LITERATURA / LOS LIBROS, LOS CHURROS Y LOS AÑOS
Que a uno le hagan un homenaje es un
reconocimiento de que lleva muchos años al pie del cañón y no se ha apeado del tren,
pero les confieso que los homenajes tienen todos un cierto cariz funerario que
me acongoja porque se dan al final de una carrera de la que ya no se espera dé
más frutos. Peor es que te dediquen una calle o una plaza: eso es que ya estás
muerto. Así es que no me queda otra que seguir escribiendo para ahuyentar a la
muerte como dice Rosa Montero.
A esta treinta edición de la Semana
Negra de Gijón hemos llegado los tres homenajeados ligeramente tocados como
prueba de que sí, treinta años son muchos y pesan en el cuerpo y en el alma. Mi
buen amigo Juan Madrid acababa de
superar un ictus que lo tuvo fuera de la circulación durante más de medio año y
debía ayudarse de un bastón para caminar, pero venía con novela bajo el brazo,
y dicen que una de sus mejores, “Los perros que duermen”, cuyo manuscrito, y
esa es una confidencia, estuvo a punto de dejar olvidado en mi coche (finalmente
se dejó su sombrero panamá) cuando me presentó una novela en Málaga hace dos años.
El Juan Madrid que arrasaba con todo
y con todos hasta hace unos días y cerraba los bares, según recordaba Ángel de la Calle en voz alta. Jorge Martínez Reverte, otro de los
homenajeados en esta Semana Negra de Gijón, al que por cierto no conozco
personalmente, también ha sufrido un ictus y su estado es más delicado que el
de su colega malagueño, pero también se trajo libro bajo el brazo: “Gálvez y la
caja de los truenos”, nueva entrega de su personaje emblemático. El tercero de
los veteranos, yo, entré en quirófano por un problema ocular hace poco más de
quince días y hasta el último minuto estuvo pendiente de un hilo mi presencia
en la madre de todos los festivales de novela negra de este anti país que es
España.
Mi amigo Ángel de la Calle, el director de contenidos de la Semana Negra de
Gijón, el segundo de abordo cuando Paco
Ignacio Taibo II capitaneaba el barco y segundo del actual director José Luis Paraja, hizo un discurso
cargado de emotividad en el Espacio A Quemarropa de la Semana Negra glosándome.
Apeló al relevo generacional, que ya se ha producido (y allí está David Llorente y su Hammett de este año
por “Madrid frontera “) y a nuestra condición de maestros del género negro que
ostentamos por veteranía. “Dentro de otros treinta años” siguió diciendo Ángel de la Calle que hace treinta era
un adolescente, “se os recordará como pioneros de un género del que forma parte
gente como Manuel Vázquez Montalbán,
Francisco González Ledesma, Donald Westlake, Yulian Semionov o Julian
Rathbone, por citar algunos de los que estuvieron en esa mítica primera
Semana Negra de Gijón y ya no están”. No estaremos nosotros,
pero estarán nuestras novelas: magro consuelo.
Cuando me tocó, hablé, como no, de
esos maestros entrañables que tuve el privilegio de tratar, como los creadores
de Pepe Carvalho y Méndez; de todos aquellos que se apearon de la vida en estos
treinta años de semanas negras o los apearon de ella, como el valiente amigo y
periodista Javier Valdez Cárdenas asesinado en Culiacán a quien conocí en una
Semana Negra y no quería olvidar y sí reivindicar en este homenaje; de otros,
muchos, que simplemente dejaron de escribir porque esta es una carrera de fondo,
de obstáculos y resistencia, y se hartaron de sus sinsabores; de que he crecido
como escritor a lo largo de estas semanas negras que permanecen grabadas a
fuego en mi memoria. Y cuando Ángel me preguntó si la historia de esa chica que
conocí al final de esa primera edición y no volví a ver nunca más era cierta o
fruto de mi imaginación, le dije que sucedió, que realidad y ficción se
retroalimentan, que esa muchacha, ahora madura mujer, seguramente de pelo
canoso, no la volví a ver a pesar de nuestra mutua promesa de reencontrarnos
cada año, y la busqué en vano entre las mujeres presentes en A Quemarropa,
entre las de pelo rizado, y nada, como la he estado buscando en vano en todas
las semanas que siguieron a aquella primera y fundacional.
