DIARIO DE UN ESCRITOR
Arán 3 de octubre
de 2012
Fenómenos paranormales. Los que me
vienen sucediendo de un tiempo a esta parte. Bobadas que me producen una cierta
inquietud porque no me las explico. Días atrás, por ejemplo, colocaba un buen
montón de platos sobre un estante de cristal del mueble correspondiente. Me
disponía a dejar otro grupo de platos cuando vi que el estante se vencía por el
peso. Lo vi, y ahí está lo raro, dos segundos antes de que pasara. Luego, como
si se hubiera cumplido una orden mental mía, se desplomó el estante con
estruendo y todos los platos cayeron. Se habrá roto todo, me dije, con un
atisbo de furia. Para mi asombro el estante de cristal estaba intacto y se
había roto un solo plato, no el primero ni el último, sino uno intermedio. Glups.
Y los cuatro soportes que lo aguantaban estaban intactos en su sitio,
incrustados en la pared del mueble. ¿Cómo se pudo caer? Ni idea. ¿Por qué no se
rompió? Menos idea. No salía de mi perplejidad ante esa doméstica premonición
cuando tuve otra. Hablaba con una cinéfila devoradora de libros y películas
sobre el misterio Patrick Suskind y su novela El perfume, una genialidad que no
tuvo continuación y hace del autor sospechoso de apropiación del manuscrito
original como malas lenguas sostienen. Alguien capaz de dar a luz una novela
como El perfume no se pasa el resto de su vida mudo a no ser que sea Juan Rulfo
o Ernesto Sabato. Además, me imagino que sus editores no harían otra cosa que
presionarle para que escribiera otro best-seller de esa magnitud como le
ocurría a Stanley Baker en una película de Losey que giraba sobre ese tema. Hablaba
con mi interlocutora, ante una copa dry martini con su correspondiente y
canónica aceituna dentro, de la leyenda negra que dice que Suskind,
siendo lector de una editorial, se apropió de un maravilloso manuscrito llamado
El perfume y tuvo la suerte de que el autor muriera. Elucubraciones. Hablamos
también de la versión cinematográfica del libro, que estaba más que bien y se
rodó íntegramente en Barcelona, en el Barrio Gótico y en el Pueblo Español.
Hablar del libro y la película y prender el televisor y ver que por la Sexta3
pasaban…El perfume. Me puse, a continuación, a escribir unos correos por
Facebook y la memoria me jugaba una mala pasada muy recurrente: no se quería
acordar del nombre y apellido de un colega, al que quería enviarle algo, por mucho que lo intentaba, y lo
tenía en la punta de la lengua. Suele venirte luego a la memoria pasados dos o
tres días, o una semana, o hasta un mes, sin ton ni son, a lo mejor cuando
estás conduciendo, comiendo o hablando con alguien. Desistí de enviarle esa
comunicación al colega y posponerla para cuando mi disco duro diera con el
archivo de su nombre. Abrí, a continuación, mi correo gmail para consultar las entradas y claro,
por supuesto, me encontré un correo cuyo remitente era precisamente ese colega
de cuyo nombre no conseguía acordarme. ¿Casualidades? Sí. Pero ¿tantas en el
mismo día?
La bestia humana. Título de una
novela de Emile Zola que leí a mediados del siglo pasado cuando era lector
compulsivo y me tragué todos los clásicos, a cuatro por semana, porque no había
televisión y los viajes en autobús hasta el Instituto Milá y Fontanals en la
línea 21, que ya no existe, duraban media hora. Las bestias humanas que ayer,
en Grenoble, lincharon a dos chicos porque les miraron mal. Matar por una
mirada. Asestar treinta puñaladas por una mirada. No una puñalada, treinta.
¡Cuánto odio el de esos chacales cobardes que ahondaban las heridas de sus
víctimas a puñaladas! Y en obituarios, mientras tomo mi cerveza al sol, miro
los árboles que viran hacia su color otoñal y El camarero que lee a Thomas Mann
me hace dudar de la fecha de mi próxima estancia en Miami (¿febrero o mayo?) leo
que dan por definitivamente muerto al carnicero de Mathausen, al doctor
Aribert Ferdinand Heim, una fiera humana de aspecto apacible y elegante que operaba sin
anestesia a sus pacientes del campo de concentración para averiguar dónde
estaba el límite del dolor humano y tenía como pisapapeles calaveras de sus victimas.
