DIARIO DE UN ESCRITOR
Arán, 16 de octubre de 2012
Siempre hay una primera vez. De buscar setas, por ejemplo. Y
hallarlas.
La excursión surgió después de mi cerveza y lectura ritual de El País.
—¿Te apetece ir a buscar setas por la zona del Portillón y luego subir
al Coth de Baretges?
—Me apetece.
—Pues te vienes a comer y nos vamos luego.
A las tres y media estaba comiendo en Hiru, tres en vasco, en compañía de El camarero que lee a Thomas Mann y hace virguerías en su cocina y
su encantadora esposa. El risoto con ceps estaba exquisito; con el bacalao al
pìl pil, lloré; los quesos franceses estaban de muerte. Pero eso fue después de emprenderla a hachazos
en el garaje de mi casa y resistírseme una gruesa rama de avellano a ser cercenada, cosa que no había sucedido
con las seis anteriores que fueron troceadas sin piedad con golpes precisos de
hacha y almacenadas en el hueco de la escalera para el crudo invierno que se
avecina. Y después de ver, también, unas fotos en blanco y negro que me
quitaron el hipo y me hicieron desear embarcarme en La máquina del tiempo de H.G. Wells y retroceder treinta años
atrás, por ejemplo.
Íbamos pertrechados con capazos, con el optimista deseo de llenarlos,
y navajas. Dejamos el coche en una curva de la carretera que sube al Portillón.
Y seguí a duras penas a mi guía por una senda ascendente, por llamarla algo. El
bosque era tupido, con enormes pinos que crecían verticales hacia el cielo buscando
la luz del sol, y húmedo, cubierto de musgo y helechos. Mi guía trepaba a
enorme velocidad por la montaña, como un gamo. Yo, treinta años atrás, también
lo habría hecho a esa enorme velocidad. Máquina
del tiempo de H.G. Wells, por favor. Realmente no sé cómo, pero mi
compañero de expedición descubría los níscalos más escondidos en cualquier
parte del bosque mientras yo sólo veía troncos podridos y hierba. Así es que me
cogía complejo de ciego, además. Nos salimos del camino y trepamos monte arriba.
Para tranquilizarme mi guía me dijo que por aquella zona había oído rugir a un
oso dos días antes, marcando el territorio, y otros buscadores de setas habían
visto zarpazos en un tronco. El bosque era húmedo, puro barro, así es que yo
chapoteaba a derecha e izquierda siguiendo el endiablado ritmo de mi guía de
montaña y diciéndome que si lo perdía de vista quizá dentro de un año me
encontrarían cubierto de musgo. Pero lo cierto es que encontramos setas, no
muchas, bastante grandes la mayoría de ellas, y alguna pequeña. Bueno, encontró
setas él, porque yo sólo las veía cuando él las cortaba con la navaja o
amablemente, para que tuviera la sensación de que yo también contribuía en la
recolección, me dejaba que las cortara tras indicarme dónde estaban. Yo habría
metido muchas más setas en el capazo, buena parte de las venenosas que me
parecían buenas y bonitas. Lanzamos un comentario machista sobre las setas
venenosas, que no reproduzco. Y cuando nos hartamos de corretear por ese bosque
mágico, aunque no vimos hobbits, elfos ni orcos, regresamos al coche. Dimos con
él con una exactitud matemática. Dio con él, yo le seguía a ciegas. Y subimos
al Coth de Baretges por la pista forestal. En una de las curvas dejamos pasar a
un simpático vecino, echándonos a un lado, y luego nos lo agradeció en el bar
Hiru, mientras tomábamos unas cervezas para celebrar la hazaña. El Valle es una
cosa, y el elemento humano, otra. Un personaje para la novela que he iniciado,
negrarural.
En el Coth pastaban los caballos, los mejores cortadores de cesped.
—Parece un campo de golf.
Disfrutamos de la impresionante vista de la Maladeta, del aire frío y
limpio y de la compañía de los sociables caballos.
Como no estaba suficientemente cansado, propuse a mi compañero de excursión subir a
una loma próxima por cuya cima revoloteaba un grupo de doce buitres que quizá,
desde lo alto, nos miraban como comida. Nos pudo la morbosa curiosidad. La
cima, que podíamos tocarla, estaba mucho más lejos de lo que parecía y nunca
llegábamos. Apiadado de mis resoplidos, El
camarero que leía a Thomas Mann y hacía virguerías en la cocina se volvía
de cuando en cuando para darme ánimos y decirme que sólo habíamos hecho la
cuarta parte de la ascensión y veía en el barro huellas recientes del oso que
le rugió dos días atrás. En esos momentos, con el corazón en la boca, lo que
menos me preocupaba era la aparición del oso cavernario. Ayudado por mi cayado,
con más voluntad que fuerza física, con el corazón en la boca, coroné la cima quince
minutos después de mi guía y disfrutamos ambos de la vista extraordinaria de la
Maladeta, envuelta en nubes de tormenta, de Luchón a nuestros pies y de unos
cuantos árboles otoñales zarandeados por un viento que bufaba tan furioso y
gélido que apenas nos dejaba respirar.
Ya bajando a tumba abierta por una de las laderas tropezamos con lo que
había suscitado tanta atención de los buitres: una oveja acababa de parir un
corderito muerto y no se separaba de él, como si confiara que su cría se
pusiera a andar de un momento a otro, o velándola con dolor de madre.
Doscientos metros más abajo vimos a otra madre, ésta con su cría viva, también recién
nacida. La cara y la cruz de la naturaleza, pensamos. Y ya en el coche,
descendiendo hasta el pueblo, nos cruzamos con dos cervatillos huérfanos de
madre. Hoy era el día de los cachorros, sin duda. Y de las setas que me comí no
bien llegué a casa y a las que parezco haber sobrevivido puesto que estoy
escribiendo a buen ritmo, no siento arcadas, no se me ha puesto la piel cerúlea
ni sufro alucinaciones tipo peyote como le ocurre al ministro de educación Wert.
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