Alejandro
M. Gallo,
el jefe de la policía municipal de Gijón y veterano autor de novela negra
comprometida, dijo, a propósito de “El rastro del lobo“ algo en lo que estoy plenamente
de acuerdo, que desde la ficción se puede llegar más lejos a la verdad
histórica que desde sesudos manuales de historia que suelen ser sesgados y
partidistas. Aribert Ferdinand Heim
es la quinta esencia del nazismo, esa lacra ideológica que arrasó Europa a
mediados del pasado siglo, la serpiente que llevamos todos dentro y cuyos
huevos siguen eclosionando en esa Europa que rechaza a los refugiados, los
judíos del siglo XXI. Encontré a Heim
en un especial de El País, cuando se podía comprar ese diario, y me fascinó su
vida novelesca e inverosímil: un nazi que acaba como devoto musulmán en El
Cairo, su permanente huida a partir de que es descubierto y los dobles que tuvo
y pagaron con su vida para que no fuera atrapado. Y frente al psicópata asesino,
ese policía de Stuttgart, Joachim Schoöck, paciente y empeñado en encontrarlo
que dedica toda su existencia a atraparlo.
Cerró Ángel de la Calle este emocionante homenaje que me ha rendido la
Semana Negra de Gijón con un abrazo. Me despidió el público con un largo
aplauso, de esos que se eternizan y se meten dentro del pecho y siguen
resonando. No dije que espero estar aquí dentro de treinta años, ni de veinte.
No me imagino a un José Luis Muñoz de
85 años sentado en la terraza del Don Manuel a la que este año ya solo he ido a
desayunar mientras las nuevas generaciones se tomaban mis gintonics de hace
treinta años a mi salud.
A Quemarropa, el órgano oficial de la
Semana Negra recogió el homenaje de esta guisa. “Llegó el momento de homenajear
a José Luis Muñoz, veterano y
querido escritor que estuvo presente en la mítica primera edición de la Semana
Negra. Desde que presentara sus dos primeras novelas en aquella primera SN en
El Musel, el autor ha seguido manteniendo el entusiasmo por continuar
evolucionando como escritor y persona en el terreno de la literatura, lo que
para él supone “una carrera de fondo“. Muñoz comenzó su intervención recordando
a algunos de los escritores que formaron parte del festival y que ya no están,
como el periodista mexicano Javier
Valdez Cárdenas, asesinado en Sinaloa el pasado mes de mayo, y seguidamente
presentó su última novela El rastro del
lobo. En ella retoma la temática nazi, algo que confesó que le ha costado
trabajo. El lobo al que el título hace referencia es uno de los más siniestros
personajes de la historia: Aribert Ferdinand Heim, conocido como el carnicero de Mauthausen.
Mauthausen no era un campo de exterminio, sino un campo de trabajo en el que
los presos morían trabajando, y fue en ese siniestro lugar donde este desalmado
doctor llevó a cabo experimentos en los que utilizaba a los presos como cobayas
para establecer los límites del dolor que eran capaces de soportar. A través de
la novela, el autor revela en qué consistían esos experimentos y las peripecias
de su responsable para huir de la justicia, que lo llevaron a países como
Egipto. Hasta allí le van dos policías que le siguen la pista. “
Que mis libros me van a sobrevivir
muchos años lo tengo claro. Al menos Barcelona
negra que todavía se mueve por la Semana Negra, lo que evidencia que Silverio Cañada hizo una impresión ilimitada
puesto que treinta años después siguen habiendo ejemplares y no se acaban nunca.
Así es que como no tengo ejemplares de mi segunda novela me fui a comprarlos a
la tienda de ocasión aunque no me dejaron pagar la compra cuando dije que yo
era el autor. Cortesía de la casa, dijo el amable vendedor.
Mi treinta Semana Negra se acaba sin
saber cuántas más me quedan ni cuántas más novelas podré escribir. Como
siempre, lo más gratificante ha sido el
encuentro con algunos de los veteranos como Juan Bolea, que no perdió ocasión de bañarse en el Cantábrico, o Alfonso Mateo Sagasta; con Paco Gómez Escribano que cuenta sin
parar las anécdotas de ese bar de Canillejas poblado por sus personajes, dándose
a la buena vida, como debe ser; el locuaz
Luis Artigué, ese rubio
leonés, novelista, periodista y poeta (Escribo
poesía para purificarme de la novela) y presentador de lujo que me hizo reír con sus disparatadas
ocurrencias (Macondo); una fugaz Yanet
Acosta que marchaba cuando yo llegaba y tragaba agua clandestinamente de
una botella que todos creíamos era de ginebra; el vasco Jon Arretxe que se trajo a toda su familia; el mexicano Fritz Glockner con quien estuve
platicando sobre la muy perra situación de México y me regaló su magnífica
revista Unidiversidad, un especial sobre novela negra en el que escriben Guillermo
Orsi, Sebastien Rutés y
él mismo entre otros y que devoraré durante mi largo viaje de regreso; el corresponsal
de prensa inglés Martin Roberts; el
