EL VIAJE

TIPOS DE NUEVA ORLEANS
texto y fotos José Luis Muñoz

¿Qué conforma una ciudad? ¿Sus avenidas? ¿Sus casas? Cuando llego a un lugar mi ojo se transforma en cámara de fotos y avanzo encuadrando la realidad que descubro, reinterpretándola, asumiéndola, fagocitándola. Tanto como los paisajes, o sus monumentos, bastante más para ser sinceros, me interesan las personas, siempre diferentes, extrañas o próximas, con las que uno se cruza en los viajes y a las que vuelves cuando revisas las fotos que has hecho. Este es el paisanaje de una ciudad insólita y perturbadora captado de una forma aleatoria y nada rigurosa por el foco de mi cámara, personajes anónimos a los que trato de ver el alma, o inventármela.
La ciudad se despierta con morosidad extrema. Este tipo pierde sus pantalones blancos. Puede que sea por hambre o por moda. Hay una tendencia a llevar los pantalones bajos, hasta casi perderlos, para exhibir la ropa interior que hay debajo de ellos. Pero este tipo no parece querer seguir los dictados de la moda. Mira a lo alto. Podría estar meando, perfectamente, en la papelera que tiene delante sino fuera porque una micción en la calle en Estados Unidos conlleva cárcel. Los rasgos de esta chica mulata y algo gordita son hermosos. Me resultan curiosamente familiares cuando he mirado la fotografía y he ampliado el rostro. Me recuerdan a una novia que tuve antaño y de la que no volví a saber más. Me gusta su pelo tan negro y ese gesto extraño con que se lo acaricia. No entiendo esa curva que le nace en el cuello y acaba en sus muslos.
Vista de cerca aún se parece más a una novia que tuve, aunque ella era blanca, sueca, nacida en Malmo.
Este miembro de la tercera edad disfruta de una risueña vejez. Se ríe a gusto no se sabe bien de qué bajo su deportiva gorra de visera. ¿Es sordo o bien se ha descargado uno de esos ipod en el oído? Es evidente que, como yo, está de paso por la ciudad.
Conviene no enfadarse con este tipo. Centren su atención en el cuello, en esa doblez de toro del músculo que no le cabe en tan corto espacio, e imaginen su embestida mortal de quien puede matarte a cabezazos. Tiene un cráneo fornido y aspecto de luchador de presing catch. Uno de esos tipos macizos, más anchos que altos, que son imposibles de derribar, aunque utilices un bate metálico de beisbol, y que hay que evitar si vislumbramos que están enfurruñados.
Y mantenerse a prudente distancia de este otro. Parece un boxeador retirado que trabaja ahora de guardaespaldas de algún turbio predicador. Desde luego su aspecto no es muy tranquilizador y parece perro de presa que no te suelta sino cuando ya has muerto desgarrado por sus colmillos. ¿Me ha visto mientras le hago la fotografía, aunque medien cien metros? ¿Va a cruzar la calzada, me va a alzar con uno de sus brazos mazo y con el otro me va a atizar un tortazo? Desde luego es alguien con el que uno no discutiría ni la hora.
El grupo de amigas aparece desbibujado sobre el fondo del banco. Yo, evidentemente, no quería fotografiar el banco. La primera, que precede al grupo, que no se sabe bien qué lleva entre los dedos, habría quedado guapa de haber salido bien en la foto. Parece hispana, es joven, anda con garbo.
Que alguien cante mal en Nueva Orleans es algo que no parece plausible. Este tipo, con la cabeza cubierta con una gorra de beisbol, se dedicaba a amenizar con su música ─ es un decir ─ en un establecimiento cercano al Mississipi en donde, junto al café con leche, servían unas maravillosas rosquillas que nada tenían que envidiar a las de nuestro país. Un tipo torpe que cantaba sin tener ni la voz ni el ritmo que parecen inherentes a los de su raza. Lo mejor que puede hacerme el pésimo músico y peor cantante, que acaba de interpretar, o quizá destrozar, una pieza de Louis Amstrong ─ desengáñese quien piense que todos los negros nacieron dotados para la música ─ es prestarme su cara para la foto, aunque, bien mirado, tampoco vale la pena. ¿A quién mira de reojo? ¿Qué pegatina lleva pegada en la recia camiseta? ¿Qué significa la W de su gorra de béisbol?
