DIARIO DE UN ESCRITOR

16 de septiembre de 2010
Llega el otoño. Hoy día cubierto. Desayuno torrijas entre otras cosas. Creo que mis amigos circunstanciales a los que asesoré en excursiones y restaurantes marcharon. Y me voy a quemar las calorías siempre excesivas al Pla de Beret. Con coche. Pero luego monto la bicicleta, me monto en ella y me voy hacia Montgarri, por la amplia pista.Han concentrado todas las vacas de la zona en un redil. Debe de haber trescientas. Los vaqueros las cuentan y van anotando los números en una hoja. Oigo a uno que dice que le faltan dos y no sabe por dónde andarán perdidas. ¿Cuánto vale una vaca? Podría preguntarles, pero no parecen muy habladores. Me acerco al santuario de Montgarri, en donde hace tres años empezó todo. Sí, aquí, en el Valle de Arán, doctora Levingston, de la que hace diez días no sé nada. Y me siento en un banco a leer. Llega un grupo de ciclistas con el equipo completo. A uno se le ha roto la cadena. Se sientan a comer. Yo me siento ciclista atípico, con una máquina de treinta años, pesada, sin casco ni pantalón elástico, y encima leyendo. Me levanto cuando les ponen a mis colegas las ensaladas y regreso al Plá de Beret por una pista secundaria y menos concurrida, paralela, pero al otro lado del río, de la que utilicé a la ida. Llego hasta una casa que me gusta. La primera vez que la descubrí, hace treinta años, estaba en ruinas, con el tejado hundido y dos paredes en pie y siempre me dije que era una lástima que se dejara perder ese edificio porque su enclavamiento era privilegiado. Ahora, totalmente restaurada, ofrece un aspecto maravilloso. Una casa así es la que yo querría. Encadeno la bici a un indicador de senderos. Marca el Puerto de Orri y Las minas de Liat con 6 y 22 kilómetros respectivamente. Me pongo en marcha y sigo un sendero bien marcado que cruza un frondoso bosque de pino negro y sigue el curso del río al fondo. Empieza a llover. Pero lo hace suavemente.
Sigo adelante. Y después de dos kilómetros desemboco en un amplio y majestuoso valle en el que confluyen dos ríos. Llueve con más fuerza. No he visto vacas por el camino, y menos personas. Me gusta esta sensación de soledad y comunión con la naturaleza. Estoy solo, como siempre, o acompañado de mí mismo. Entre los árboles, en lo alto de una colina, descubro un refugio. En caso de tormenta bueno es saberlo aunque no sé si su puerta estará abierte. Sigo el río, que baja escalonadamente por el fondo del valle, en pequeños saltos de agua, y me recreo en la inmensidad y la soledad que me rodea. El silencio es absoluto y el cielo se vuelve muy oscuro, pero no presumo tormenta. Al primer rayo daré marcha atrás. La lluvia arrecia. También un viento helado. Días así tienen la ventaja de que me ahorro beber agua y desprenderme de la camiseta del chapapote. Subo por una ladera cubierta de hierba sin perder el curso del río y es entonces cuando oigo un rugido, dos veces, bramido de barítono al menos. Me detengo a descartar animales. No es una vaca, porque no hay ninguna en el valle y no rugen sino que mugen, y lo que he oído ha sido mucho más fuerte que un mugido, sobre todo más amenazante. Tampoco es un jabalí, cuyo gruñido no resuena. Y no es tiempo de berrea de ciervos. A partir de ese momento me vuelvo extraordinariamente cauteloso en mis movimientos por el valle y me siento desprotegido, observado, quizá por el que ha emitido esos dos rugidos intimidatorios. El miedo es muy voluble. Pero no me hace retroceder sino seguir avanzando sin rumbo por una senda que se pierde muchas veces o se convierte en barrizal. La población de osos del Valle de Arán es insignificante, una veintena, pero el territorio es pequeño. Las posibilidades de tropezar con un oso son de una entre diez mil, pero en los últimos diez años dos humanos tuvieron sendos incidentes con osos y les salvó que llevaran una escopeta encima. Yo no llevo nada. Bueno, le puedo atizar con la cámara de fotos en los morros, pero me temo que se la comería. O extender los brazos y simular que soy más alto y corpulento de lo que soy. O hacer como la marmota de ayer y quedarme muy quieto esperando que no me vea. Cada paso que doy miro hacia delante y hacia atrás. Los osos huyen del hombre, salvo cuando topas con uno de forma inesperada. Observo en lontananza. Tengo las mismas posibilidades de encontrarme con un oso como de hacerme millonario con la lotería. Pero seguro que antes de hacerme millonario tengo la suerte, o la desgracia, de tropezar con un oso. Fotografío un hermoso salto de agua que se despeña por una roca. De ser oso, pienso, este sería un buen valle para vivir. Curiosamente, algo que no me sucede nunca, en este viaje he estado obsesionado con la posibilidad de tropezar con un oso, quizá porque he ido a lugares muy apartados y nada frecuentados. Inspecciono las laderas, los bosques, mientras la lluvia arrecia. Todo está quieto y en silencio. El rugido no se repite. Debía de ser una forma de decirme que estaba entrando en su territorio. Y en un barrizal, cerca de un riachuelo, descubro una huella grande que no es de vaca ni de caballo. Espero que no sea reciente. Doy media vuelta. Me dirijo rápido hacia el bosque. Dentro del bosque, fuera de ese valle enorme, me sentiré más a cubierto, fuera de las miradas amenazantes. Venzo la curiosidad de inspeccionar el refugio de la loma que lo dejo a la espalda. Y respiro cuando me adentro en el bosque, a cubierto bajo las copas de los pinos negros que me salvan de la lluvia, en donde me siento cobijado. El sonido de las campanas de las vacas me suena a civilización. Si las oigo es que no estoy lejos ya de donde dejé la bici. No tardo en llegar a la casa restaurada. Luego, sobre la bici, emprendo el regreso a Beret, en donde he dejado el coche, y he de luchar contra un viento fuerte que sopla de frente y una lluvia racheada y muy fría que me empapa. A las cinco y media estoy en el hotel. Las previsiones indican lluvia fuerte mañana y pasado. Hoy creo que es el último día en el Valle de Arán. Un día más andando por esas montañas y me las veo cara a cara con un plantígrado cosa que una parte de mi desearía y la otra se asustaría.
15 de septiembre de 2010

