CINE / EN LA VÍA LÁCTEA, DE EMIR KUSTURICA

EN LA VÍA LÁCTEA, Emir Kusturica 
Lo mejor de la 64 edición festival de San Sebastián lo encontró quien esto escribe fuera de la Sección Oficial. La película de Emir Kusturica (Sarajevo, 1954) es una de esas perlas que uno no puede perderse si se conecta con la poética de este singular director. Confieso que a veces me cargan los excesos del realizador serbio, pero debe ser que ando hambriento de buen cine y el desenfreno visual y narrativo del iconoclasta director de Underground me ha llegado hasta el tuétano.

Que todavía existan creadores tan libérrimos como Emir Kusturica es un lujo. El serbio sigue fiel a sí mismo, facturando ese cine barroco, surrealista y desmesurado a ritmo de frenético ritmo zíngaro: ocas que arden después de rebozarse en la sangre de un cerdo; una gallina que pone huevos mientras se mira en un espejo; ovejas reventadas por minas; una serpiente que bebe leche; un halcón que no se desprende de su amo; un oso que come de la boca del protagonista; un reloj que devora entre sus engranajes manos y brazos que pilla; fiestas salvajes con baile y alcohol y ritmo frenético que no tienen fin, y, en esa alocada atmósfera, la guerra y su sinrazón, la locura humana superando a todo lo animal en su irracionalidad más absoluta, y de la que el director extrae un original humor negro marca de la casa. Emir Kusturica es como un Federico Fellini acelerado.

 El mundo animal y el racional de la mano en ese circo sin horario que monta el director serbio. On the Milky Road, traducido como En la Vía Láctea (porque es la que el protagonista, encarnado por el propio Emir Kusturica, recorre una y otra vez a lomos de un burro cargado con leche recién ordeñada) como guiño buñueliano, es también un poema de amor kitsch alrededor de un ángel, la actriz Mónica Bellucci que resplandece en todas las secuencias del film. ¿Kusturica enamorado de la Bellucci? Comprensible e irremediable.

Cuando parece que la desmesurada On the Milky Road ha terminado, empieza de nuevo. Como las notas del Bolero de Ravel que nunca llegan a su fin. Genial y excesivo como siempre, amado y odiado a partes iguales, es una suerte que el cinéfilo aún pueda coger un empacho de este director inclasificable y original que se quiere a sí mismo y no está dispuesto a cambiarse. Que siga.


 El rastro del lobo no es propiamente ni una novela histórica ni tampoco una novela negra en estado puro: es sobre todo una aguda mirada sobre el tiempo que nos condiciona y nos limita, sobre nuestras inseguridades y nuestros miedos, sobre nuestras más inconfesables ambiciones, sobre la falta de escrúpulos, e incluso sobre el fracaso y la derrota, y es también, al igual que sucedía en otra de sus más reconocidas novelas, El mal absoluto, una aguda mirada a esa ideología asesina y despiadada que fue el nazismo, algunas de cuyas ramificaciones todavía pueden encontrarse anidando en diversas corrientes políticas contemporáneas, por mucho que traten de esconderse bajo el paraguas de conceptos tan inconcretos y abstractos como la nación, la religión o el pueblo. 
(Carlos Manzano en NARRATIVAS)

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