CINE / LOS ODIOSOS OCHO, DE QUENTIN TARANTINO
LOS ODIOSOS
OCHO
Quentin Tarantino
Ni rastro queda del original
y divertido Quentin Tarantino de sus inicios en esta, su odiosa última película, en mi opinión la peor, con diferencia, de
una carrera en declive en la que permanecen, como señas de identidad autorales,
sus defectos y el empeño en convertir estos en imposibles virtudes en un
ejercicio egocéntrico en el que Quentin Tarantino
se besa a sí mismo y parece enormemente encantado de haberse conocido. Como le
ocurriera a David Lynch, y salvando todas
las distancias, con Inland Empire
(tras lo que el director de Twin Peaks
entró en dique seco durante muchos años), el director de Pulp Fiction llega con este western, cruzado con intriga a lo Agatha Christie, a un callejón sin
salida y se retroalimenta de los peores tics de su cine, incapaz de inventar
nada nuevo, quizá porque no le interesa y encuentra un nutrido grupo de
espectadores leales que le ríen las gracias, aunque éstas se hayan evaporado.
Los
odiosos ocho, octava película, e irónico título, de una filmografía irregular que
ha ido de lo bueno a lo malo, y de este a lo peor, tiene un argumento estúpido y simple, de una
raya, y que da, como mucho, para un corto, pero Quentin Tarantino lo alarga, como un chicle, hasta tres horas
insoportables, desafiando la paciencia del espectador, porque en esas tres
horas, que parecen el doble, no pasa absolutamente nada más allá de las
conversaciones entre los ocho tipos encerrados en la mercería de Minie, a
refugio de la ventisca exterior.
El segundo western de Quentin Tarantino es deliberadamente
aburrido, irritante y reiterativo hasta la náusea (una y otra vez ese gag,
inexistente, de atrancar la puerta remachando los clavos de un tablón, por
ejemplo). Estructurada en una serie de larguísimos capítulos, nos ofrece,
además, un preámbulo al final, como si se tuviera que entender algo de un
relato tan plano como absurdo, o de ir hacia atrás por si al espectador se le
había olvidado algún detalle. Si su anterior western, Django desencadenado, tenía una cierta gracia en alguno de sus
tramos (la escena de las capuchas del Ku Klux Klan, por ejemplo, era hilarante;
ver a Samuel L. Jackson, de
mayordomo racista, un gran acierto) y, al menos, no aburría, Los odiosos ocho no la tiene en ni un
solo momento. El realizador de Kill Bill
y sus volúmenes, además, llega al absurdo de utilizar una pantalla panorámica
para un film que se resuelve únicamente en dos escenarios interiores: una
diligencia que avanza por un paisaje nevado de Wyoming tras la Guerra de
Secesión y una mercería cercada por la nieve.
El modus operandi del
director es ir alargando cada uno de sus teatrales cuadros escénicos hasta el
infinito, en una absurda búsqueda de acumular metraje, y rellenarlos de una
insoportable cháchara absolutamente intranscendente y vacua (marca de la casa
esa verborrea que resultaba sí en Pulp
Fiction y en casi toda su obra anterior), porque Quentin Tarantino no es William
Shakespeare. ¿Dónde se quedaron los diálogos ingeniosos que lo
caracterizaban?
Falta chispa y ritmo; los
personajes son meras caricaturas, con lo que desperdicia el talento de un
reparto de campanillas formado por una recuperada Jennifer Jason Leigh (nominada al óscar y Dios sabe por qué) en el
papel de la forajida Daysi Domergue, Samuel
L. Jackson como el Mayor Marquis Warren metido a cazarrecompensas, Tim Roth como el afectado Oswaldo
Mobray, Bruce Dern como el General
Sanford Smithers, y Kurt Russell John
“La Horca” Ruth, entre otros; y el desenlace, pirotécnico y vampírico, una hiperbólica orgía de sangre al estilo de Abierto hasta el amanecer de Robert Rodríguez con cráneos que vuelan
hechos pedazos y sangre y masa humana en la cara de la inefable única presencia
femenina, se recibe como maná después del suplicio de Tántalo que es la maldita
octava gamberrada sin gracia de este director sobrevalorado al que ni la banda
sonora del veterano Ennio Morricone
(un guiño a su admirado spaguetti western que el director de Malditos bastardos reivindica) funciona.
Hay dos conclusiones
posibles una vez sufrida la película. Quentin
Tarantino toma el pelo deliberadamente a su espectador fiel, como hiciera Lars Von Trier en la infumable Nymphomaniac, o cree estar perpetrando
una obra de arte cinematográfica y ha perdido la tierra de vista en su
levitación. ¿Qué fue del Quentin
Tarantino de Reservor Dogs o Jackie Brown? Sólo el cielo lo sabe.
Publicado en El Cotidiano y Entretanto Magazine
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