La culpa de lo que pasó hoy, bueno, que tampoco es que haya pasado nada muy especial, la tuvo una lectura durante el desayuno, cuando comía, y eso es novedad del bufé de hoy, un par de buenas torrijas y bebía café con leche, después de charlar con esa extrovertida pareja que me encontré en el Sauth deth Pish y me agradecen la recomendación del Clot de Baretges, adónde fueron ayer. Bueno, pues estaba leyendo una revista sobre el Valle de Arán y vi un lago que me faltaba, Lac deth Oro, y allí me fui, después de arrasar con la mesa del bufé libre y leer un término que empleaba el autor del reportaje para describir el paraje desconocido: desolador. Bien. Hoy me apetecía un paraje duro y desolador.Intuí, no sé por qué, quizá por lo de desolador, que el camino iba a ser seco, sin fuentes ni río, y prudentemente me acerqué al Caprabo comprado por Eroski y cargué con dos litros de zumo de naranja y una bolsa de cacahuetes. ¡Menos mal!Empiezo a darme cuenta de la desolación de ese valle en cuanto me interno y dejó atrás unos pocos árboles. A derecha e izquierda, paredes desnudas de montañas, casi verticales, pura roca sin árboles, y enfrente tarteras, salgo de una y entro en otra, cada vez peores, con piedras más grandes, con una senda que tengo que imaginar porque no hay nada más difícil que ver un hito en uno de estos canchales en donde no hay otra cosa que piedras amontonadas. ¿Qué hito puso el excursionista que trazó la senda y cuál la caprichosa naturaleza? Esa es la cuestión.A la hora empiezo a estar más que harto. El paisaje es demasiado desolador, aburrido, el sol me da de lleno, porque no hay sombra de árbol en cien kilómetros y la camiseta del chapapote, que forma parte de mi uniforme, se va a la mochila, a salvaguardar La Vía Láctea. ¿Y si doy media vuelta y me largo a darme un homenaje gastronómico a El Pollo Loco, me tienta mi yo sensato? Pero el insensato que llevo dentro me empuja por la espalda y me obliga a triscar por este territorio de cabras monteses del que yo soy su único representante.No veo ningún mamífero, ni de cuatro patas, ni de dos, ni las moscas y otros insectos, normalmente incordiantes, deben haberlos visto en su vida, porque no me pican. No hay más vida que alguna araña que escapa de mi pie cuando busca superficie rocosa en que apoyarse. Y no hay una gota de agua por ninguna parte. Ya lo dijo el autor del reportaje: desolación y soledad. Al cubo.
Un inesperado y dulce regalo. Un campo de frambuesas que ha crecido en un pequeño terreno que no se han comido los millones de rocas que caen de la montaña. ¿Y si me cae una? Me harto de comer frambuesas. Están exquisitas, un punto ácidas. ¿Podré sobrevivir con dieta de frambuesas si me quedo perdido en este infierno de rocas? Con tanta roca, imagino que para matar el aburrimiento de un paisaje árido y aburrido, mi cabeza no para de imaginar monstruosidades. Por ejemplo que una de esas rocas en donde pongo el pie se mueva y mi tobillo quede dislocado. ¿Funcionará el 112? O algo peor, que una de esas enormes rocas, que deben pesar cincuenta kilos, se mueva y me atrape el pie. No llevo encima la navaja para cortarme el pie y dejarlo allí y seguir andando, o arrastrándome, a la pata coja.Primer susto de la jornada. El sol me está calentando la cabeza y del lago, después de haber cruzado ya cuatro tarteras, cada vez peores, ni rastro. Voy a poner el pie en una roca cuando veo una víbora. Me asusto. Pero la víbora también y desaparece entre los huecos de las rocas. Maldigo ir con sandalias y no con las botas de montaña que compré en un chino de Vic y he dejado en el coche. Imagino a esa víbora mordiendo mi dedo gordo. Si la llego a pisar es lo que me hace. Me mentalizo contra picaduras de serpientes mientras sigo, en vez de darme la vuelta y bajar a la civilización. No perder la calma y controlar los latidos del corazón. Echo de menos la navaja que me debí dejar en el hostal de mala muerte de Atienza. Iría bien para hacerme un corte en el dedo y chupar el veneno. Claro que no llego con la boca a mi pie. Lo mío no es el contorsionismo. Que lo diga la que está en África cuando tuve que cruzar las piernas en posición de flor de loto para comer en un restaurante de Katmandú que había ahorrado las sillas. Hay más vida. No estoy solo. Cada vez que entro en un canchal me saludan los gritos agudos de las marmotas. Están por todas partes, debe de haber centenares debajo de las rocas, pero no veo ninguna. Con esa música, sol a discreción y la vista fija en cada piedra que piso, no sea que me salga otra víbora, sigo mi ascenso al infierno. Al menos podría bajar el ocupante del Nissan mátrícula de Lérida para informarme cuántas horas me quedan para llegar a ese lago que tengo la impresión que estará seco y será una mierda. Distingo el pico bífido de un monte que recuerdo haber visto en una foto que ilustraba el reportaje que me ha llevado hasta aquí. Ya no son piedras lo que hay en el camino, sino rocas, enormes, que hay que escalar a cuatro patas. Una, encima, se mueve, la muy traicionera, lo que me catapulta a la vecina. El valle se ha estrechado y eso tiene la ventaja de que una de las paredes de los montes que lo encajonan me proporciona sombra. Cruzo un extraño campo poblado de plantas con curiosas flores que parecen algodón. Los chillidos de las marmotas me siguen acompañando. Miro hacia el cielo. Ni cuervos, ni buitres, ni águilas. Doy con una piedra que parece cortada por el hombre de pulida que está. ¿Y el maldito lago? Estoy muerto de sed, pero me reservo, no sea que el lago diste tres horas de donde estoy.A tres horas de excursión veo por fin el lago. O charca. LO que imaginaba, está medio seco y cubierto de vegetación acuática. Un palmo escaso de agua que no alimenta ningún riachuelo por lo que debe ser fruto de la nieve que se acumula en invierno y se derrite en primavera. Estoy en un típico circo glaciar, cerrado por todos lados por crestas de montañas y presidido por esa montaña. Ni rastro del otro excursionista. ¿Estará escalando? ¿O se habrá perdido? Yo no sé cómo no me he perdido por esa senda infernal o no me he torcido el pie. Tenía cien posibilidades entre mil de torcérmelo. A la bajada. Tras orillar el Lac deth Oro busco una piedra grande con forma de cama para hacer la siesta. Pero antes bebo de tres largos tragos el contenido de un brick de zumo de naranja. Y cabeceo hasta dormirme.Las dos y media. Ni rastro del excursionista. Pasa un helicóptero por la zona, de rescate. Alguien que se ha perdido o ha dado un mal paso. Leo un capítulo de La Vía Láctea cuyo humor es ácido y corrosivo. Sigo las instrucciones para abrir la bolsa de cacahuetes. Para abrir tire de aquí. Y tiro. La mitad de los cacahuetes se va al carajo. Con eso cuentan los que lo fabrican. Bebo más zumo. Hago fotos. Grito a mi inexistente compañero de valle. Estoy solo. Más que solo. Desolado. ¿Y si baja un oso por la ladera de enfrente? Aquí no hay osos porque no hay nada. Pero si bajara primero comprobaría la dirección del viento. ¿Viento? No sopla nada. Bajo.Me quedo petrificado. En el cuarto canchal veo un movimiento y una mancha parda entre las rocas. Una marmota. Es enorme. Está bien alimentada. ¿De qué? De frambuesas y flores de algodón. El animal, que me ha visto, está inmóvil confiando que su falta de movimiento lo haga invisible. Le saco unas cuantas fotos. Rezo para que no huya mientras monto el teleobjetivo. Zas. Seis primeros planos a esta marmota que posa. Este momento vale por toda la paliza del camino.Regreso al coche. Sólo me caigo una vez, y en un tramo tonto. Una suave sentada. Piso una piedra enorme que se mueve y creo que es la misma que pisé mientras ascendía. Espero no pisar a la víbora cuando llegue a su territorio. Atravieso un bosque tupido y desemboco al final de la pista, en donde está aparcado el coche. El Nissan blanco matrícula de Lérida sigue allí. ¿Y su misterioso dueño? Miro el interior del coche. Veo dos forros polares en el asiento trasero, nada más. Si mañana leo que alguien se perdió en el Valle de Arán iré a los Mossos d’Escuadra. Llego al hotel justo cuando empieza a hablar Félix Rodríguez de la Fuente del buitre leonado. Me tomo un emparedado de mortadela mientras los buitres vacían la panza de un cerdo muerto. Todos comemos. Luego me tumbo en la cama y sueño. Con el ocupante fantasma del Nissan blanco matrícula de Lérida. Hoy ha sido el día de la marmota.
14 de septiembre de 2010

Hoy sí, cumplo con mis planes. Me levanto con ánimo de desayunar menos, y el hotel me ayuda reduciendo drásticamente la oferta gastronómica del bufé. No hay churros, por ejemplo. El huevo frito no lo perdono. Se lo pido a la camarera rumana. Y luego cojo el coche y me voy a Vielha. Realmente hoy no tengo ganas de triscar por las montañas que ya casi se ha convertido en una actividad laboral. Curioseo en un par de inmobiliarias. Los precios bajan, lo único positivo de la crisis aunque sé que no coincido en mi apreciación con el vendedor. El año que viene estaré en disposición de comprarme una casa o un apartamento dúplex, lejos del mundanal ruido. Todo el mundo tiene un sueño. O varios. Éste es uno, material, que puedo tocar. Veo un dúplex por 120.000 euros. Y una casa grande por 300.000. Eso me anima. Me dejo caer por Información y Turismo y cojo mapas detallados de la zona. Estudio el camino para llegar a la Basa d’Oles, un lago modesto y cercano. La pista parte de Gausac, pueblo pegado a Vielha. Me bajo para ver y fotografiar su iglesia. Gótica primitiva, más cercana al románico que del gótico. Me gusta su portada. Sigo en el coche. Me llama una viajera que ha estado en Veracruz. ¡Vaya, la primera ciudad que fundó Hernán Cortés en México! Vio PUBIS DE VELLO ROJO en el aeropuerto. Me gusta la noticia. Mientras he bajado la bici del coche y empiezo a pedalear. Sin zumo. Suele haber agua siempre, por el camino. Me equivoco. No hay agua, fuentes, riachuelos ni nada que se le parezca. Sudo. Me quito mi maravillosa camiseta del chapapote. Si mi memoria no me falla la Basa d’Oles está cerca. Mi memoria me falla. Un indicador me dice que dista 10 km. Pero, me dice el tipo despistado que llevo dentro, es un camino sin pendiente. Nuevo error. He de salvar, en esos diez kilómetros, un desnivel de 750 metros. Eso no es nada, me digo con el desnivel de 1.000 metros de ayer. No sé. Hoy estoy reventado. Dormí poco. Daría media vuelta para irme a tomar una cerveza. Pero sigue el ciclista monte arriba, mirando esos carteles que le dicen que faltan seis kilómetros, cinco, cuatro… Me detengo en cada sombra, debajo de cada árbol del inmenso y bello bosque de Baricauba. Bufo y rebufo en cada una de las revueltas de la pista asfaltada. No lo recordaba tan duro. Claro que la última vez que fui a ese estanque fue hace veinte años y lo hice en coche. Con razón no era duro. Llego. Lo primero que hago es poner la boca en un caño del que sale un agua helada. Bueno, no pongo la boca, pongo las manos formando un cuenco y pego cuatro tragos que reponen todo el agua que he perdido por el camino. Y luego bebo sin necesidad, por mero placer, porque el agua está buena y fría. Y entonces disfruto del lago, con el estómafo repleto de líquido. Pero antes echo una siestecita sobre un banco de piedra a la sombra de un pino. Y después recorro las orillas, hago fotos, disfruto de la luz, de los reflejos en el agua. Todo se tuerce con una llamada que entra en mi móvil. Ni el lago me parece ya tan hermoso, ni las montañas tan espectaculares después de la conversación. Nos vamos. Es ley de vida. Esto es un tránsito, una recompensa por el ser el espermatozoide que ganó la carrera, pero dura lo que dura, y gracias porque un buen porcentaje se va antes de tiempo. Mientras yo disfruto de las bellezas de la naturaleza, de esta apoteosis de la vida que es este valle tocado por la gracia divina, alguien empieza a entornar los ojos lentamente y a bajar la cortina a la función de la vida. All that jazz. Monto en la bici. Regreso al hotel. Pero antes me compro un refresco de naranja en una gasolinera. Me encierro en la habitación. No tengo ganas de nada. A última hora llamo para interesarme por el estado del que se va lentamente, un ex soldado de la República, un chico rubio que a los quince años empuñó el fusil, pasó a Francia y luego agonizó, lentamente, sin darse él cuenta, en la triste y gris España de Franco después de sufrir el hambre de la postguerra. Del hambre de esos años de penurias le viene su afición a echar pan al café con leche. Un tipo ceñudo y tierno a la vez, entre Burt Lancaster, Kirk Douglas o James Cagney. Alguien que nada hasta el horizonte y tiene bonita voz de barítono, la que cantaba "Reloj no cuentes las horas". Me dicen que se acuerda de mí, que su deteriorado cerebro reacciona ante mi nombre. Se me empañan los ojos. Ocho años atrás correteaba por estas montañas, detrás de mí, y coqueteaba con las excursionistas que se cruzaba en los caminos llenos de piedras. Le mostré el Vall d’Arán y él no hacía otra cosa que preguntarme por qué teníamos que andar tanto. Estamos en la montaña, le decía. Pinta mal. La vejez es una enfermedad de la que no se libra nadie. Y somos jóvenes encerrados en un cuerpo viejo que no queremos ver.13 de septiembre de 2010