librero Miguel Ángel Díaz de SomNegra, que está llamado a relevar a Paco Camarasa y su Negra y Criminal; José Ramón
Cabezas que viajó con “El ataque Marshall”, otra de nazis; y mi buen amigo José Iñarrea que vino a que le firmara libros y me convidó a café y
cerveza…
Escribía en El Comercio Ignacio del Valle (finalista este año del Hammeth con su espléndida “Soles negros“) un artículo titulado “Un Fouché bueno”. Fouché era un revolucionario irreductible que aguantó hasta el final en la Revolución Francesa y vio caer a todos a su alrededor. “Los girondinos caen, Fouché queda; los jacobinos son arrojados, Fouché queda; el Directorio, el Consulado, el Imperio, el Reino y otra vez el Imperio zozobra y desaparecen, pero siempre queda él”. Esta magnífica definición de Stefan Zweig del tenebroso Joseph Fouché, si le damos la vuelta, vale para el luminoso José Luis Muñoz. En estos días postreros de la Semana se hizo un homenaje merecido a quien estuvo desde sus momentos fundacionales, buen tipo, buen escritor, y que tiene un extraordinario aguante ante el frío (me han contado que puede caminar no sobre las aguas, sino sobre la nieve con los pies desnudos). …/… El mismo José Luis Muñoz presentó El rastro del lobo, sobre criminales de guerra nazis, y en este caso la caza de un malo con un patronímico fantástico: Aribert Ferdinand Heim. Un servidor querría uno parecido, lo malo viene cuando le añades el mote: el carnicero de Mauthausen. Ya pueden imaginarse que sus buddies son Barbie, Mengele, Eichmann, Cukurs, Priebke…”
Mientras paseaba por ese escenario de jaimas blancas, un verdadero poblado, en donde se han servido miles de pinchos de tortilla, raciones de pulpo, empanadillas asturianas y cervezas, y se han vendido novelas negras (el debate libros y feriantes se eterniza y ocupa parte de la entrevista que Miguel Barrero, flamante premio Rodolfo Walsh de Gijón, le hace al provocador Paco Ignacio taibo II en la revista digital Zenda con el título “La tortilla de patata tiene los mismos derechos culturales que la novela negra”: Porque la sociedad tiene una veta hiperconservadora que se muere mordiendo su propia cola. Dicen que en la Semana Negra hay poca literatura y hay mucha fiesta. ¿Quién dice eso? Un tipo al que nunca hemos visto entrar en una librería. ¿Qué le preocupa a él que haya poca literatura, si la literatura le importa un huevo? Nuestros críticos no vienen de una supuesta aristocracia cultural, sino de la carroña conservadora. Sus argumentos no tienen ni pies ni cabeza, pero a fuerza de repetirlos, y de contar con un sustento mediático, tuvimos que dar batallas continuamente, explicando todo esto y provocando aún más”), y reina una temperatura ideal, impensable y envidiada unos cuantos kilómetros más al sur, por ese viento refrigerante que sopla del Cantábrico, me voy con imágenes nostálgicas de antaño que los recortes presupuestarios impiden: esa espicha tradicional con la que acababan los festejos, el campamento de verano de los escritores, en la que terminábamos brindando con sidra, cantando Asturias patria querida y el deseo de verse todos sanos y salvos el próximo año. Las bajas son irremediables. La vida sigue, la sangre negra se renueva y esto es la Semana Negra.
Aribert Ferdinand Heim, conocido como el Carnicero
de Mauthausen o Doctor Muerte, fue uno de los mayores criminales de guerra
nazis, que, como su colega el doctor Mengele, burló la acción de la justicia.
Joachim Schoöck, un policía de Stuttgart, dedica casi toda su vida a seguir el
rastro de ese lobo solitario, implacable y de una crueldad extrema (la obsesión
de Heim era establecer los límites del dolor físico) que dejó falsas pistas por
medio mundo, murió muchas veces, y renació otras tantas, y tuvo una infinidad
de identidades ayudado por los miembros de Odessa.
Si no fuese porque José Luis Muñoz nos saca a tiempo de determinados
ambientes, y se lleva la lectura a otro lugar y a otro tiempo en el momento
preciso, hay pasajes que producirían náuseas en el lector. Las escenas en las
que se describen las intervenciones quirúrgicas efectuadas por el Doctor Heim,
se relata la siniestra costumbre de hacer pisapapeles con las calaveras de sus
víctimas (solo las que tenían una dentadura perfecta) o se cuenta el eficaz
asesoramiento a los torturadores de la dictadura uruguaya para hacer hablar a
los detenidos, son dosificadas para que el lector pueda llegar hasta el final
sin cerrar los ojos. Igual que el torturador regula el dolor infringido para
obtener el máximo rendimiento a su tormento, Muñoz nos somete a una brutal tensión
narrativa que afloja un instante antes de que nos ahoguemos en nuestra propia
congoja. (José María García Sánchez
en NARRATIVAS)
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