LA FIRMA INVITADA

Ser jurado del premio de relatos La Lectora Impaciente me permite, entre otras cosas, disfrutar de buenas lecturas y darlas a conocer en este blog gracias a la amabilidad de la promotora del premio, la escritora argentina Adriana Serlick. El relato que ganó este año, de la bonaerense Beatriz Gamble, es una pieza maestra, sensible y sorprendente. Literatura con mayúsculas. Que lo disfruten.

PREMIO DEL 7º CERTAMEN INTERNACIONAL
DE RELATO “LA LECTORA IMPACIENTE”

OJOS AZULES COMO MARES
De Beatriz Gamble


Las visitas de Germán ocurrían siempre del mismo modo, de manera que describir una equivaldría a describirlas todas. Abría la puerta, se arrojaba a mi cuello y me besaba con besos fogosos e inexpertos. Cuando se apaciguaba me trataba de convencer que en el Viejo Mundo no tendríamos que preocuparnos por lo que de este lado del mapa significaba pecado. Esta impresión era notable, sobre todo cuando se hinchaba con el discurso mientras se sacaba el slip, las medias, la camisa y se recostaba a mi lado. Entonces me interrogaba con los ojos. Yo me limitaba a bajar los míos, pues nunca encontré la ocasión oportuna para decirle la verdad. ¿Qué harías si vivieras en España? Iría a visitar la tumba de mis abuelos, respondía abandonando en ese mismo instante un sueño impensado. Después del placer sacudía el cuerpo como un perro y por unos momentos yacía agotado, con las piernas abiertas. Tengo hambre. El amor engorda, anunciaba. Mientras masticaba papas fritas, que crujían entre sus dientes cuadrados y blancos, insistía: En este país de mierda siempre nos tendremos que ocultar, en cambio allá, podríamos andar a la vista de todos. En ese punto, tengo la seguridad que advertía que mi apetito erótico recogía sólo respuestas vagas, pues no tardaba en comprender que su discurso era insuficiente, que era incapaz de expresar su decisión porque hacerlo implicaba reñir. Algún día vas a amar a otra persona, añadía yo sabiendo que lo hería. Se levantaba de la cama fastidiado. Mientras cerraba las cortinas del ventanal afirmaba que no comprendía mi obstinación y después se alejaba, encantador en la penumbra, moviendo la espalda huesuda encima de sus nalgas desnudas. Lo nuestro es simple atracción física, mencionaba yo como al descuido. Me miraba para hacerme creer que no había escuchado. ¿Dijiste algo?, preguntaba con cara de desentendido. No, nada. Se envolvía en la bata y desaparecía tras la puerta de la cocina, definitivamente molesto.
Comenzaba a picar cebollas y ajos como un desquiciado y colocaba el sartén sobre la llama. No abras ese vino, me ordenaba cuando estaba por descorchar una botella de cabernet, ¿todavía no aprendiste que el salmón se acompaña con chablis?, decía cuando la sensación de placidez moría en el aire. No podía dejar de observar cómo trozaba el pescado. “Con ese enojo logrará despedazarlo” Sin embargo, sus dedos finos y ágiles se movían con la delicadeza de un ángel. No te enojes. No vale la pena. No respondía. Continuaba dorando las verduras, añadiendo el tomate, las hojas de laurel, la pimienta y la sal como un chef. El aroma de la fritura, la cebolla brillando en el aceite, los espasmos del morrón que explotaba, los fragmentos de ají picante y su mal humor inflamaban su rostro, entonces bebía de un trago el vino que le ofrecía. “Hay sabores tan fuertes que al mismo tiempo resultan adictivos y casi insoportables. Mientras lo observaba imaginaba la comida que preparaba reventando en nuestras bocas igual que cuando hacíamos el amor en diferentes secuencias, superponiendo el dulce al salado, el ácido al amargo, del mismo modo que nuestros cuerpos se deslizaban por aquellos caminos conocidos. Me voy a Barcelona, confesó esa vez para castigarme.
Por un tiempo me amó como aman los adonis e intentó llenar mi vida de pequeños placeres: Me resulta divertido cocinarte, decía provocador, es como valorar las virtudes de un buen amante. Esperaba que descubriera los ingredientes del manjar con la mirada, el tacto, el oído, el sabor y el olfato. Podrías tragar de un sólo bocado este cordero, pero te perderías la mejor parte. Desvestite, quiero adivinar qué vas a ofrecerme, le exigía. De inmediato mi nariz recorría su cuerpo para arrastrar los perfumes de su piel: Se recostaba obediente a mi lado y enrollaba su lengua, más acariciadora que sus manos, más expresivas que sus ojos; la retorcía y la alargaba como un pétalo y lamía mi pecho escuálido. Para besar bien hay que paladear y morder y chupar y succionar, decía.
