LITERATURA / REY DE PICAS, DE JOYCE CAROL OATES


 

Joyce Carol Oates (Lockport, Nueva York, 1938) es una de las grandes figuras de la literatura contemporánea estadounidense al margen del género que toque. La prestigiosa y prolífica autora de más de medio centenar de novelas, unos cuatrocientos relatos breves, una docena de libros de no ficción, once libros de poesía y nueve obras de teatro, galardonada con premios como el National Book Haward, El PEN, Malamud Haward, el Prix Fémina extranjero y en España, el premio BBK Ja! de Bilbao del festival de humor que organiza Juan Bas y el Premio Pepe Carvalho 2021 entre otros muchos, la autora de la controvertida novela sobre Marilyn Monroe Blonde, hace en Rey de Picas su particular homenaje a dos de sus autores de cabecera: Edgar Allan Poe y Stephen King. Y no lo oculta.


Andrew J. Rush, un autor de éxito con ventas millonarias en todo el mundo  con sus novelas policiales, tiene una doble vida literaria y se reencarna en Rey de Picas para escribir novelas truculentas y sangrientas de asesinatos cuya autoría esconde a su esposa y tres hijos —Es una fuente de consternación, y de algún resquemor, que mi quisquillosa hija feminista insistiera en leer lo que calificaba de basura sadomachista, es de suponer que para condenarla—, porque se avergonzaría reconocer esa doble faceta: Sí, tengo que reconocerlo, de no haber sido yo su autor, las novelas negras de Rey de Picas me repelerían. Todo se le complica cuando una tal C.W. Haider, vecina de la pequeña población de Nueva Jersey en la que vive, en donde nunca pasa nada —la última muerte por homicidio databa de 1971— presenta en un juzgado una denuncia de plagio y el autor, casi sin proponérselo, actúa en la vida real como los siniestros personajes que da a luz su alter ego literario Rey de Picas.


La novela de Joyce Carol Oates gira en torno a la literatura, a sus entresijos más oscuros, a los de los que escriben para hacerse obscenamente ricos sin importarles su esencia creativa. Andrew J. Rush, el protagonista y narrador, vive por y de ella y se lamenta que su esposa Irina la haya abandonado, quizá por culpa de él mismo, porque dos autores en un mismo hogar, salvo el caso de Paul Auster y Siri Hustvedt, o de Almudena Grandes y Luis García Montero, es una ecuación complicada: Poco después de casarnos, Irina dejó de escribir, yo había sido su lector más entusiasta y seguía animándola y revisando borradores de relatos y novelas. Pero la duda y la vacilación minaban ya la opinión que tenía de sí misma como escritora.


En realidad se diría que Joyce Carol Oates, además de a Stephen King (en un momento determinado el propio Andrew J. Rush quiere conocer a su denunciante y se presenta como Steve King, debidamente disfrazado para no ser reconocido) y a Edgar Allan Poe (la extravagante señora Haider, que se autopublica sus novelas, tiene un gato bastante siniestro) —¿Por qué pensaba yo de repente en “El gato negro”, el relato de Edgar Allan Poe… en la criatura tan querido por su dueño, a la que estrangula sin motivo aparente y luego empareda; y en que desde detrás del muro brotan después los maullidos espeluznantes del animal muerto que terminan por volver loco a su amo…?—podría estar también hablando del escritor irlandés John Banville que se convierte en Benjamín Black, cambiando hasta en su forma de escritura, y también en calidad literaria, para escribir novelas policiales populares.


A medida que avanza la novela, escrita en primera persona, y en la que el narrador, a veces, se refiere a sí mismo en tercera —Papá no estaba todavía dispuesto a que las provocaciones le hicieran perder los estribos—, el lector descubre la clandestina pulsión del escritor afamado y respetable que se esconde del mundo y de los suyos para ser clandestinamente Rey de Picas: Cuando escribo como Rey de Picas casi nunca empiezo antes de medianoche. Espero que el resto de la casa esté a oscuras. Me aseguro de estar completamente solo y de que apenas haya posibilidades de que alguien me interrumpa.


