos para acercarse la pistola al pecho, una bala le atravesó el costado izquierdo. Se desplomó. En su agonía pudo ver, a la luz de la linterna caída a su lado, que alguien -¿alguien?- se aproximaba con una cámara a la altura del rostro. Con la mirada turbia no pudo distinguir las facciones de quien, con seguridad, le había estado filmando, y seguía filmándole, desde que llegó al almacén. Únicamente veía con cierta nitidez sus zapatos, los bajos del pantalón. Ha de ser algo fuerte, muy fuerte, más allá del límite.., le habían exigido. Pero para recordar eso le faltó tiempo.

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