Suena el despertador, pero me levanto media hora más tarde, a las nueve, cuando el sol, que entra por la puerta del balcón de mi habitación, inunda mi cama. Hoy va a ser un día apacible, de compras, lecturas y escrituras, me digo y, para empezar, mi desayuno será más frugal. En el restaurante está la camarera que ayer no vino a abrirme la cama. ¿Quiere huevo frito, revueltos o una tortilla, señor? Me he dado cuenta de que hoy, quizá por ser lunes y porque gran parte de los huéspedes han abandonado el hotel, no hay huevos fritos ─ y secos, hay que decirlo, sin yema que mojar ─ en la bandeja correspondiente, al lado del bacon y las salchichas. Pido un huevo frito. Y empiezo por los embutidos y los quesos, para seguir con los dulces y terminar con la bollería. Me reprimo de comer un par de polvorones ─ ya caeré en la tentación mañana ─ y los cambio por una buena ensaimada. Ha llegado una pareja nueva, el con el pelo blanco y un cierto parecido a Albert Boadella; ella mucho más joven o quizá es que se tiña el pelo. No voy a hacer ninguna excursión, me digo, mientras entro en el Eroski, compro pan de molde, maquinillas de afeitar desechables, jabón líquido de lavar ropa, mortadela, queso de cabra, zumo de naranja y gazpacho. Dejo atrás Vielha y entro en el pueblo de Aubert, nombre bien francés, por cierto, porque no lo conozco. Veo un letrero de casa en venta en la Plaza de su ayuntamiento y llamo. Un dúplex soleado, con buenas vistas, tres dormitorios, dos cuartos de baño, amueblado, ciento cincuenta metros y 350.000 euros. Seguiré ahorrando.Debería regresar al hotel, encerrarme en la habitación y escribir. Pero con este día sería un delito hacerlo. Luce un cielo azul espléndido. Conduzco en dirección a Francia, al Bajo Arán, y antes de llegar a Vilamós veo el ramal que conduce al Sauth deth Pish, Salto del Pez en aranés. Cinco minutos más tarde estoy en el camino asfaltado, con mi pantalón corto y mi camiseta Chapapote No pedaleando cuesta arriba sobre mi bici. Empiezo a preocuparme porque lo mío es una adicción que no puedo controlar del mismo modo que el alcohólico no puede reprimirse cuando ve una botella de whisky. El paisaje del valle, que la pista forestal cruza siguiendo el río, es precioso. Alargados álamos crecen en la orilla y la hierba alfombra la tierra con un manto continuo y espeso cuya simetría se rompe, en ocasiones, para dar cabida a bosquecillos de helechos. Pedaleo quinientos metros, a la sombra, y me siento agotado. Me queda 12 kilómetros para llegar al Sauth deth Pish y recuerdo enormes pendientes. Me desmoralizo. Imposible llegar. El corazón late de forma correcta, respiro bien, pero las piernas, las dos, me duelen de una forma horrible. Estoy a punto de girar y volver al coche. Mis dos yo se enzarzan en una discusión. Uno me tienta con una lectura, en una tumbona, junto a la piscina del hotel, leyendo La Vía Láctea mientras paladeo una cerveza; el otro yo me exige el esfuerzo de seguir adelante porque una rendición en este instante supone un rosario de rendiciones futuras. Tú si puedes, muchacho, me dice. Y sigo. Con las piernas doloridas, pista arriba.No hay muchos escritores que hagan deporte, como no los hay que conduzcan. Ignoro los motivos por los que conducir y hacer deporte es incompatible con la escritura. Sólo conozco a uno que es un ciclista consumado, no como yo, que soy ciclista de paseo y lento: Javier García Sánchez. El autor de El Mecanógrafo y La Dama del Viento Sur es un tipo duro que subió al Alpe de Huez, que eso sí que es subir no lo que hago yo, quejándome, al Sauth deth Pish. De esa epopeya dejó escrita una novela precisamente titulada Alpe de Huez.Empiezan las cuestas rompepiernas. Los carteles indican que el grado de desnivel es de un quince por ciento. A mí me parecen del 45. El río queda pronto muy, muy abajo, y yo muy, muy arriba, boqueando. Sudo todo el zumo de naranja del desayuno y decido sacarme la camiseta del Chapapote que parece una bayeta. De cuando en cuando me detengo para hacer fotos…bueno, en realidad me detengo a recuperar el aliento y a hacer fotos, y me debo detener en lugares acertados, al azar, porque las tomas son buenas. Bendigo la idea de haber metido un zumo de naranja Eroski en la mochila: me hidrata y me nutre en ese Calvario.Descubro un chorro de agua que cae a un lado de la carretera. Una ducha maravillosa, me digo, mientras tumbo la bicicleta en el borde de la pista y me desprendo de la mochila. Pero los centenares de avispas que revolotean alrededor del chorro de agua que cae deben de pensar lo mismo que yo y me desaniman.
El río ya queda doscientos metros abajo, no se ve, cubierto por la arboleda, pero se oye. Me enfrento, si la memoria no me falla, a la subida definitiva, un repecho largo y muy empinado que transcurre sin la sombra de todo el camino anterior que cruzaba un bosque de pinos negros. El desnivel es tan fuerte y mi bici tan pesada y yo tan torpe que debo, para avanzar, zigzaguear a derecha e izquierda y, en uno de esos giros, estoy a un paso de precipitarme al vacío. Echo pie a tierra, antes de caer, y freno en seco. Me asusto tanto que me bajo de la bicicleta y subo cien metros andando y tirando de ella. Busco una sombra a me siento. Doy tres largos tragos a mi zumo de naranja.
La pendiente empieza a suavizarse cuando llego a una cabaña transformado en restaurante que está cerrado. Me siento en uno de sus bancos de madera. Bebo más zumo. Me leo un capítulo de La Vía Láctea que se está poniendo muy interesante y tétrica. José Vaccaro Ruíz describe a un personaje médico que pone los pelos de punta cuando recuerda un aborto de una embarazada de siete meses. Llego a una zona de prados y cabañas remozadas. Las vistas sobre el Aneto nevado son espectaculares. El combinado de cielo azul, hierba color esmeralda, el más oscuro de los pinos negros que pueblan las laderas, la nieve y unos árboles solitarios y singulares resulta espectacular para las fotos que hago. Ya han terminado las subidas. Esta vez creía que no lo iba a conseguir. Un letrero me indica que aun tengo cuatro kilómetros hasta mi destino.Habré ido, en mi vida, unas treinta veces al Sauth deth Pish, lo tengo grabado a fuego en mi memoria, pero me sigo impresionando, extasiándome más bien, ante ese salto de agua espectacular que genera una fuerte corriente de viento al caer. Aprieto el obturador de mi cámara cientos de veces. Obtengo primeros planos de esos chorros de agua que caen desde millones de años sin parar más que en invierno, cuando la cascada se congela. Donde cae el agua se ha formado una poza profunda de agua alborotada. En el vapor de agua que se desprende, en los millones de gotitas que me llegan y me empapan cuando bajo hacia la cascada, el sol dibuja el arco iris. Otro sorbo de zumo mientras contemplo ese prodigio. Y un nuevo capítulo de la cruel novela de Vaccaro Ruiz con la música de fondo de esa agua que cae. Al subir me encuentro con la nueva pareja del hotel. Hablamos de la belleza del entorno y yo me animo en la conversación y les digo que llevo treinta y cinco años viniendo al Valle de Arán. Me preguntan por posibles excursiones y yo les recomiendo el Clot de Baretges, sin dudarlo. Me piden otra: Las Minas de Liat, pero hay que ir con todoterreno y es peligroso. Luego hablamos de gastronomía y yo les recomiendo El Pollo Loco, al que ellos tampoco hubieran ido por el nombre, y Rufus, para mí el mejor cocinero del Valle. Prometo darles más información en el desayuno.Debería haber cogido el casco, porque la bajada es muy pronunciada. Experimento vértigo con la velocidad. Los frenos de la bici chirrían en las cerradas curvas. Sentir el aire contra la piel es una sensación gozosa, una comunión con la naturaleza. Me detengo en tres ocasiones para tomar fotos. La luz es sencillamente extraordinaria. Estoy convencido de que todas las instantáneas habrán quedado perfectas. Me duelen las manos y los brazos de sujetar el manillar. Continúo el vertiginoso descenso a velocidad de motorista. Algún insecto se estrella contra mi cara. Hasta que por fin llego al río y luego al coche. Cinco y media de la tarde. Tras hacer una colada ─ la sudada camiseta de Chapapote entre otras ─ hago la siesta viendo un programa de naturaleza en la 2. El sol que entra por la puerta abierta del balcón da de lleno en la cama. Miro el televisor, con intención de dormir, pero lo que veo es realmente espantoso por sus dosis de violencia. Dos pajarracos, una especie de gaviotas árticas, asedian a mamá pingüino con todas sus artimañas hasta que una de ella coge a su cría a la que literalmente despedazan ante los gritos de desesperación de la madre y se la comen. Al lado de esto La Frontera Sur es un cuento de hadas. La violencia en la naturaleza es aterradora. Al programa de pingüinos, obra de un realizador, chino, sigue un documental con los lobos amaestrados de Félix Rodríguez de la Fuente que dan cuenta de una cabra montés, un jabalí y un ciervo. Zapeo en busca de una cadena de dibujos animados, pero no encuentro por ningún lado a Bob Esponja. Veo por la 2 La joven Jane Austen, a la que Anne Hathaway pone su bello rostro. Me gustan, por lo general, todas las películas de la época victoriana, pero en ésta no entro, no me engancha. Eso sí, mientras la veo, trato de imaginar cuál sería la reacción de la escritora inglesa si supiese lo que han hecho los zombis con su Orgullo y perjuicio.
