DIARIO DE UN ESCRITOR


Bluff, 11 de abril de 2013

 

Amanece nublado en Bluff, Utha. Suena el despertador. Dejo que suene. Ni idea de dónde está. Y además no sé qué hora es. Bluff está en Utha y no es la  misma hora aquí que en la cercana Arizona. Pero abro los ojos y me desperezo más tarde, cuando un rayo de luz lánguido se filtra por entre la cortina entrecerrada de la ventana.
Desayunamos. Un lugar curioso, debajo de un par de enormes rocas de treinta metros de altura y unas cuantas toneladas de peso que un día caerán sobre el establecimiento y lo destrozarán. Espero que ese día no sea hoy. Sigue nublado, y hace fresco, cuando una joven camarera navaja nos acomoda en una mesa junto a la ventana. Desayuno americano. Huevos a la plancha, no muy hechos para poder mojar la yema con un par de tostadas de pan con mantequilla derretida; patata rayada, ligeramente pasada por la sartén; el habitualmente infame café americano que ni siquiera es negro sino gris. Pienso en Bigas Luna, mientras lo bebo, y lo que odiaba ese café. Lo escancian a discreción, eso sí, en cuanto te ven la taza vacía. Igual sirve como purgante que para lavarse las manos.
Cerca del restaurante los habitantes de Bluff, exactamente doscientos cincuenta y desperdigados por las colinas, han reconstruido lo que fue antiguamente esa ciudad de pioneros que llegaron de Europa y cruzaron el territorio a bordo de sus carromatos. Están los antiguos carromatos en los que vinieron, cabañas de madera reconstruidas tal como eran y, en cada una de ellas, el mobiliario original (camas, sillas, escritorios, aperos de labranza, bacinetas, cunas, chimeneas, estufas de leña, sillas de montar, botas, sombreros de ala ancha, fotos…todo menos los revólveres que les acompañaron en esa odisea). El antiguo pueblo era una veintena de cabañas unifamiliares, no más grandes que nuestra habitación del motel Kokopelli Inn, y dispuestas en círculo. En cada una de esas cabañas, a la entrada, figura el nombre del pionero. Dentro de ellas, a través de fotografías, se puede rastrear su vida. Hay tantas novelas como familias. No las escribiré. Pero reconozco que me fascina imaginar sus vidas a través de sus nombres, fotografías, vivienda y mobiliario. Amasha Barton era el herrero. Tuvo mucho trabajo reparando las ruedas de los carromatos que abrían camino hacia el Oeste y descendían, a veces, por pendientes vertiginosas sujetos por cuerdas. George B. Hobbs, un tipo con poblado bigote y aspecto intelectual, iba en la expedición como misionero. Bishop Jens Nielson, de origen noruego, era el patriarca del grupo: alto y de aspecto severo al que una barba blanca, sin bigote, le confería aspecto profético; la expresión de su esposa Elise Nielson era de todo menos de felicidad. En una de las alacenas, investigando, junto a la sempiterna Biblia descubro la novela Ivanhoe de Walter Scott, toda una frivolidad para esos rudos hombres de campo que buscaban una nueva vida en un territorio hostil. La bella Evelyn Lyman Bayles, de cara redonda y expresión dulce, nació en 1875 y murió en 1962, cuando yo tenía 11 años. Su marido, Hanson Bayles, la dejó viuda en 1922: era 18 años mayor que ella. Un juez de paz, John Hughes, dicen que era muy amigo de los navajos, a pesar de que estos mataron a su esposa embarazada: gajes de los pioneros que se metieron en la tierra de otros. ¡Cuántas vidas, cuántas fotos, cuántas alegrías y sufrimientos!
            ─ Tenían que llevarse forzosamente bien entre ellos─ comento, mientras busco el sol entre las nubes en una de mis idas y venidas.
            ─ ¡Cualquiera tenía un desliz! Se sabía al momento─ dice Mary Jo.