Esta jovial norteamericana, todo sonrisas y de aspecto saludable, con un punto de atractivo femenino, compone esa graciosa mueca cuando el pésimo músico se dirige a ella pidiendo un óbolo a cambio de su silencio. Ahora recuerdo que el músico utiliza, y muy mal, un clarinete que suena de una forma espantosa. No puedo negar que me gusta esta chica. Decir lo contrario sería una mentira. Pero, ¿qué hace con tantos globos? ¿Dónde están sus niños? ¿La mujer del pelo cano es su madre? Me gustan los tirantes de su liviano vestido, la curiosidad de esa cruz indagando su escote. Y observen que el trompetista, que se cree Louis Amstrong, también la mira. El pelo de esta niña negra me hace gracia. Va rezagada en su grupo familiar. Hace todo tipo de muecas. La descubre mi teleobjetivo, una vez que la rosquilla y el café con leche han pasado a mi estómago y el azúcar glas me ha rebozado convenientemente el pantalón.
La niña da cuenta de su helado, pero me sorprende su expresión ceñuda. ¿Le sabe a poco o le sabe mal? He aquí la hermana mayor del grupo brindando con vasos de parafina llenos de chocolate caliente.
Aquel bar de las rosquillas, aquellos minutos que permanecí sentado en su terraza, fueron fructíferos desde el punto de vista fotográfico una vez que monté el teleobjetivo. Este tipo circulada por la acera en su bicicleta con la cesta de la compra.
Este otro, a pesar de las bebidas isotónicas que consumía, no acababa de regular la temperatura de su cuerpo a juzgar por su atuendo excesivo. Estábamos en noviembre, pero la temperatura era sumamente agradable.
Parece que mira el maniquí femenino, y el que está detrás, con pantalón corto, le está marcando. No sé si van juntos. Si acaban de salir de la tienda. Si se trata de una pareja interracial.
Nueva Orleans es una ciudad en crisis, desde el Katrina, que sigue sin levantar la cabeza. Los que más lo sienten los establecimientos comerciales que están a medio gas y con los vendedores desesperados saliendo a la puerta de los establecimientos para arrastrar clientes al interior.
Este tipo, aunque atlético, apunta barriga y hay una cierta crispación en su rostro de cabello cuidadosamente corto. La mujer negra, voluminosa, percibe algo inquietante en el horizonte. La jovencita redondeada camina absorta en sus problemas. No tienen nada que ver entre ellos salvo que los tres, por un instante, coinciden en el visor de mi cámara y yo pulso el botón. Clic. En las proximidades de la catedral abundan los carromatos como éste, para turistas. Subido al pescante, el cochero apoya su pie aburrido esperando algún pasajero.
Este cochero con sombrero y barba y aspecto afrancesado conduce a sus gélidos y maduros pasajeros en un tour por la ciudad. Al acercarse sorprende el aspecto duro e imponente de este tipo y uno trata de imaginar su pasado, quizá oscuro, en esta ciudad de perdición.

Tocado con su sombrero de hongo, el cochero vocea a un conocido que camina por la acera ante la mirada ajena de la mansa mula y la indiferencia de su pasajera.
Todos parecen discutir sobre el rumbo a tomar, o sobre si bajarse y continuar el paseo a pie. El cochero, vuelto, requiere instrucciones. El pasajero del fondo, tras sus gafas ahumadas, escucha atento. El caballero de cabello cano se encara con el cochero. La dama permanece oculta detrás de las amplias espaldas de su compañero sentimental.