Con el correr de los días aquellos juegos supieron más a crímenes que a milagros. Me rehusaba a aceptar la verdad de un modo ingenuo y en esa negación fui agrediendo a quien más amaba. No quiero tu piedad, le dije esa mañana cuando me acercó la taza de té a los labios como si fuera un inválido y su protección me importara algo. Con excusas banales me había regalado un bastón con empuñadura de plata que había pertenecido a su tatarabuelo, capitán del ejército del general Roca: “Un valiente de los de antes. Quiero que lo conserves” ¿Para qué lo quiero? ¿Me tenés lástima? ¡Siempre estás largando crueldades escondido detrás de tu ceguera!, y molesto dejó la taza sobre la mesita del cuarto. Por primera vez le pedí que se fuera. Apenas se filtraba una brisa por la rendija de la ventana. Tartamudeó una serie de necedades mientras guardaba en una caja el gorro y el delantal de cocinero, sus libros de recetas y todo un arsenal de condimentos. Recuerdo con qué rabia arrancó la chaqueta de gamuza de la percha que quedó bailoteando en el caño del placard como un muñeco descabezado. Después su orgullo se concentró en un silencio molesto. Sospecho que mi rostro tenía la tensión del resentimiento y que lo percibió claramente. Ya encontrarás alguien que te consuele. ¡No seas miserable, Horacio!, dijo cuando salió dando un portazo. Lo dejé ir sin una recriminación, sin reproches, como un hombre.
Dos meses después nos encontramos en el Café Las Delicias de Quintana y Callao. Mis ojos parpadeaban sin ver más que manchas brumosas y vagas. Tenerlo frente a mí casi sin poder distinguir su rostro perfecto inundó mi corazón de pena. Palpé el encendedor, el paquete de cigarrillos y después rocé el borde de la tacita de café, la cucharita de aluminio y el sobre del azúcar. Mientras revolvía intuí que me miraba y sentí una especie de humillación inenarrable, no obstante ensayé una pequeña sonrisa y terminé echando la culpa de mi dolor de cabeza al encierro del bar. Hablamos tonterías, me contó que tenía el boleto de avión y contactos, y en varias oportunidades intenté algunos gestos de alegría falsa, incapaz de revelar cuánto extrañaba abrazarlo y el aroma de sus salsas impregnando la casa. Tampoco le pude decir que jamás dejaría de untar queso roquefort en la baguette y llenar el piso de migas; ni olvidaría nuestras risas cuando nos dábamos de comer en la boca esas aceitunas verdes y enormes rellenas de morrones metiendo la mano entera dentro del frasco del vinagre; ni cuando tomábamos cerveza mezclando la espuma en nuestros labios. ¿Cómo dejar de añorar aquel restaurante de San Telmo y el pato al coñac que nos servía el mozo cuando ya íbamos por la segunda botella de Luigi Bosca y los ojos nos brillaban como estrellas?¿Cómo olvidar nuestros regresos a casa y los abrazos desesperados que luchaban con todas sus fuerzas para que aquel instante no se esfumara.?
¿Querés caminar un rato? Por unos segundos me sentí sano y aunque no pude prodigarle una mirada de gratitud ni revelarle que iba a morir en pocos meses, acepté. Apenas podía distinguir las luces de la calle, unos seres fantásticos aparecían combinados con el rojo del semáforo, los carteles de Heineken y las paradas de taxis: Será mejor que me olvides, le dije apurado en la esquina de Vicente López y Junín con deseos de huir. No digas eso, Horacio… tal vez te decidís y viajás más adelante.
El tiempo transcurrió implacable. Hoy apenas puedo sospechar las madrugadas por los poros de mi piel reseca como una pasa de uva y hurgar con el tacto de las yemas el borde de la bañera para sumergir mi cuerpo que es la mitad de lo que era. Tal vez la ceguera sea la mejor parte y me ayuda a no ver lo que no quiero ver en el espejo.
Germán me envió una fotografía desde Ibiza. Puedo imaginar sus ojos azules como el Mediterráneo, sus ojos azules como mares.

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