12 de septiembre de 2010Irse a la cama con hambre produce pesadillas. Tuve varias. En una, la que más recuerdo, moría un colega escritor ─ no lo nombro, no vaya a ser una predicción ─ y hablaba de ello con Juan Bas. En la otra me zampaba una pantagruélica comida. Así es que bajo al desayuno en cuanto suena el despertador y me ducho. Los huéspedes, realmente, carecen de interés literario. No hay más que verlos. Hay una pareja que siempre busca un rincón y cuchichea. El dueño del hotel desayuna aparte, lo que le coloca en un plato una chica rumana. El bufet libre es apetitoso. ¿Qué comer? Todo. Un huevo frito, huevos revueltos, salchichas, queso brie, mató con nueces, piña fresca, actimel, tres zumos de naranja, dos cafés con leche, una ración de churros, una tarta de almendra, croissant, dos cafés con leche…y seguro que me dejo algo.Hoy no muevo el coche del hotel. Haré una excursión breve. Bajo la bici y recorro el pueblo con la cámara de fotos al cuello y la mochila a la espalda, sin comida ni bebida ─ es domingo ─ pero con La Vía Láctea a cuestas y el teleobjetivo que nunca utilizo. Cruzo el río, que no es el Garona sino el Aiguamoig, un pequeño afluente, y tiro por una pista forestal que indica Valle de Ruda. La pista empieza por una pendiente mal empedrada. Malo. Tras diez pedaladas me bajo y arrastro la bici. Me he de ir calentando y el desayuno pesa. El camino mejora a los doscientos metros. Subo a la bici. A ambos lados de la pista forestal crece una vegetación muy tupida y, al fondo, se divisan altas montañas. Pero mi excursión de hoy va a ser breve, me digo.Entro en un amplio valle. La carretera que sube al Port de La Bonaigua zigzaguea en el monte de enfrente. El sol es radiante. Me quito la camiseta sudada de Bali, que compré hace treinta años en esa isla de Indonesia y me sobrevivirá, y la meto en la mochila. Veo casas perdidas en la montaña, reformadas. La normativa del Valle de Arán permite recuperar en los espacios naturales casas derruidas y repararlas, pero no plantar una casa nueva en donde antes no hubo una vieja. Con sus tejados de pizarra a dos aguas esas casas se integran perfectamente en el Valle. Inspecciono una por dentro, que no tiene la puerta cerrada. Deben utilizarla un grupo de amigos para comer carne y beber vino porque solo hay un único mueble, una mesa larga con dos bancos, y enfrente una chimenea. Nada más. Ni luz ni agua. Siempre que veo este tipo de casas perdidas en la montaña me gusta imaginarme dentro.Sigo pedaleando. El sol me da de lleno y tengo sed, pero los torrentes que aparecen a los lados del camino no me inspiran confianza. Otra casa. Esa ya la conozco de años atrás. Se distingue porque en la entrada, bajo el vértice del tejado, hay una calavera de vaca. La han cercado, antes estaba abierta. Pero la cerca, de madera, es lo suficientemente amplia para que pueda traspasarla agachándome. Ha habido reformas en la casa. Por ejemplo han comprado una mesa de piedra y dos bancos, que han pintado de rojo rabioso, y están situados frente a una barbacoa exterior con chimenea. La casa está cerrada a cal y canto. Es una pequeña cabaña pero tiene el aspecto de ser muy acogedora, con espacios pequeños y calientes, con la luz que entra por ventanales que han practicado en su techo de pizarra a dos aguas. Al lado hay otra construcción, pequeña y que apenas sobresale metro y medio del suelo. Miro por una de sus ventanas. No es mala idea lo que allí tienen: una moderna sauna para relajarse. Una casa así, perdida en un prado, frente a enormes bosques y gigantescos picachos es lo que me gustaría tener, para retirarme. Descubro un grifo en el exterior, providencial. El agua sale a presión, muy fría y buena. Doy buenos tragos y me refresco la cara. Luego me siento en el porche, como un okupa, y leo. Y hasta dormito. Me encuentro en la casa de mis sueños. Lástima que no sea mía.Mi idea era terminar mi excursión allí, pero sigo. Cruzo por un puente el Garona, esta vez sí, y me enfrento a un repecho infernal que me vence de la bici. Me bajo y la arrastro. Es lo bueno de ir solo. Si vas acompañado te esfuerzas, para quedar bien y ser competitivo, en no bajar de la bicicleta y lo mismo hace el otro, con lo que corres peligro de herniarte o acabar en la UCI con taquicardia. Pero cuando me cruzo con algún coche me subo, no vayan a pensar que voy andando. Termina la pendiente y subo. El paisaje es extraordinario y grandioso. El Valle de Ruda era un antiguo glaciar que se fue abriendo y ensanchando como una cuña. Llega un momento que debo dejar la bici, porque el camino son piedras que se mueven, enormes, y la arrastro detrás de mí. El sol me hace sudar, a pesar de que no llevo la camiseta de Bali, y descubro una pequeña cascada y una poza. Me quito las sandalias y me sumerjo en el agua unos instantes. Está maravillosa. Empapado sigo camino hasta que decido encadenar la bicicleta al tronco de un pino y memorizo visualmente el lugar ─ próximo al río, entre enormes rocas que cayeron de las cimas de la montaña ─ y sigo camino hasta que la impracticable pista se convierte en senda. Bien. Subiré al Refugio de Saboredo, junto al lago, y si está abierto me tomaré un bocadillo porque la caminata me ha abierto el apetito. Podrían indicar la distancia, o el tiempo que se invierte en llegar, porque la ausencia de esa información descorazona. La senda es abrupta y tengo que estar muy pendiente de los hitos y las señales de pintura roja y blanca que aparecen en las grandes rocas para no perderme. No me cruzo con nadie. Voy escalando valles. En el primero hay una pequeña presa, con su compuerta que nunca debe haber funcionado, y un pequeño lago. Subo más, y más, y más, hacia el cielo y esos picos impresionantes de montañas. Los riachuelos serpentean, entre mares de hierba que hace miles de años debieron ser lagos glaciares. El paisaje es impresionante. Los pinos negros crecen en los canchales, reventando las rocas con sus raíces. Cruzo un paraje verde pero desolado, una explanada cubierta de rocas enormes y escucho los gritos agudos de las marmotas, pero no las veo.En cada recodo del sendero imagino que está el lago y el refugio, pero nunca llego. Nunca se llega en la montaña. Todo está lejos. No se sabe dónde está hasta que llegas. Un cartel que prohíbe la pesca me sugiere que el lago no debe de andar muy lejos. Luego, un burro catalán, preciosa especie autóctona y animal excelente de transporte para subir la comida a los refugios, me confirma que llego. Y al doblar una esquina, agotado y hambriento, me doy de bruces con un enorme mastín blanco de los pirineos que me ladra, para variar. Estoy en el refugio y un excursionista, que toma el sol con la espalda apoyada en el muro de la construcción, me sugiere que toque al perro para que se calle, cosa que, por supuesto, no hago. Aprecio mis manos, aunque sólo sirvan para escribir.Una chica muy joven y francesa es la encargada del pequeño refugio de Saboredo que está completo de huéspedes. Está cocinando cuando entro. Se vuelve. Es bastante guapa y atlética. Le pregunto si tienen servicio de bar, y ella entiende otra cosa y me señala los aseos que están fuera. Le pido una bierre tres froid, y ella ríe y me da una caliente. En fin. Le pregunto si me puede hacer un sanwich. Asiente: me lo hará de salchichón. Tomo asiento en una larga mesa y en dos minutos tengo un bocadillo reseco de pan redondo con alguna gota de aceite y rodajas pequeñas de salchichón dentro que se caen al plato. Me levanto para pedirle una limonada. La cerveza se fue al intentar tragar ese pan. Y entonces miro el reloj. Tarde. Las cinco y media. Le corta excursión se ha convertido en una larguísima caminata de seis horas y media. No puedo entretenerme mucho. La francesa se sienta a mi lado y me pregunta de donde vengo. Le explico que de Tredós. Ella me habla de su amor por la montaña, que nació en los Alpes. Le digo que los Pirineos deben de ser ridículos al lado de sus Alpes. Sonríe y me dice que el Valle de Arán es muy bonito. Bien, tengo que regresar antes de que se me haga de noche, tengo un largo camino por delante de quince kilómetros, cinco de ellos por caminos pendientes y poco claros. Me cobra 11 euros, lo mismo que una cena de lujo en El Pollo Loco de Artiés, me digo. Comer en los refugios es carísimo: te cobran el esfuerzo de subir hasta esas alturas los víveres. Ella vuelve a su cocina, en donde hierve un perol de comida, y yo emprendo el regreso, saludando al mastín que está emboscado en el camino y me gruñe al pasar.Baja la niebla por la montaña, y con ella refresca, la temperatura desciende en picado. Voy rápido pero cuidando mucho en donde pongo los pies: una torcedura de tobillo sería fatídica y no sé si funcionaría el 112. Antes de pasar por la pequeña presa pierdo el camino y he de desandar doscientos metros hasta encontrarlo. Cuando llego a la pista forestal, respiro hondo. Las nubes bajan lentamente, pero yo voy más rápido que ellas. No me cruzo con nadie, no oigo una sola voz, ni siquiera las marmotas que se quedaron en los valles más altos, entre las piedras. Encuentro la bicicleta en donde la he dejado, tras estar un rato buscándola entre los árboles, e intento subir pero he de bajarme: la pendiente es excesiva y las pedruscos enormes y me desestabilizan. Arrastro la bici por la pista y es bastante incómodo y agotador, hasta que llego a la pista de tierra, subo y desciendo a tumba abierta por su sinuoso recorrido. Pronto dejo atrás la cabaña con la cabeza de vaca, la casa abierta con la mesa y los bancos, y una manada de vacas que me encontré subiendo y ahora pastan al otro lado del camino. Me cruzo con un par de ciervos, que están ya muy cerca de núcleos urbanos, pero imposible fotografiarlos porque cuando freno en seco para tomar la cámara ya se han perdido en el bosque. Cuando llego al hotel y miro el reloj me quedo estupefacto: las siete y media. Calculaba llegar poco antes de las nueve. Dos horas justas bajando lo que he tardado en subir cinco horas y media. Es la ventaja de ir en bici. El bocadillo de la francesa me ha quitado el apetito para ir a comer a El Pollo Loco. Me doy un baño de espuma y agua caliente. Leo, mientras, otro capítulo de la novela negra de José Vaccaro Ruíz. Me visto de arriba abajo, no sea que se le ocurra venir a la camarera a abrirme la cama y me encuentre envuelto en la toalla. Hoy no toca que me abran la cama. Y tras ver y arreglar las fotos ─ tengo de comprarme otra cámara porque lleva muchos golpes y seguro que el dispositivo de entrada de luz en el objetivo anda desajustado, lo que provoca que salgan todas muy claras, con excesiva exposición ─, escribir un rato y ver el telediario ─ Claude Chabrol ha muerto a los ochenta años ─ me voy a dormir.
11 de septiembre de 2010