En el enfrentamiento personal de Andrew J. Rush con su denunciante la señora Haider, subyace una crítica a esa obsesión universal por querer ser escritor a toda costa y sufragarse los propios libros, la mayoría de ellos lamentables porque no pasaron por el filtro del editor: La señora Haider no solo me acusaba de plagiar su prosa, sino de que la prosa misma, expuesta ante la desconcertada audiencia del tribunal, era penosa.



Los guiños de Joyce Carol Oates a Stephen King son recurrentes. ¿No es la tal señora Haider, que le causa tantos problemas al protagonista narrador, un alter ego de Annie Wilkes, la lectora enloquecida de Misery, incluso en su aspecto físico? —Saltaba a la vista que C. W. Haider no había sido, ni siquiera en su juventud, una mujer atractiva. De niña casi se peleaba con la cámara. Su expresión, era dura, malhumorada. Incluso cuando posaba para una fotografía no se dignaba sonreír—que se podría confundir con quien la interpretó en la pantalla, la actriz Kathy Bates. ¿Cómo era posible que C.W. Haider hubiera escrito un relato de setenta páginas titulado “Encrucijada”, publicado en una edición por cuenta del autor en 1999, y que aquel título coincidiera con el de la novela que yo estaba escribiendo y que me había causado tantos problemas durante los últimos meses?


No soy un ladrón corriente, lo reconozco, que de subyugado por los extraordinarios libros que hallé en las estanterías de C. W. Haider y que daban la sensación de llevar años sin que nadie los abriera, había sucumbido a la tentación, lo que era un error. Habla la escritora norteamericana de la pasión bibliófila de su protagonista cuando este asalta la casa de su adversaria y descubre unas cuantas joyas librescas con las que sale bajo el brazo: Nunca los echaré de menos. Es rica, descuidada, no se merece semejantes tesoros.


Joyce Carol Oates describe con precisión ese acercamiento del protagonista a los siniestros personajes creados por Rey de Picas que lo van transformando en un sucedáneo del Dr. Jekyll, porque Robert Louis Stevenson es otro de sus múltiples guiños literarios, cuando su mujer y sus hijos lo acusan de convertirse en maltratador violento: No soy el tipo de hombre que escucha a escondidas, ni a su mujer ni a nadie. No soy el tipo de hombre que pone la mano encima, ni a su mujer ni a nadie.


Es brillante Joyce Carol Oates en el fraseado —Sentía mi sonrisa tan retorcida como un sacacorchos que se me hundiera en la cara—, original en su forma de escribir en la que recurre con frecuencia a los paréntesis, sangrienta a veces en los detalles: Y la curva descendente de la Muerte, imparable, una vez iniciada, irremediablemente hundida en un cráneo humano, tan fácil de partir como un melón sin otra protección que una piel relativamente gruesa, hasta dejar al descubierto la pastosa materia gris del cerebro entre un torrente de sangre arterial.


Rey de Picas es una narración inquietante, además de muy entretenida, que gira sobre el poder transformador de la literatura, no siempre positivo —Andrew W. Rush se parece cada vez más a un villano de Rey de Picas a su pesar—, sobre la que pivota siempre un humor negro tan corrosivo como subterráneo que uno descubre en cada uno de sus capítulos. Puede que, en definitiva, la autora de La hija del sepulturero esté hablando de sí misma y Andrew J. Rush, o Rey de Picas, no sea otra que Joyce Carol Oates cuando escribe historias siniestras como esta. 


El viaje más extraordinario de la historia de la
 humanidad, la historia de los 39 hombres que hubo de dejar Cristóbal Colón en la isla de La Hispaniola, la memoria de los olvidados ahora convertida también en serie televisiva. 








  

 

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