DIARIO DE UN ESCRITOR


Santa Fe, 12 de abril de 2013




Sonó el despertador a la hora programada. Lo apagué y seguí durmiendo. Sonó el despertador de Mary Jo. Lo apagó y siguió durmiendo. Finalmente salí de la cama a las 9 y emprendimos viaje media hora más tarde olvidándonos del desayuno: el filete empanado del día anterior de la cena en Monument Valley seguía suministrándonos energías.
Lucía un sol magnífico. Perfecto para ir hoy a Monument Valley. Pero ya nos íbamos de Bluff, así es que mientras M.J. ponía carburante al coche yo capturé mis últimas instantáneas de ese pueblo de 250 almas y nombre curioso.
Camino de Santa Fe. Creo que era un western de Michael Curtiz protagonizado por Errol Flynn, un actor que sólo me gustó como boxeador en una película de Raoul Walsh: Gentleman Jim. Lucía un bigotito impertinente el actor australiano pero se decía de él que tenía un éxito extraordinario con las mujeres. Con su objeto de deseo, medio borracho, aporreaba un piano en una de esas fiestas locas de Hollywood en donde corría el alcohol, la droga y el sexo. Pues eso hacemos: camino de Santa Fe por carreteras interminables trazadas con tiralíneas y cruzando un cielo glorioso de nubes. Las nubes, el cielo, bastante más maravilloso que la tierra.
Atravesamos pueblos dispersos porque el GPS, caprichosamente, nos diseñó una ruta pintoresca por carreteras secundarias en vez de optar por autopistas. Una lata. Hay que reducir la velocidad de 75 millas por hora a 30 cuando se traspasa un núcleo habitado. A paso de tortuga. Y además los pueblos son larguísimos, no terminan nunca. Y bastante horribles. Sus centros neurálgicos son las gasolineras. Ni siquiera veo iglesias. Sí pick ups conducidas por indios navajos de pelo corto.
Dormito. La carretera lo pide. Recta, hasta el infinito. Paisaje árido en el que anidan los navajos en sus caravanas, casas prefabricadas. Un camión transporta una de ellas ocupando dos carriles. Fotografío el cielo. Lleno de nubes. Pequeñas, blancas, algodonosas, flotando en un azul intenso.
En Cuba, 300 millas más adelante, repostamos. Cuba, Nuevo México. Hemos pasado de estado. Hemos cruzado el río Grande que me parece pequeño y seco. Antes dividía dos naciones aquí; ahora está dentro de una y hace fontera en Texas. Tras tomarme una naranjada me pongo al volante del Hiunday. Echo en falta el café. Pero el café de verdad, no esa agua oscura que sirven a discreción.
En los secos campos a ambos lados de la carretera pace un pequeño grupo de ovejas. No gusta su carne aquí. Si no fuera así la enorme reserva de los navajos, de la que todavía no salimos, sería un lugar estupendo para tenerlas.
La carretera asciende, y mucho. Una ascensión lenta y progresiva que no se nota. Pero un indicador marca 7.000 pies de altitud, más 2.000 metros. Hay manchas de nieve en las montañas próximas. El paisaje se vuelve más suave una vez salimos de la gran reserva navaja y los pinos cubren los dos lados de la carretera. No hay tráfico. La música de la radio es la misma que la de dos días antes. Sade. Whitney Houston.
No hay señales icónicas de circulación en las carreteras USA. Prohibido adelantar es literalmente un letrero con esa leyenda. Sólo los letreros de precaución niños corriendo o ciervos y vacas sueltas se parecen a las europeas. Conduzco con una mano. Me entra sueño. Echo en falta un buen café cargado, como el mejor café del mundo que me tomo en un restaurante dominicano de Miami: un dedal concentrado. Discuto de política con M.J. para no dormirme en las kilométricas rectas de Nuevo México que han sucedido a las kilométricas rectas de Utah y Arizona. Su respuesta sienta doctrina. Meridianamente clara para entender este maravilloso y contradictorio país y su forma de hacer política.
            ─Somos los más poderosos del mundo y hacemos lo que nos da la gana.
            Exacto. Ya no hay que discutir más. Pura ley de la selva. Le toca a Estados Unidos como antes le tocó a España o a Inglaterra. Cambiamos poco. El mundo es de los poderosos.
            A seis horas de iniciado el viaje nos acercamos a nuestro destino. Hay letreros en la autopista que señalan Madrid y  Española. Madrid-Nuevo México, claro, como París-Texas de Wim Wenders.