11S. Fecha fatídica en Catalunya, Chile y EEUU. Los catalanes conmemoramos nuestra derrota ante el Borbón y el recorte de nuestras instituciones, como castigo por apoyar al pretendiente Carlos, entonando un himno, Els Segador, que es un llamamiento a la revuelta. Por fortuna lo más virulento que hay en Catalunya es la letra de Els Segadors. porque el independentismo, salvo el sanguinario y sofisticado Front d’Alliberament de Catalunya que se llevó a Bultó, empresario, y Viola, ex alcalde de Barcelona, por delante con sofisticadas bombas adheridas a su pecho, y los autoinmolaciones de Terra Lliure a los que les explotaban las bombas en las manos, no ha tenido por fortuna el carácter homicida que tiene el vasco. Los chilenos el golpe de estado sanguinario que Augusto Pinochet, con la ayuda de la CIA y el premio nobel de la paz Henry Kissinger, dieron contra el gobierno legalmente establecido del socialista Salvador Allende. Y USA recuerda la cadena de atentados de Al Qaeda en Nueva York y Washington que sirvieron de excusa para que George Bush Jr. empeorara mucho más el mundo invadiendo Afganistán e Irak. Ateniéndome a las estadísticas, que son frías e imparciales, los atentados costaron la vida de aproximadamente 3.000 norteamericanos, y lo que vino a continuación ha costado 4.400 muertos por parte de Estados Unidos y no se sabe cuántos cientos de miles entre iraquíes y afganos. Pero yo estoy lejos de Chile, USA y hasta Catalunya, porque el Valle de Arán tiene su propio estatus dentro del Principado. Así que, ajeno a la fecha, me zampo mi primer y opíparo desayuno en el Hotel de Tredós con huevos fritos, embutidos, zumo de naranja, churros, pasteles y café con leche, y tomo el coche para ir al Clot de Baretges, en donde pienso dar mi último suspiro, pero antes paso, inútilmente, por un supermercado Caprabo, que ahora es Eroski, que está cerrado, porque hoy es fiesta y no me doy cuenta de ello hasta que me doy de bruces con las puertas automáticas que hacen caso omiso a mi presencia y no se abren. Bien, sin zumos, ni gazpacho ─ ya encontraré líquido por el camino ─ ni nada que llevarme a la boca ─ eso ya es más complicado sin escopeta de caza ─ subo hasta el Portillón, en los límites de Francia, me pongo el pantalón corto y la camiseta más horrorosa que tengo, una que pone Chapapote no, gracias, y emprendo el ascenso entre boletaires desencantados, que no encuentran una sola seta, y familias de excursionistas que hacen picnic en los prados. Los tres kilómetros de ascenso los culmino en una hora, tras algunas paradas para hidratarme en los arroyos del camino y tomar fotos. No hay vacas tampoco en el Clot de Baretges. Sí caballos, aunque no tantos como la última vez. Y las moscas, miles, no me molestan a mí sino a ellos. Las tienen en la cabeza, los pobres, próximas al morro. Cuando les picotean en el lomo las espantan con un estremecimiento de piel. Echo en falta un caballo que se parecía a Woody Allen sin gafas. Me temo que haya acabado en la panza de algún francés. El sol es radiante, pero ni aún así derrite un glaciar bien visible en las montañas del lado francés. Me siento en el banco del refugio, cuya puerta han acabado de romper y se han llevado, y leo un par de capítulos de La Vía Láctea de mi colega José Vaccaro Ruíz. El sol es tan fuerte que decido bajar a las cuatro. El descenso es vertiginoso, pero hay que ir frenando y sorteando las numerosas piedras del camino. En quince minutos estoy de nuevo junto al coche, cargo la bici, me visto decentemente y bajo hacia Bossost. No tengo hambre. Desayuné fuerte. Pero sí sed. Y en la primera estación de servicio me compro un refresco de naranja que me sabe a Gloria. En el hotel dormito ante un interesante programa de televisión sobre la batalla del Ebro que sigue a un estupendo documental sobre Australia que precede a uno de linces. Entrevistan a supervivientes. Analizan el momento y los intentos desesperados de los republicanos para que nuestra guerra incivil entrara a formar parte de la Segunda Guerra Mundial que todo el mundo vaticinaba. Franco venció antes de que Hitler y Mussolini incendiaran Europa.
Antes de que se haga de noche doy un paseo por Tredós, el pueblo en donde está el hotel y no conozco. Es un lugar tranquilo, con un río, que debe de ser el Garona, un par de puentes que lo cruzan, y viejas casas de pueblo al lado de segundas residencias vacías. Mientras paseo y saco fotos de un cielo incendiado por el atardecer, deshojo la margarita de ir a cenar o no a El Pollo Frito. Una parte de mí me dice que me lo merezco, por el ejercicio que he hecho subiendo y bajando del Clot de Baretges y mi ayuno absoluto desde el desayuno, y sueña con repetir los tallarines con setas, que estaban geniales, para seguir con una butifarra del Valle con alioli y terminar con el arroz con leche casero, pero otra parte de mí, que se impone, ha visto esta mañana mi panza reflejada en un cuatro por cuatro aparcado frente al refugio del Clot de Baretges, y estima oportuno que siga ayunando. Así es que hago mi Ramadán particular y lo que más deseo es que llegue pronto la hora del desayuno. A las nueve llaman a la puerta de mi habitación. Abro con la esperanza de que alguien del hotel me traiga una cajita de bombones obsequio de la casa. Me encuentro a una mujer bajita y uniformada. Vengo a abrirle la cama. Eso ya lo sé hacer, debería decirle. La dejo pasar, golpea mi cama con las manos y dobla un poco la sábana. Gracias, me dice al marchar. Mi sacrificio gastronómico ─ estoy, en la habitación, tentado de romperlo cada vez que veo en mi cabeza los tallarines con salsa de queso y setas ─ me sirve para que trabaje Otumba, que tenía abandonada desde que estuve en Atienza, y cree un secundario más, y van sesenta, por parte de los mexicas o tenochcas. Venzo la tentación de descolgar el teléfono y pedir a recepción que me suban un sándwich y una cerveza. Desde luego soy duro conmigo mismo. Mi otro yo me tienta con una bolsa de cacahuetes, que compré en Atienza, y debe de estar en la mochila que dejé en el coche. Tampoco da resultado. El ascético se impone al epicúreo y ni un caramelo. Y con el estómago encogido y un hambre que me subo por las paredes, con el firme propósito de darme mañana un homenaje gastronómico en toda regla, y con el ruido de fondo de un bebé que gimotea dos habitaciones más allá de dónde estoy, me voy a la cama esperando despertar pronto en medio del bufet del desayuno. Voy a beber agua para engañar al estómago.

