DIARIO DE UN ESCRITOR


Arán, 19 de octubre de 2012
 
 

No planeo salir de casa en todo el día. Ni para comprar El País, ni para sentarme en la terraza del bar Hiru a tomarme la cerveza de la una que me sirva El camarero que lee a Thomas Mann y disfrutar del sol, porque el sol ni está ni se le espera en todo el día en el Valle. Sería suicida hacerlo con el mal tiempo que reina. Las rachas de viento de ochenta o noventa kilómetros por hora me obligarían a andar encorvado y, al mismo tiempo, mirando hacia arriba, postura imposible, para que ninguna teja asesina se desplome sobre mi cabeza. Además, lo confieso, estoy cansado, con las piernas doloridas tras la frustrada excursión — aunque ninguna lo es, porque lo que importa es el camino y llegar a la meta es accesorio—, a los lagos de Liat con un par de buenos amigos del pueblo, ayer. Dos varones y una mujer, de duras piernas ésta, y que, para mi desolación, no hizo ninguna parada durante la excursión y me obligó seguir con la lengua afuera a El camarero que leía a Thomas Mann que pilotaba la expedición por su plus de juventud. No llegamos a Liat en nuestras siete horas de marcha, bajando y subiendo montes, cruzando valles de hierba mullida surcados por las aguas torcidas de un riachuelo, sino a Montoliu (discutimos si el nombre es un homenaje al maravilloso pianista de jazz ciego), hermoso y solitario lago, rodeado por montañas horadadas por las entradas de antiguas minas, y que ayer, con el cielo nublado, la fría lluvia y las rachas de viento huracanado me hacían desear leer de nuevo Cumbres de espanto de Ferdinand Ramuz, extraña y fascinante novela a la que me remitía el desapacible día.
Ayer, el paisaje, aunque bello, resultaba apocalíptico, impresionante. La naturaleza desplegaba toda su furia y los únicos seres vivos que se aventuraban y la desafiaban éramos nosotros tres, imprudentes humanos, mientras los ciervos se refugiaban en los bosques y los osos en sus cuevas, en algunas, quizá, de las que vimos por el camino y que el camarero excursionista oteaba con sus binoculares. Y cuando quisimos continuar a los lagos de Liat una lluvia de hielo, miles de cristalitos que se nos clavaban en la cara y eran disparados con furia desde esas nubes que cruzaban el cielo a enorme velocidad, nos convenció de la locura de nuestra empresa y decidimos por dos votos a favor y una abstención (la mía) recular y regresar al coche lo antes posible antes de que las cosas empeoraran.
Esos fenómenos de furia natural, si se sobrevive a ellos, resultan siempre muy saludables e interesantes porque te permiten medirte con ellos y saber el límite de tu resistencia. Ayer caminamos por ese filo de la navaja, pero el viento nos venció, claramente, y nos hizo agachar, literalmente, la cabeza. Así es que descendimos, una veces con el viento en contra, otras a favor, con la cabeza bien baja  y la capucha del anorak encasquetada (mi temor máximo era que uno de esos cristalitos de hielo, movidos a una velocidad de cien kilómetros por hora, impactara contra mis ojos y me dejara ciego), las manos ateridas de frío, los pantalones empapados (los míos atrajeron toda la lluvia del contorno según pude comprobar cuando los comparé con los de mis compañeros de excursión mucho más secos) y el estómago vacío (el breve picnic junto al lago, con temperatura glacial, no fue suficiente para alimentarnos suficientemente). Por suerte, cuando arribamos al pueblo, mis buenos y generosos amigos subieron la persiana de su bar y me obsequiaron con un buen número de cervezas, un revuelto tan extraño como bueno (con anchoas y pimientos del piquillo), unas croquetas caseras de pollo y el maravilloso y cremoso camembert que adquieren en Francia. En petit comité, sentados en taburetes alrededor de una de las mesas del bar, brindamos por la suerte de estar vivos, por nuestra prudente retirada, por próximas excursiones, si la furia de la naturaleza mengua, y hablamos de Argentina y algún milico hijoputa, Euskal Herría a la que el lector de Thomas Mann se siente tan vinculado, el difícil encaje de Cataluña en España tras el órdago electoralista de Artur Mas, la idiosincrasia aranesa y esa novela negrarural en la que ando metido y ayer, excepcionalmente, dejé empantanada.
—Háblame de tus ocho vidas.