Hoy no quedaba El País. No estaba ya
Lis en La flor de Lis, que quizá cambie de nombre en su ausencia. Así es que
arramblé con La Vanguardia en catalán y me tragué el suplemento de Culturas de
Sergio Vila-Sanjuan que hablaba de María Antonieta, la reina de cruasanes que
probó en su regio cuello la plebeya guillotina de los que no tenían mendrugos de
pan que echarse al estómago. Hay un revival literario de la desdichada reina
francesa que encarnó Kirsten Dunst a las órdenes de Sofia Coppola en una
versión algo pop, y al hilo de ella me viene a la cabeza un absurdo sueño
erótico de días atrás: yo era un cortesano que gozaba de los favores de la
caprichosa y voluble reina en su dormitorio real mientras su marido cazaba
gansos por los jardines de Versalles. Tenía la reina melena aleonada,
una vez se había desprendido del velo que recogía su cabello, flexionaba sus piernas desnudas con tobillos rematados con esclavas doradas,
apoyaba sus temblorosos pies en mis hombros y me miraba con ferocidad mientras
exigía por mi parte más entusiasmo y encadenaba sus orgasmos. Terminó el sueño,
por fortuna, antes de su cita con Madame Guillotine. Sueños extraños. Como
extraña ha sido mi excursión de la tarde.
Coth de Baretges. Llego a las siete de la tarde
tras ascender por ese bosque infinito que lo precede y tomar la pista que a él
conduce poco antes de coronar el puerto del Portillón. Allá arriba, a 2000
metros de altitud, hace frío y lamento no haberme abrigado. Sopla una brisa que
viene del helado Aneto. Nevó, días atrás, en el glaciar de los montes malditos
como atestigua una enorme mancha blanca, pero la hierba del prado que cubre
este idílico paraje sentimental es de un verde esmeralda y el sol se refleja en
ella y en las crines de una manada de caballos que pasta por las cercanías. Un
grupo de vacas francesas, blancas, siete, se detiene para observarme cómo
desciendo del coche. Tienen los cuernos muy afilados y parecen ágiles. Camino
sin acercarme a ellas, en paralelo, hacia el refugio. Hoy, no sé por qué, no
congenio con el reino animal. Noto que no me miran con buenos ojos. Y esta vez
soy yo el que no les quita la vista de encima y las mira de reojo, que es lo
que suelen hacer ellas cuando me ven. Estamos cambiando los papeles, me digo.
Soy yo el que tiene miedo de ellas, por primera vez en 61 años, en vez de que
me teman, como suele suceder. Suerte que llevo en mis manos esa robusta vara de
avellano, larga, gruesa, dura y bien pulida que haré servir como lanza en caso
de embestida o con la que azotaré sus flancos o golpearé su cabeza si traspasan
la distancia de seguridad. Y avanzan las vacas hacia mí, haciendo sonar sus
badajos que me suenan a amenaza directa, y sólo se detienen en lo que parece
una lenta persecución (no corren ellas, luego yo tampoco corro) cuando se cruza
en su camino un enorme caballo salvador que les corta el paso y las frena en seco. Hoy, no sé por
qué, no me fío ni de los caballos que están bebiendo la poca agua que sale del
caño y no consigue llenar más que el primer abrevadero de ese enorme prado
mirador del Aneto. No hay nadie a mi alrededor, aunque me parece escuchar voces
lejanas que vienen del monte de enfrente. Fantasmas de excursionistas que se
perdieron y siguen reverberando sus voces sin descanso hasta que otro
excursionista perdido tome su relevo. No hay ningún ser racional, en el caso de
que los humanos lo seamos, a mil metros a la redonda. Por frío, y porque me
apetece estirar las piernas, sigo una senda por territorio francés. Quiero
saber qué fue de un potrillo herido en una pata que vi días atrás cojear por la
zona, con una fea herida infectada por la que asomaba el hueso y que comían miles
de moscas, una segura gangrena sin ningún veterinario que la atajara. Observo a
todos los potros con los que me cruzo tratando de descubrir a uno con la pata
ya curada, aunque sé que eso es imposible. Y lo encuentro, claro, quinientos
pasos más allá, en una loma con vistas fantásticas a la Maladeta, disperso en
la hierba, convertido en un rosario de huesos mondos y desperdigados, pura
materia calcarea sin un átomo de carne, entre caballos y potros que debieron
seguir pastando ajenos al drama del potro herido que daba de comer a los
carroñeros. Distingo su mandíbula, los huesos curvados de sus costillas, las
vértebras separadas y vacías de tuétano que han debido devorar los buitres, la
pata lastimada, que sigue herida después de desgajada, con el golpe negruzco en
ese hueso blanco que certifica que los restos pertenecen al infortunado potro.