Vale la pena permanecer sentado en esta terraza, saboreando el café con leche y las rosquillas azucaradas, si el premio es poder fotografiar a este interesante vagabundo cuya expresión facial denota mucha vida en las calles, un pasado oscuro, como el cristal con que oculta sus ojos, y un porvenir turbulento, en esa ciudad o en otra.
El que lleve ese pañuelo verde en la cabeza sólo puede indicar dos cosas: o que es calvo, una posibilidad que descarto, o que tiene unas greñas descuidadas, por lo que me inclino. Ahora sí puedo ver las escasas pertenencias que arrastra en su carrito.
De cerca, su aspecto no es tan descuidado. Las gafas de sol parecen de marca. La barba aparece cuidada. Y el pañuelo quizá oculte una indomable pelambrera. Lo capto como personaje de una segura novela que escribiré sobre Nueva Orleans. No será un chico bueno, desde luego, sino un villano que secuestra jovencitas, las droga, las viola, las descuartiza y las echa al Mississipi como carnaza para los cocodrilos. Tiempo al tiempo.
Este barbudo no es un vagabundo sino un vendedor ambulante con su mesa a cuestas. Los aledaños de la catedral son el mejor lugar para este tipo de ventas. Con aspecto de venir del lejano Ganjes, nuestro vendedor bosteza sumido en un mortal aburrimiento mientras apura los últimos metros de un paso de peatones que se le hace eterno. Montando guardia ante el cartel en donde se señala el horario de sus actuaciones, esta muchacha desencantada de la vida y con un peinado imposible apura el humo de su cigarrillo entre función y función de no se sabe qué actividad. ¿Tragasables, tragafuegos, titiritera, contorsionista?
No hace tanto frío para un gorro de lana, lo que usarlo supone un pelo descuidado y sucio bajo el casquete textil. Los pobres son legión en Nueva Orleans. Unos miles se ahogaron en sus propias casas, otros miles huyeron de la ciudad y el resto vaga como fantasmas por las calles de una ciudad moribunda.
Dando la espalda a fotos con motivos jazzísticos, sentados en un bordillo, estos desempleados de la ciudad fantasma tratan de sobrevivir a los próximos años tramando pequeñas maldades. Puede que trapicheen con droga. El del sombrero tiene todo el aspecto de proxeneta. A juzgar por su aspecto, las chicas no le trabajan a pleno rendimiento. Esta muchacha negra de frente abombada es muy bella, pero la cámara, que tiene vida propia y es caprichosa, prefiera enfocar a los vividores del fondo que siguen tramando maldades.

No es habitual que el botones de un hotel, máxime el Hilton, vaya ataviado de esta guisa, con pantalón corto, mientras transporta las maletas de esa clienta que abandona la ciudad.
Este tipo pequeño y feo parece un poco ido, va cantando mientras anda, va bailando sobre sus piernas desparejas, todo en él es un movimiento extraño que enseguida capto. He aquí una pareja perfecta. Ambos en bici, pertrechados con cascos de color verde y con el mismo tipo de camiseta blanca y ancha. El negro está muy atento a que el semáforo se torne verde para seguir su paseo. La oriental, bella y simpática, me lanza una sonrisa al saberse fotografiada. Y hasta nunca, bella pareja. Resulta curioso que siendo de razas distintas traten de homologarse a través de su indumentaria. Les auguro una larga vida en común, muchos paseos en bici, hermosos niños de su cruce de razas, aunque mejor no dejarme llevar por el optimismo porque nadie sabe qué cartas tiene la vida. Con gesto de cansancio, o desabrido, esta mujer cruza la calle ignorando el vetusto tranvía que tiene a sus espaldas. No se distingue la ciudad por tener precisamente una buena red de transportes. Los tranvías son de época, me recuerdan a los de RAGTIME, la mejor película de Milos Forman, sin duda, y que, si no me equivoco, transcurría en Nueva Orleans.