10 de septiembre de 2010


Esta habitación blanca del Parador de Tredós tiene buenas vistas. Pero para llegar hasta aquí he debido conducir cuatro horas. Negocio el precio de la habitación a la baja en recepción. Y como tengo hambre les ruego que me sirvan un bocadillo en el jardín, una chapata con tomaate y lomo embuchado y una mediana mientras sigo con la lectura de La Vía Láctea. Quiero trabajar y me vence el sueño. Además abró el pequeño balcón y una maravillosa luz de sol da directamente en la colcha. No lo pienso más, Siesta de una hora, o dos. Me levanto nuevo, pero con un montón de moscaa incordiantes que tendré que liquidar antes de dormir por la noche.

Subiendo a Baqueira y Beret, por la carretera que serpentea y tantas veces subí en bicicleta, tropiezo con un grupo de caballos que pastan y me miran de reojo. No veo vacas. Deben haberse ido a sus localidades de origen porque los aranese alquilan sus pastos a todas las poblaciones del PirineoUna visita a Baquiera Beret es obligada. Así es que subo con el coche, con la intención de ir a Montgarri en bicicleta. Se queda en eso, intención. Pero aprovecho para hacer alguna foto.Artiés me trae siempre buenos recuerdos, sobre todo gastronómicos. Así es que después de pasar un rato en Baqueira Beret y optar por no coger la bici porque el sol ya se fue y hace realmente frío, bajé con mi coche a ese enclave que es un pueblo precioso en donde muere un profundo valle, Valaartiés, que se adentra entre picos de alturas espectaculares como el Montarto. Llego cuando las calles encienden las primeras luces y los viandantes andan rápidos y abrigados preguntándose qué hace este loco con pantalón corto y sandalias
Lleva agua el Garona hacia Francia. De noche y todavía tiene brillo suficiente para salir en la foto. Muchas casas de Arties se elevan al paso de su curso y sus moradores duermen con la nana de sus aguas. Artiés es la cuna de Gaspar de Portolá, uno de los pocos conquistadores españoles de origen catalán que se conocen, aunque ¿son catalanes los araneses? Portolá fue el primer europeo que se asomó a la sima del Gran Cañón y se quedó ensimismado porque no sabía como cruzarla. No la cruzó, claro, se dio media vuelta. Esta torre mediaval es lo que se conserva de su casa natal que queda adherida al moderno parador de turismo - ese minúsculo territorio tiene dos. el otro en Vielha-que lleva su nombre.Oscurece pronto y baja la temperatura cuando paso por delante de una de las dos iglesias románicas que tiene Artiés, aunque esta puerta sea de un gótico primitivo. Con quince grados apetece cenar caliente. He estado olisqueando en todos los menús que los restaurantes tienen en el exterior y ya tengo tomada la decisión. Así es que me dirijo, tiritando - sigo con manga corta y sandalias - a El Pollo Loco. No se asusten, con ese nombre es un restaurante sofisticado y su precio, 12 euros, muy interesante para los tiempos que corren
El por qué nunca, hasta hace tres años, había ido a comer a El pollo loco de Artiés tiene su explicación. ¿Usted cree que un restaurante con ese nombre puede ser bueno? ¿No le suena el nombre a pollo a l'ast? ¿O a un chino? Pues se equivocó, como yo. Solía ir a un restaurante que había en el edificio, en la primera planta, que tenía un menú de cazador, buenos patés y unas zanahorias a la mostaza exquisitas -yo intenté cocinarlas un día y fue un desastre -, local central en el relato LOS SURCOS DE LA ESQUIADORA DE FONDO (la camarera francesa era una de los infortunadas protagonistas y nunca lo supo), pero cerró y un día probé a subir las empinadas escaleras y desemboqué en la segunda planta, en El Pollo Loco. Me gustó su decoración, pero más me gustó su comida. Lo lleva un francés, muy amable, que pregunta si la comida es de tu gusto, y sirve una espigada y muy atractiva camarera gala que no sé si vampirizaré para algún personaje.



Nada como este postre, una tarta casera de queso blanco con arándanos y fondo de galleta, para culminar esta primera cena en el Valle de Arán que empezó por unos tallarines con setas y salsa de queso aromatizada con jerez y confit de pato con compota de manzana, todo ello regado con vino tinto.
9 de septiembre de 2010
Un año más, mientras bajo a Barcelona, en mi coche. ¿Y qué es la vida? Un soplo, pero suerte de la memoria. Recuerdo un relato de juventud que escribí, precisamente, pensando en el momento en que estoy. Su título: EL PASO DEL TIEMPO. Contra eso no hay nada que hacer. Sigo el descenso tomando suavemente las curvas, que hay muchas. Entro por la Ronda Litoral. Aparco el coche junto al mar. Y me monto en la bici. Lo primero recuperar la tarjeta de crédito. Con la nueva en la mano estoy más feliz y seguro. Me olvido de comer, porque el día es tan extraordinario y luminoso que sentarme en una terraza lo considero pérdida de tiempo. Voy hasta el Hotel Vela.

Me baño en la playa. Sigo pedaleando. Del hotel Vela al Forum. Nuevo baño en la piscina desierta de agua salada, vigilado por dos socorristas argentinos que charlan animadamente. Dejo que pasen las horas. Nueva carrera en bici, esta vez hasta Bertrand, la más grande librería de Barcelona,en la Rambla de Catalunya. Compruebo que mantienen en lugar visible algunos ejemplares de LA FRONTERA SUR. Buena señal. Pedaleo de nuevo hacia el mar, pero lo hago por Portal del Angel, sorteando peatones, la plaza de la Catedral, salgo a Vía Layetana y desde allí a la Barceloneta. Unas cuantas brazadas en un mar revuelto. El día se estira como un chicle. Ojalá pase lo mismo con la vida. Nuevo baño. El mar está algo picado. Estoy en la zona nudista. Pero hay textiles, como yo. Buena convivencia. Me voy al cine. Una floja película: LOPE. Me aburre y hasta Juan Diego, que siempre está bien, está mal. Y Leonor Watling, que estaba maravillosa en SON DE MAR, cuando la descubrió Bigas Luna, y aquí sin gracia. Lo único que me gusta es que esté rodado en Issauira, la ciudad marroquí del viento, un enclave espectacular cerca de Marrakech, batido por las olas. Ya anochece. Las luces se encienden y hago muchas fotos. Barcelona es bonita y fotogénica. Me recuerda Miami. La música brota de los chiringuitos de playa. Voy de nuevo al hotel Vela y subo por una pendiente hasta una enorme terraza mirador. Dos chicos se besan apasionadamente junto al mar. Hago fotos. No a los chicos, a unas nubes rojizas, espectaculares. Y pedaleo hasta la Ría de Vigo. Allí están mis chicos, altos, guapos mocetones, el orgullo de su padre. Abrazos y besos. Mientras comemos los calamares y los pescaditos fritos que preceden a la paella marinera, desenvuelvo los regalos que me van entregando: el último disco de Sade, mi maravillosa cantante de la que LA MUJER ÍGNEA es velado homenaje; una serie televisiva llamada MAD MAN, que no conozco. Un CD de un grupo islandés de música. La ultima y voluminosa novela, 1700 páginas, de Pynchon. LAS BUENAS INTENCIONES, de Billi August, biopic sobre Bergman. Cae la paella. Hablamos de cine y literatura. Del mundo que les dejamos los de mi generación: duro. Del escaso trabajo. De proyectos. De mis novelas. De un audivisual que quieren rodar para promocionar MAREA DE SANGRE. Llegamos a la 1 con chupitos. La velada, maravillosa. Ellos cogen su coche.Yo mi bici. Y de la bici al coche. Del coche a Vic. De Vic a Facebook. Y de Facebook a la cama después de emocionarme con las cientos de felicitaciones cariñosas que me llegan y haber liquidado un par de moscas que incordian.