            Subimos al Hyundai fucsia y Mary Jo conduce por la 163 hacia Monument Valley. La silueta espectacular, con las características formaciones rocosas universalizada por el séptimo arte, se recorta en el horizonte cuando llevamos 50 millas recorridas. Una carretera recta, con distantes quiebros, se pierde en el horizonte abriéndose camino entre un paisaje desértico rojo en el que nacen matorrales verdes. Nos detenemos en un ensanchamiento para saborear esa visión. Sigue nublado y el aire que corre es fresco. Un gigantesco camión blanco, con morro, nos sobrepasa con un bufido levantando una nube de tierra.
            Entramos en el parque a las diez y media de la mañana. Hay que pagar cinco dólares por persona y otro por el coche. La pista de tierra sale a la derecha del aparcamiento del hotel que los navajos han construido en uno de los extremos del paraje. El inicio es pendiente, está lleno de baches, pero luego se arregla y se puede circular con un utilitario conduciendo muy despacio y cuidando que los bajos del coche no den con las irregularidades del terreno. La tierra es muy roja y, a veces, se convierte en arena del mismo color en el que crecen plantas del desierto, blancas sobre todo, que apenas tienen raíces y el viento arranca sin dificultad. Ante nosotros aparecen las extraordinarias formaciones montañosas de Monument Valley, las mesas, por su forma, las sillas, las tres hermanas, tres peñascos delgados y perfectamente separados. Las paredes de las formaciones, que surgen de la arena, dan vértigo: doscientos o trescientos metros de caída completamente perpendicular, como si un gigante las hubiera estado tallando. Muchas de las rocas que forman esas singulares montañas únicas en el mundo parecen estar a punto de caerse; otras ya se han desplomado. En una de las mesas los elementos han trazado dos líneas paralelas perfectas en alto relieve como si hubieran sido dibujadas con tiralíneas. Las formas de las montañas son siempre caprichosas y me fascinan a medida que se recortan en ese desierto de tierra roja y matojos que se abre, de vez en cuando, para configurar cañones labrados por ríos ya inexistentes y cuyo cauce llenan las avenidas.
No hay mucha gente. O es que el espacio es tan grandioso, que llega hasta el horizonte, que los coches que ruedan por las pistas arenosas del Monument Valley no molestan. Nos detenemos en cada uno de los trece miradores. Trece perspectivas irrepetibles de un paisaje siempre diferente y armónico. En algunos de estos miradores los navajos, silenciosos, poco comunicativos, extienden sus mesas y colocan sobre ellas una variedad de collares de malaquita de bello diseño con la intención de venderlo al rostro pálido. Hay en uno de esos puestos un vendedor enorme, una especie de oso cebado con comida basura y alcohol que sería incapaz de montar un caballo. Los navajos viven en este territorio tan hermoso como agreste, en ese paraíso de formas rojas, en sus cabañas, caravanas o traílers, sin agua corriente, sin luz, de espaldas al progreso.  Algunos se pasean a lomos de sus caballos por esa extensión infinita que sobrepasa lo que abarca la vista.
Seguimos nuestro itinerario. Me confieso abrumado por la grandiosidad y belleza de ese paisaje silencioso y místico en el que parece no haber vida. No hemos oído ni visto un solo pájaro, sólo un pequeño ratoncillo claro ha cruzado, durante todo el itinerario de 19 millas, por delante de nuestro vehículo.
En uno de los miradores están Las Tres Hermanas, esos tres peñascos espigados que se elevan verticales hasta que el del medio, el más frágil y delgado, se derrumbe. Allí hay un cercado con dos docenas de caballos y dos navajos que invitan a hacer excursiones por los alrededores. No permiten que se hagan fotos a los caballos. No son esos dos navajos muy amistosos. Ni comunicativos. Los collares de malaquita que exhiben son sensiblemente más caros que los de los otros puestos que hemos visto.