La niña contempla el paisaje urbano a hombros de su impresionante padre. Sus largas piernas ya apuntan a que, como su progenitor, hará muchas cestas mientras estudie o se apuntará a una escuela de baile. El otro hermano, en una esquina, es apenas una cabeza perdida en la fotografía. La obesidad mórbida es una plaga en Estados Unidos. Las dimensiones de esta joven mujer negra y el perímetro de sus brazos impresionan. Tras ella un rapero con su uniforme de calle, pantalón ancho y caído, pañuelo en la cabeza y ritmo en las piernas, escolta a otra obesa que mira quién le ha dejado un mensaje en su móvil.
Me equivoqué. El rapero nada tenía que ver con el trío y los adelanta con su paso de ballet moderno y sus contoneos achulados. Tengo la duda de si la chica más ancha que alta que cierra la comitiva es el fruto del cruce entre ese negro atlético y su obesa pareja. ¿Cuántas comidas en McDonalds son necesarias para alcanzar este estatus de gordura?
Estas rubias parecen venir directamente de California y de la camilla de un cirujano plástico que les acaba de renovar sus implantes mamarios para una tercera temporada. Están entre los treinta y los cuarenta, en la flor de la vida, en una actitud de atraer a toda clase de varones en la ciudad promiscua. Tomadas de frente, las sonrientes californianas son mujeres muy atractivas. No creo que hayan venido de compras a una ciudad cuyos comercios languidecen. Puede que las vaya la marcha de su barrio francés y por las noches se descuelguen por sus antros de música buscando pareja de unas horas. O me equivoque radicalmente, y están de compras mientras sus maridos se toman unas cervezas en una terraza junto al Mississipí. Se las ve felices y risueñas. La juventud sonríe a estas wasp en la ciudad mestiza.
Los vagabundos con aspectos de haberse ido de este mundo abundan en Nueva Orleans. Además, todos parecen tener frío, como si a esa hora de la mañana, casi mediodía, no se hubieran sacado de los huesos el aliento gélido del asfalto en donde han pasado la noche y ha anidado en sus huesos. ¿Cuántos cientos de ellos debieron flotar, cuando el Katrina devoró la ciudad, y terminaron, desgarrados, en las fauces de los cocodrilos?
El hombre orquesta bizquea debajo de su sombrero tirolés mientras el de la boina, que la utiliza para recoger la recaudación, me da la espalda. Sólo los buenos músicos de calle tienen el acceso garantizado a los garitos nocturnos del Barrio Francés. Este jugador de beisbol lleva así toda la mañana y nadie, realmente, le hace caso. Estas estatuas humanas acaban haciéndose muy cansinas por repetitivas, te las encuentras en todas partes, en todas las ciudades del mundo, y la gente pasa a su lado sin valorar el esfuerzo de esos tipos inmóviles que contienen la respiración y el sudor. El tipo tatuado y con gorra toca los platillos en cualquier calle de Nueva Orleans que, sin duda, es la ciudad con más músicos por metro cuadrado. También es la ciudad norteamericana en donde más se fuma, se bebe y se fornica. Seguro que Bush, entre rezo y rezo, debió pensar que la ciudad se merecía el Katrina, y por eso envió al ejército, no para salvar a sus habitantes sino para dispararles. ¿Pero saben una cosa? La inundación llegó justo hasta el Barrio Francés que durante semanas fue una isla en medio de la desolación absoluta, salvado de las aguas pese a su reputación de vicio.
Si Playboy es una forma de vida, su logotipo crea un rotundo contrasentido con quien lo luce en su gorra de béisbol. Quizá agobiado por su sobrepeso, este norteamericano rubicundo camina ensimismado en esa panza que no le permite ver dónde pone los pies.