Y regreso, cuando el sol baja tanto que lo ocultan montes oscenses y franceses,
hacia el coche, porque ya hace realmente frío, con un sabor amargo en la boca
por la implacable ley de la naturaleza de la que los humanos desesperadamente
huimos de por vida hasta que la muerte nos atrapa.
Braman los ciervos. Los oigo por la
mitad del camino. Porque son muchos, no uno, por el estruendo. Y tienen que estar fuera del bosque por la nitidez de
su sonido y lo cercano. Los busco en el monte que hay encima de la cabaña de
pastor y del refugio del Coth de Baretges. No los veo. Pero los sigo oyendo, y
hasta escucho, claramente, los topetazos que se dan dos machos en pelea por
hacerse con el control del grupo y las hembras. Tienen que moverse para que los
vea y hasta que no lo hacen no los distingo. Nunca había visto tantos ciervos juntos. Los cuento. Quince. Una manada
que se confunde con la hierba que tapiza el monte. Veo dos machos imponentes,
enormes, y un grupo de siete hembras con sus cervatillos que asisten, atónitas,
al combate ritual de los astados que se desafían con bramidos antes de
golpearse con la cornamenta. Se embisten con brutalidad una y otra vez, tomando
carrerilla para que el impacto sea más feroz. Traban sus cornamentas a
doscientos pasos de donde estoy, y se detienen cuando me ven, o me olfatean. No
huyen como es habitual. Por un momento se quedan todos mirándome, toda la
manada. Me doy cuenta de que no me tienen miedo, que no me ven como amenaza. Temo,
por un momento, que van a bajar del monte a embestirme y no sé si me dará
tiempo de alcanzar el coche en una carrera. Aprieto esa vara que siempre me da
cierta seguridad para andar por el Valle. Y permanezco quieto hasta que la
manada opta por trepar monte arriba, capitaneada por esos dos machos que acaban
de firmar una tregua, por la inoportuna presencia de un humano, y seguirán
embistiéndose en otro lugar fuera de mis ojos.
Cuando llego a casa, ya de noche, y
bajo del coche, que he cargado de leña por el camino, me encuentro a Lis. Le
hablo de los ciervos que he visto.
—Son peligrosos
cuando están en celo—me advierte.
Pienso que bromea.
—Ayer mataron a una
ciclista francesa; la persiguieron y la cornearon.
Está la humanidad y la naturaleza
muy agresivas últimamente. Agresivos esos policías antidisturbios que entraron
en la estación de Atocha y aporrearon a todo aquel que tuvo la mala suerte de
cruzarse en su camino. Agresivos esos ciervos en plena berrea otoñal. Agresivas
esas hienas que cosieron a dos chicos en Grenoble por una mirada. Y abundan los
fenómenos paranormales. Como la desaparición de la mitad de la barrera coralina
australiana. Como ese estante de cristal que se desplomó sin hacerse añicos.
Como ese sueño erótico que tuve entre sábanas reales con alguien cuya cabeza
rodaría días después. Como ese disco de Afro Blue del grupo de jazz
brut&nature que escucho en cuanto convierto un plátano maduro de la nevera
en mermelada. Todos locos. Todos. Los hombres, los ciervos, las vacas
francesas, la reina Maria Antonieta, la chica de los dry Martini, yo.
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