8 de septiembre de 2010
Transito por los páramos de Castilla después de hacer el equipaje y soltarle cincuenta euros, negros, al ecuatoriano. A las 9 de la mañana la luminosidad es extraordinaria. Opto por coger una carretera que va a Soria y tomo el desvío a Medinaceli. En un punto indeterminado, a pocos kilómetros de un pueblo, surge de un trigal un corzo y cruza a la carrera la carretera. Me sorprende y no puedo fotografiarlo. No creía que éste fuera territorio de cérvidos. Ya veo que sí. No hay bosques en donde puedan ocultarse, todo es campo, ancho campo que llega hasta el horizonte. Dejo atrás Medinaceli y me meto en la N2. El 30% de la autovía se encuentra en obras. Circulo un buen rato por un solo carril, lento, y mientras me pregunto qué necesidad hay de hacer obras en esos tramos que estaban bien, porque así los recuerdo de otros viajes, y porqué no dedican esos esfuerzos y ese dinero en desdoblar la N2 a la salida de Zaragoza, por ejemplo. La circulación es lenta hasta La Muela. Los dos carriles se convierten en uno, constantemente, y circulo con frecuencia por el lado opuesto de la autovía. Pongo 50 euros de diesel en una estación de servicio. Y ya no me detengo más hasta mi destino final: Vic. Llego justo cuando mi amigo de hace cuarenta años deja mi plato de comida en la mesa. Me abre con mandilón. Nos damos la mano. Saludo a su hijo. Soy un poco como el tío de esta familia: siempre soy bien recibido, tengo un plato en la mesa y cama. Hablamos, mientras comemos, de mi viaje, de cine, de literatura, sobre todo de política. Una copa de orujo gallego después del café nos da más soltura. Nos acordamos de los trileros de la economía mundial que nos han estafado a todos sin que hayamos abierto la boca. Cuestionamos el sistema y nos desahogamos, aunque sepamos que no vamos a ir a ninguna parte y lo nuestro sea una pataleta privada. Criticamos a los sindicatos, pero no abogamos por su desaparición, como le gustaría a la derecha, sino por potenciar su atrofiado músculo reivindicativo que no ejercen desde la muerte del dictador. Vendría bien un cigarrillo, pero no lo hay. Luego escribo en el salón mientras dos moscones, atontados, me incordian y no consigo darles caza. Y miro una impresionante nube blanca, como una explosión, que emerge desde la cima del Matagalls del Montseny. El cielo está cubierto de marvillosas nubes azul cobalto, pero no llueve. A cenar nos vamos al Lisardo, una taberna gallega que hay en Vinyolas, antigua colonia surgida alrededor de una Farga. Pimientos del Padrón, lacón, cachelos, pulpo y Ribeiro. Pura comida gallega, en honor a los genes gallegos de mi amigo, cocinada por un libanés que, con sus hermanos, lleva el negocio. Y allí nos da por hablar de Polanski, porque el hijo está viendo La semilla del diablo, y de Apocalipse now, la película que mejor refleja el horror y la locura de la guerra. El horror, le dice Kurtz/Marlon Brando a un inmenso Martin Sheen que ha subido ese rio para matarlo. Cuando, antes de meterme en la cama, entro en Facebook me encuentro con muchas felicitaciones. ¿Feliz por cumplir años? Siempre es mejor que no cumplirlos. Aunque la vida es un suspiro y uno se pregunte muchas veces de qué nos sirvió ser el espermatozoo más rápido. Para estar aquí. Y estamos, ¿para qué? Bueno, pues para tomar pulpo en el Lisardo, beber una copa de orujo, pensar en tu chica, mirar el cielo nublado o emocionarte por la gente que se acuerda de ti en este día. Y para escribir, una buena razón para seguir despertando cada mañana.


5 de septiembre de 2010Sigo con mis despertares cuartelarios, y bajo a desayunar a las 9 y media después de trabajar un poco. A mitad de desayuno bajan dos parejas. Las esposas bromean sobre la forma de roncar de sus maridos. Miro el correo. El ordenador va lento y produce ruidos extraños, como si millones de hormigas habitaran en su interior. Me afeito, porque la barba blanquea mi cara. Y monto en la bici. Saliendo de Atienza descubro una estrecha y desvencijada comarcal que me indica Madrigal a 7,5 km. Allá voy. La carretera desierta atraviesa un hermoso paisaje de trigales segados y campos de girasoles que, pese a su nombre y el sol radiante, aparecen cabizbajos. Lo que creo es un grupo de piedras en una explanada de tierra roturada ocre se concreta, a medida que me aproximo, en un rebaño de ovejas con su pastor y su diminuto perro. Nos saludamos al cruzarnos. Cuento las ovejas negras: 6 entre un centenar. Hoy creo que pediré cordero en el Convento. Sigo camino y cojo una senda que me lleva a una ermita. La fotografío. El estado de la comarcal es ruinoso, el asfalto mordido o falta. Una fuente, en el camino, aplaca mi sed. Sigo ya, sin pausas, hasta Madrigal. Pero me detengo en un trigal, a escuchar. Canta, inconfundible, una perdiz. Me acuerdo de cuando mi tío el médico salía al alba, con la escopeta al hombro, a cazarlas y regresaba con un puñado de ellas colgando del cinto. Tampoco estaría mal una perdiz escabechada En Madrigal hay muchas casas desmoronadas. Y un banco, a la sombra, en el que me siento a leer un divertido capítulo de La Vía Láctea. Estiro las piernas por el pueblo. Le doy a la hebra con un lugareño. Hablamos de tiempos pasados, de cincuenta años atrás. El agua corriente la tenemos desde hace treinta años, me dice. Me despido. Aquí estaré si no me he ido, dice, refiriéndose a irse definitivamente. Bebo un sorbo de agua en la fuente en cuyo fondo verduzco nadan renacuajos cabezudos a punto de ser ranas. Y camino de regreso a Atienza tomo una pista de tierra que me lleva a Cinco Villas. Buscando la fuente ─ me estoy convirtiendo en un catador de aguas─me topo con la iglesia, románica y con soportal, como todas las de la zona. Estoy a punto de entrar pero me detengo al darme cuenta que están en misa. Me siento en un duro banco de piedra del exterior, a la sombra. Y escucho el sermón del cura. Habla de la obediencia, y saca a colación, como desobedientes, a Lutero y Enrique VIII. Loa al papa. Su voz me adormece. Cada cura es un actor de teatro frustrado. Un tipo seco, con barba, un Don Quijote perfecto de una ilustración de Doré, se sienta a mi lado. El ateo del pueblo que espera que su esposa beata salga de misa. Le pregunto dónde está la fuente de Cinco Villas y me dice que se pase por su casa y me dará agua. Valoro su hospitalidad, pero bebo en la fuente del pueblo y luego tomo una carretera que espero me lleve a Atienza, lo que hace, sí, pero después de dar mucha vuelta. Y mientras, los tábanos me agujerean la piel, se me hinchan los brazos por los picotazos. Faltan pájaros, que se los coman, y otros mamíferos, que no sea yo, a quien piquen. Antes de subir al Convento cumplo mi rito de final de excursión: una lata helada de refresco de naranja en la máquina de la gasolinera y allí trabo amistad con un gato blanco. Y en el Convento, me ducho, veo un poco la tele, me entero de que ETA, disfrazada de palurdos con boina y antifaces, estética tan anacrónica como su pensamiento, si tienen, declara la enésima tregua que nadie cree. En el blanco restaurante una pareja come en silencio y yo me siento a mi mesa libro en mano. Una cerveza, para la sed. Un gazpacho, que es siempre sano y hacen bueno. Y cordero, que está divino, porque no había perdiz en la carta sino codorniz. En medio José Pariente y agua. Y remato la comida con unas natillas con soletilla, millón de veces mejor que la de ayer noche, y café solo. Siesta de una hora mientras entreveo un interesante programa de Luis Pancorvo sobre los azeríes, kurdos cuya religión viene directamente de Zoroastro.
Y luego me levanto, escribo un poco y me voy a estirar las piernas hasta el castillo. Subo a lo alto de la torre, pero tengo que bajar porque, pese al viento, hay miles de hormigas voladoras que se me meten en el pelo, bajo la camiseta y pantalones y hasta se afanan en leer conmigo. Estoy de insectos hasta la coronilla. Y bajo cuando anochece al Convento, cruzándome con grupos de rumanos que suben al castillo para ver la puesta del sol. No ceno. Me he mirado el estómago en el espejo y tomo esa sabia decisión. Y trabajo dos horas. Y bajo al salón, que ya no es lo que era, hay luz y no hay fantasmas, suena la tele y corretea un niño. Nada como esa primera noche solitaria en el convento. Quizá porque fue la primera.
4 de septiembre de 2010