Esta señora oronda no tiene reparo alguno en calzarse unos ceñidos pantalones tejanos que moldean su silueta. Quizá para quitárselos haya que utilizar unas tijeras o una sierra mecánica, porque el vaquero parece piel de tan pegado a sus muslos. Lo importante no es estar gordo o delgado sino estar a gusto con tu aspecto. Misteriosa familia oriental con aspecto de haberse perdido en la ciudad. Seguramente chinos, aunque los rasgos de la mujer y del caballero que cierra la comitiva, con una nariz a los Adrian Brody, me suman en la perplejidad absoluta como aficionado sinólogo. El niño, eso sí, parece enormemente satisfecho, como un pequeño buda sonriente, mientras el padre hace un brusco viraje. La muchacha es estudiante y toma apuntes. En una de sus manos hay un bolígrafo, pero ¿qué es lo que aparece junto a su cuaderno de notas? ¿Un móvil, una cámara de fotos o un efecto óptico?
Magnífico rostro el de este hombre tocado con sombrero impermeable más apto para circular por la selva de Panamá que por las calles de una gran ciudad, aunque Nueva Orleans sea un poco selva y su río baje achocolatado y, durante el devastador Katrina, las serpientes vagaran por sus casas repletas de muertos. Todos firmaríamos para llegar a la edad de este hombre con sus ganas de vivir y la energía que desprende su mirada.
Esta joven atractiva, con la melena cubriéndole el rostro, observa las pinturas que los vendedores ambulantes exhiben en los alrededores de la catedral. Este tipo lleva de todo en cejas, lóbulos de las orejas, nariz y cabello. La cadena de aros que pende de su oreja parece el rizo alborotado de su barba. Rodea su cuello un pañuelo de forajido. Parece tocar con el dedo de su mano el culo de un jinete en miniatura del escaparate de la tienda por la que pasa. La chica tatuada que lo acompaña, y queda solapada por la transeúnte rubia, lo toma afectuosamente del brazo. Pues por detrás resultan mucho más interesantes. Todo son etapas en la vida y la de estos jóvenes no tardará en extinguirse, los piercing desaparecerán de sus rostros y los tatuajes quedarán desvaídos cuando sean serios padres de familia, cada uno por su cuenta, claro... La noche cae sobre Nueva Orleans. Las luces de los bares emiten sus destellos intermitentes atrayendo a una jauría solitaria y nocturna que vaga por las calles del Barrio Francés y su calle del Pecado. Puede que sea por al alcohol ingerido que este tipo panzudo y barbudo se maneja con lentitud por las calles libres de coches de una ciudad que vive al margen de las normas y despierta cada noche puntualmente con los horarios cambiados.
Dentro de cada local hay una música diferente. Voces negras en armonía con banjos en manos blancas. Los ventiladores agitan el humo de los cigarrillos. Dentro, camareras osadas y vestidas con poca ropa ofrecen chupitos boca a boca a los hombres en un curioso acercamiento erótico que tiene su precio. Este músico rasta parece tomar aire de la calle para luego volver adentro con más fuerzas.
El contraste de esta pareja es innegable. Alguien los ha contratado para que toquen mientras otros beben cervezas y palmean sus rodillas con las manos para llevar el ritmo. No son jóvenes, ni mucho menos. Son los típicos músicos ambulantes que van de un lado a otro sin que nadie aprecie mucho su talento. Quizá ni se conocen y es ésta la única y última vez que actúan juntos. Es posible que se detesten, como Simon y Garfunkel. Luego, cuando acabe la función, el rubio desmelenado que toca el banjo subirá a su cuarto infecto a inyectarse caballo en la vena de su brazo mientras aprieta la goma que lo abraza con sus dientes, y su encorbatado acompañante irá a aclararse la voz con un trago de bourbon.
Me gusta el tipo del banjo. Podría llamarlo Cabeza borradora en un homenaje lynchiano. Al menos sigue el ritmo con la cabeza, eso sin duda. Y con el pie. Creo que los músicos ambulantes, junto a los payasos de circo, son la gente más triste del mundo. Una imagen, como otra cualquiera, para decir adiós a la ciudad canalla que vive la noche como ninguna otra en el mundo.

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