Seguimos camino, levantando una nube de polvo rojizo a nuestro paso. Otro mirador. Otra perspectiva. Esta vez una inmensa duna en el horizonte, pegada al muro vertical de una montaña tan roja como la arena.
Aunque reacia a trepar por cualquier desnivel, arrastro a Mary Jo a esa pequeña aventura de escalar una montaña por la que se dan dos pasos adelante y uno atrás, pero antes de pisar esa arena fina en la que crecen delicadas plantas blancas sin hojas ni raíces, hay que cruzar el cauce seco de un río y una explanada pedregosa cubierta de matorrales suficientemente separados unos de otros para que supongan una obstrucción a nuestro paso.
La duna es bastante vertical. Le calculo una altura de unos doscientos metros desde la base a la cima. Seguimos las pisadas que ha dejado en la arena un excursionista en días pasados y que el viento aún no ha borrado. Cuando el desnivel es más pronunciado optamos por salvarlo zigzagueando. Por fortuna el sol sigue sin aparecer. El último tramo, los diez últimos metros, son los más complicados, pero cuando llegamos a la cima de esa gigantesca montaña de arena el premio son las vistas panorámicas que tenemos de la tercera parte de Monument Valley. Corre una brisa fresca que ensancha los pulmones y las paredes verticales y rectas de la vecina montaña, contra la que la duna se recuesta, reproduce en perfecto eco nuestras palabras.  
Descendemos hacia el muro de piedra en el que muere la duna. Allí, un espacio más sombreado, y quizá más húmedo cuando se despeña el agua que se almacena en la imponente meseta de roca, crece más vegetación, matorrales, arbustos y hasta un árbol medianamente grande. Las bostas de caballo en el sendero de las pisadas indican que los navajos frecuentan el lugar.
Bajar la duna es más fácil y divertido.  Basta con hundir los talones en la arena y dejarse deslizar ladera abajo y difícilmente se perderá el equilibrio. Regresamos al coche tomando un atajo que nos lleva directo al mirador. Y seguimos nuestro itinerario de 19 millas, circular, que acaba en donde empezamos, trepando por la pendiente rocosa y bacheada hasta el aparcamiento del hotel.
El hotel está lleno de turistas extranjeros, franceses, ingleses y alemanes. Ninguno español. Todos sus empleados, incluidos los de las tiendas y el restaurante, son indios navajos. Como todavía falta para la puesta de sol optamos por comer algo en el restaurante: un filete empanado, de tamaño considerable, regado con una espesa salsa de vino y acompañado de arroz y judías verdes completamente crudas que lleva como nombre Filete John Wayne. Caigo en la cuenta. Es el filete que James Stewart, en tarea de improvisado camarero, tiraba al suelo como consecuenia de la zancadilla de Lee Marvin y ante la insistencia del gigantesco John Wayne que reclamaba su plato de carne en El hombre que mató a Liberty Valance. También hay un filete Clint Eastwood, otro John Ford. Echo en falta un Gerónimo Para beber: agua con hielo.
Cuando terminamos la cena nos sentamos en la terraza panorámica del hotel. Desde allí se domina en casi toda su extensión Monument Valley. Entonces, cuando ya se pone el sol, las nubes plomizas que han cubierto durante todo el día el cielo dan de lleno en la piedra de las enormes mesetas y hace virar del negro al rosáceo las nubes que sobrevuelan ese escenario de película.
Centauros del desierto, la obra maestra de John Ford, empieza con una puerta que se abre y otra que se cierra. Con esas dos imágenes, y las miles que he intentado clonar a través de mi cámara fotográfica, torpes reflejos de la realidad abrumadora, abandonamos Monument Valley que se sumerge en la penumbra.  
He viajado a la realidad, después de haberlo hecho a través del cine, a  este paraje épico por el que tantos fantasmas cabalgan.

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