Impulsivo y expansivo, apasionado y locuaz, al camarero, cocinero y lector le mueve una curiosidad máxima por todo lo que sucede a su alrededor. Pero resumirle mis vidas anteriores es imposible. Hubo una, intrauterina, de la que no guardo recuerdo pero sí sensaciones cuando me cobijo bajo el edredón nórdico y me abrazo las rodillas; hubo, luego, una infancia mágica y feliz entre algodones, un mundo de fantasía más allá que acá, entre padres que me quisieron e historias que ya hilvanaba sobre el papel; murió el niño y nació un adolescente conflictivo y rebelde que se cuestionaba todo lo que estaba establecido porque no encajaba en ninguna parte y se veía a si mismo como un perro verde; ese adolescente dio lugar a un tipo radical e incendiario, en el sentido más literal de las dos palabras, y radical siguió siendo toda su vida y el poso de incendiario renace cada vez que ve alguna injusticia: es decir, todos los días; se apaciguó en un largo matrimonio de más de treinta años con una mujer hermosa que construyó su vida, la hizo cómoda y agradable, la quiso y por la que fue querido y le dio lo más preciado: tres hijos; en su lucha desesperada contra el tiempo se construyó un ideal femenino y se enamoró perdidamente de un fantasma echando su larga y sexta vida por la borda; en la octava, se cura las heridas en este Valle, en esta bar, por ejemplo, con cervezas, charlas, inmerso en un paisaje bello y salvaje y buscando afectos; espera llegar a la novena en brazos de alguien que le quiera hasta el fin de sus días. Las cuento y no dan ocho vidas las vividas, sino siete. Tendré que inventarme alguna intermedia para que todo cuadre.
El vendaval es caliente. Viene de África. Así lo atestigua la tierra que empaña los cristales de la puerta de mi balcón que huele a arena sahariana. Así es que hoy, el que baja la persiana, y atranca las puertas de la casa, zarandeadas por el viento, soy yo. Día íntimo, enclaustrado, escribiendo, viendo alguna película, oteando ese cielo gris y revuelto y mirando ese mar de hojas que revolotean enloquecidamente por el aire.
A la una la cartera llamó dos veces y yo le abrí la puerta, tras bajar al galope los tres tramos de escaleras y no trastabillar en ninguno de sus peldaños. Me trajo, como me había traído días atrás la última novela de Ernesto Mallo, la de Alfons Cervera, dedicada. Y me puse a leerla, casi de inmediato, dejando a medias El poder del perro de Don Winslow. Hice, luego de comer el último plato de níscalos con ajo y perejil y dos rotundos huevos fritos regados con tinto de Gallac, la siesta, con la puerta del balcón abierta y el agradable murmullo del agua cayendo, tumbado en el sofá. Entré con suavidad en el sueño, paladeando sus momentos, consciente y medio controlando las historias. Soñé que viajaba en el tiempo y me fundía en un abrazo con una adolescente de senos de sirena y piernas de Cyd Charise: la de la foto en blanco y negro que me llegó días atrás; y yo no era yo de ahora, sino un tipo ataviado con batik, la falda indonesia de colores, el pelo largo y negro que paseaba por Bali en una vida anterior. Estuve luego con una princesa azteca, a la que nunca llegaré a rozar, porque nacimos en otras  dimensiones, separados por medio siglo y un profundo océano se interpone, y bien estará que así sea, seguramente, sin vernos más que en fotos, imaginándonos y carteándonos con palomas mensajeras. Disparé a bocajarro a un jabalí que quiso desgarrarme el vientre. Esperé pacientemente, en un remanso del río, a que algún salmón mordiera el anzuelo.
Desperté y como un autómata descendí al garaje para cortar leña. Una gruesa rama de avellano me hizo sudar y despellejó mis manos poco habituadas esta temporada al contacto con el mango del hacha. Tras cincuenta hachazos furiosos, rompí su endemoniada resistencia y la partí por la mitad. Agotado por el esfuerzo me puse a leer la novela de Alfons Cervera con el balcón abierto y el aroma de lluvia desplazando al de las setas con ajo y perejil del salón comedor. Y cuando me sentí de nuevo con fuerzas, bajé a seguir cortando leña, como leñador lector.  
Cené esa bocadillo de paté que no me tomé ayer en el lago de Liat al que no llegué; hablé con una adolescente que iba en metro; y seguí con esa novela negrarural que crece a razón de capítulo por día, una buena velocidad de crucero.

Comentarios

Nostalgia ha dicho que…
Gracias por hacerme vivir todos y cada uno de esos momentos.

Un saludo.

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