Con puntualidad espartana me despierto a las 8 y cuarto, quince minutos antes de que suene el despertador. El sol, entrando por la ventana abierta siempre me despierta antes. Y bajo a desayunar con el ordenador bajo el brazo. Mi soledad de convento se ha truncado: ayer, por la noche, llegaron dos jovenzuelos en un Seat Ibiza que exhibía en una pegatina de su cristal trasero una leyenda explicita: ¿Quieres sexo? Los muchachos bajan a desayunar en meyba, camiseta y chanclas cuando yo ya he terminado. Y la dueña del Convento de Santa Ana me da una pésima noticia: lunes y martes el hotel cierra por inspección de legionella. Habré de buscar otro convento, u otro molino. Salgo en mi bici con el ánimo de una excursión corta, pues deseo probar las exquisiteces culinarias del hotel. Veo un indicador de carretera que me gusta: Hiendelaencina. Allá voy. Veinte kilómetros. Bajada, que luego será subida. No llego. Me quedo por un desfiladero que corre paralelo a un río parco de aguas y festoneado por álamos. Yo a todo árbol lo bautizo como álamo. Y emprendo regreso porque no he cogido ningún líquido para le excursión. En un pueblo llamado Naharro intuyo una fuente y no me equivoco. Me refresco y doy un breve sorbo al agua que mana de un caño. Y descanso en un banco metálico, a la sombra de una encina, o lo que sea, leyendo Moctezuma y el Anahúac, uno de los ocho libros que llevo conmigo. Un paisano con tres perros ladradores trata de enrollarse conmigo, pero yo no le doy juego. Sigo carretera arriba hasta que distingo la silueta inconfundible del castillo de Atienza. Miro la hora. 13 y 15, demasiado temprano para comer. Exploro un camino de tierra que sale a la derecha. Y busco la sombra de un álamo solitario con la intención de sentarme a su sombra y continuar leyendo. Descubro un huerto, minúsculo y descuidado. Las tomateras yacen tumbadas y los pocos tomates que alumbran están verdes, que si estuvieran maduros no les haría ascos. Hay un par de enormes berenjenas, y dos melones pequeños, y vainas secas de judías. Tengo hambre y me como el interior de una vaina que arranco. Y un puñado de cacahuetes. Me entra ser, entonces. Y monto en la bici soñando con el refresco de naranja que extraeré de la máquina de bebidas de la gasolinera. Hoy no está tan fría, o quizá no tenga tanta sed como ayer. Me ducho en el hotel y bajo a comer. No estoy solo. Hay una ruidosa familia, un matrimonio y un single como yo, más joven y sin pelo. Sopa castellana, de primero, y carrilleras con compota de manzana y puré de patata, de segundo. De postre tarta de queso con arándanos. Y café. Bueno todo. Me retiro a hacer la siesta, porque la cerveza y las dos copas de José Pariente me dan sueño, y pongo el despertador a las 17 30. Bajo con mi ordenador y me instalo en una enorme mesa redonda del salón. Y voy subiendo contenidos e imágenes al blog. Trabajo luego en la habitación con el libro de Pablo Moctezuma Barragán que me da jugosas informaciones sobre la sociedad mexica. Y al anochecer me voy, con La Vía Láctea bajo el brazo, al bar de soportales de la rumana antipática. Tras leer 4 páginas y viendo que no me atiende ni me atenderá ─ departe, en el interior, con cinco ruidosos compatriotas (me preguntó qué hacen tantos rumanos aquí) ─ me olvido de la tortilla de patata y la caña y me voy a una terraza al lado de la Iglesia de San Juan. A falta de tapas pido un revuelto de espárragos y una caña. Hay tan buena luz que no preciso de gafas para leer. Y de postre, tras su insistencia sobre un flan de café que el dueño del establecimiento no se cansa de loar, lo que me cansa a mí y me produce cierta desconfianza, opto por unas natillas. 16 euros. Bajo al hotel por las empinadas cuestas, dando un lento paseo. Esta noche hace calor. Los vecinos están fuera de sus casas, tomando la fresca y hablando. Uno me pregunta que adónde fui con mi bici esta mañana. Aquí nadie pasa desapercibido. Me encierro en la habitación, a trabajar, mientras una mosca pesada me incordia. Alguien me dijo que las moscas son necesarias como alimento de los pájaros. Pues faltan pájaros, me digo, mientras la ejecuto con el libro de Moctezuma. Y muerto de sueño caigo en la cama, a eso de la una y media. Fin.

3 septiembre de 2010No soñé con monjes ni monjas. Caí en coma y me despertó el reloj del teléfono móvil. Miré el cuadro de la ventana. Me duché. Bajé a desayunar. A las nueve. Sólo estoy yo. Nadie más en este inmenso Convento de Santa Ana de Atienza. Buen café con leche. Zumo de naranja natural. Tostadas con tomate y aceite. Dos mini croissants. Un trozo de bizcocho. Leo el correo mientras como. Luego me siento en un cómodo sofá del infinito salón de estar comedor que ocupa toda la planta baja, sin separaciones, como un gigantesco loft.Bajo la bicicleta del coche. Cojo la cámara de fotos, un libro, La Vía Láctea, por si me da por leer en un páramo; compro pan, paté, zumo de naranja, dos litros, y lo cargo todo en la mochila. Y con el casco colgando del manillar emprendo un recorrido a ninguna parte. Pedaleo con una mañana fresca. Salgo de Atienza por una pronunciada pendiente y desemboco en una carretera que indica Aranda de Duero. Cojo esa dirección, como podía coger otra. No tengo destino. Y mientras pedaleo paladeo el paisaje, me detengo a hacer fotos, aspiro el aire fresco.Una encrucijada. El destino. Aparece una señal que indica Miedes a la derecha. Voy. Mientras pedaleo retrocedo cincuenta, cincuenta y un años, cincuenta y dos años, por cada uno de los tres veranos pasados en ese pequeño pueblo en mi infancia. Hay pendientes suaves. Paso Alpedroche. De cuando en cuando las alamedas me refrescan hurtándome de un sol que ya empieza a quemar. No hay coches en esta comarcal. No hay habitantes en los pueblos. Esta Castilla despoblada es su principal encanto. Trigales infinitos, segados. Tierras ocres, roturadas. Siluetas azules de montes. Rebaños de nubes. Alamedas me rompen el paisaje y señalan tierra húmeda. Alimoches que planean en un cielo lleno de nubes blancas. Y en el horizonte, en las crestas de los montes, las siluetas de los molinos eólicos.Miedes de Atienza. Llego. Una vez más al pueblo de mis mejores veranos de mi infancia. El territorio poblado por gente con boina y refajo, niños que se tragaban los mocos, millones de moscas y mulos y asnos. No hay moscas, la boina quedó para algunas fotos antiguas que exhibe el ayuntamiento, los niños no tienen mocos y se conectan con sus portátiles a internet, y los burros y los mulos desaparecieron engullidos por enormes tractores. La antigua casa de mi tía sigue en pie. Enorme, cuadrada, señorial. Hay flores en el balcón. Llamo a la nonagenaria escritora de la familia. ¿Adivina dónde estoy? Lo adivina porque lee este diario. Me dice que llame a la puerta, que vea la casa por dentro, pero no hay nadie. Me siento en un banco de la plaza en donde cincuenta y tres años atrás me rompí una pierna dando vueltas en bici y un mozo del pueblo, como bienvenida al chico de ciudad, me descalabró de una pedrada. Repongo fuerzas con zumo y un bocadillo de paté porque en el bar del pueblo, dentro del ayuntamiento, no hay hoy servicio. Saliendo de Miedes cojo una carretera más estrecha que me indica Bañuelos. Ruta del Quijote. El sol ya calienta. Pedaleo cinco kilómetros de bajadas y subidas. Ancha es Castilla, me doy cuenta por lo que abarca mi vista. Me siento mesetario, como me siento catalán y extremeño. Soy mezcla de tres regiones que llevo o en la sangre o en el corazón. Me gusta este paisaje seco, duro, adusto de Castilla. Bañuelos es un pueblo abandonado. Nadie sale de las casas. No hay perros ni gatos en las calles. No se escucha a ninguna gallina. Subo por una pendiente pronunciada hasta su iglesia románica porticada. Y voy luego, cruzando una frondosa alameda, hasta la fuente de los seis caños. Y me tumbo, bajo el techo verde de los álamos, a hacer la siesta. Ningún ruido salvo el rumor del viento agitando las miles de hojas de la alameda y el gorgoteo incesante del agua. Duermo.Sigo una pista pedregosa. Las ruedas de la bici patinan en las subidas. El sol está en todo lo alto. Las tres y media del mediodía. Ante mí un gigantesco parque eólico. Me acerco a esos nuevos molinos y me pregunto qué diría Don Quijote al verlos. Son gigantescos. Paso por debajo de ellos con un estremecimiento. Me tocan las sombras de las aspas que giran y giran con un silbido constante. Pedaleo kilómetros por esa pista entre molinos confiando que me lleve a alguna parte. Pero hay caminos que no llevan a ningún destino. Como éste, cuyo destino es el último molino eólico, el que hace cincuenta, y allí muere.Descubro, de regreso, un atajo muy pendiente y sinuoso. En algún tramo he de bajar de la bici. El camino pasa por varias casas y apriscos en ruinas y muere en un trigal. Lo cruzo en la bicicleta. Suerte que lo han segado. Y alcanzo la carretera. Tengo sed. En una pendiente acabo lo que queda de dos litros de zumo. Mi alma por una cerveza. Pero estos son pueblos sin bares. Así es que sigo pedaleando, sin pausa, con la boca seca. Hay una pendiente de tres kilómetros que hago sin tocar el pedal. Pero luego viene una subida de dos que resulta agónica con este sol. Salgo, antes de lo que creía, a la carretera principal, la que va a Aranda y Sigüenza. Tiro hacia Sigüenza. Pero en cuesta. Me detengo a hacer fotos, y a respirar. Tenía que haber cargado mucho más líquido. Cuatro litros, el doble. Y aparece, por fin, la silueta del castillo de Atienza. Pero aún faltan dos kilómetros. Y en cuesta. Y con sol. En la estación de servicio antes de subir al pueblo hay una máquina de bebidas. Mi salvación. Por un euro tengo en mis manos un refresco de naranja helado. Lo bebo de un solo trago. Y ya sí, subo el último tramo, la última cuesta, la que me lleva derecho al convento siete horas después de haber salido. Cuarenta kilómetros entre ida y vuelta. No son muchos.Me ducho. Me estoy un buen rato bajo el agua fría. Desearía que saliera más fría. Y caigo en la cama, viendo como un babuino mata a la cría de un rival, un león desprecia una presa por no mancharse de barro y un leopardo trepa a un árbol para comerse a un mono. Comemos o nos comen. Esa es la cuestión. Cierro los ojos. Esos programas de animales son extraordinarios para hacer la siesta.¿Y Otumba? Mañana. Mañana día intelectual. Mañana día y noche encerrado en el convento con lecturas. Mañana hasta comeré en el convento. Y la bici no se moverá. Ahora me voy a pasear al centro del pueblo, a la plaza del Ayuntamiento, a un bar regentado por una rumana algo antipática, y le pediré una caña bien fría de cerveza y una ración de tortilla de patata, que la vi ayer y no tenía muy mala pinta. Y mientras bebo y como iré leyendo La Vía Láctea, o uno de los libros mexicanos que me he traído sobre Moctezuma. Y esta noche nada de psicofonías, porque a las once, cuando cierren el convento, yo estaré en la cama.

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