Santa Fe es la ciudad más antigua de EE.UU. No es mérito de EE.UU. O sí. Es mérito del ejército norteamericano que se apropió la provincia en su guerra con México y la mantiene desde entonces. New México se llama el estado, para no romperse mucho la cabeza. 68.000 habitantes. Una de las ciudades más altas. Cerca de 2.000 metros de altitud. Una mayoría de hispanos que hablan perfecto castellano. La recepcionista del Motel 6 que nos recibe, por ejemplo. Le digo que vengo de Barcelona, por indicarle una ciudad conocida (si le digo que del Valle de Arán se quedará viendo visiones) y estoy haciendo un viaje de largo recorrido por Estados Unidos y ella me contesta ¡Madre! Se come, por improcedente, la palabra puta de nuestra muy española ¡Puta madre!
            La habitación 132 está a pie de calle. Más cómodo. Aparcamos el coche junto a la puerta. Descargamos los bultos. Nos vamos a explorar luego, sin descansar del largo viaje de 360 millas, la pequeña ciudad de Nuevo México.
La parte antigua está alrededor de una plaza mayor, La Plaza. Es una plaza porticada de columas de madera con edificios cubiertos de adobe rojizo de una o dos plantas como máximo. Buscamos un sitio en donde comer. M.J. está hambrienta. Yo, inapetente. Finalmente nos sentamos en la terraza de un restaurante y compartimos una pizza y un par de cervezas.
La Plaza es pintoresca. Junto al edificio del gobernador, el más antiguo de EE.UU., los indios locales han extendido sus mercaderías en el suelo sin que nadie les moleste. Miro los collares, las pulseras, los pendientes. Miro los tipos humanos. Hay un indio enorme, gordísimo, sentado y que necesitará ayuda para levantarse. Hay, fuera del recinto, en la plaza, junto a un quiosco en donde venden palomitas, otro indio enorme y de aspecto inquietante con el que me tropiezo varias veces por mis idas y venidas por Santa Fe y me recuerda a un personaje de ficción: Navajo Joe, el indio malísimo de Las aventuras de Huckleberry Finn de Mark Twain.
Santa Fe es ciudad de artistas. De todo tipo. Los que labran muebles de diseño, pintan cuadros, esculpen, escriben o actúan en Hollywood. En las proximidades, en Albuquerque (se comieron la R) vive Shirley McLaine. En Taos, Julia Roberts. La hermana de Warrem Beatty se comunica con los extraterrestres, dicen.
Santa Fe me recuerda, por su disposición, a los pueblos mexicanos. Fue mexicano. Y antes español. Ahora norteamericano. Una ciudad tranquila cerca de unas pistas de esquí en donde todavía hay nieve en abundancia.
            ─¿No hay movimientos independentistas?
            ─¿Estás tú loco? ¿Cómo van a querer independizarse de Estados Unidos?
            M.J. precisa de un Banana Splitz, la bomba calórica de los helados que le sirven en un Haägen Dazs de La Plaza. Yo merodeo por los alrededores con mi cámara de fotos.
Un chiflado, de mi edad, baila solo en una esquina, hace juegos malabares con unas pelotas y recoge todas las colillas que ve tiradas en la acera y las deposita en la papelera. Tres apacibles damas, de las de la tarta de manzana, cuchichean en un banco. Un tipo con rastas toca la guitarra sin tener público. Pasan varios motoristas a bordo de sus Harley Davidson y uno con una moto kilométrica que se debe de haber tuneado. Llegan tres vagabundos con sus perros y mochilas a pasar la noche y eligen banco. Un ciclista maduro descansa junto al quiosco de las palomitas. El indio que se parece a Navajo Joe charla con el sheriff de pueblo que tiene su coche patrulla en medio de la calle.
            Las campanas de la moderna y pequeña catedral basílica de Santa Fe rompen el silencio de la ciudad. Una cohorte de sacerdotes siguen a alguien que parece un prelado por la tiara y el báculo que le otorgan majestad. Cuando intentamos entrar en la iglesia, para curiosear la ceremonia, nos cierran la puerta en las narices.
            ─¿Van a misa?
            ─No.
            ─Pues no pueden pasar.
            Las tiendas del pueblo son, en su mayoría, de artesanía navaja, pero no tienen nada que me llame la atención. Los collares son grandes, ostentosos. La cerámica, sencilla, tiene un precio desorbitante. Un cuenco del tamaño de mi mano 120 USD.
            De un hotel sale un indio con trenzas. Antes vi a otro, con el pelo muy largo, bebiendo de una fuente pública. Y blancos con aspecto de Buffalo Bill, barba larga, coleta y sombrero vaquero incluidos, listos para un baile country. Todo Estados Unidos me sigue pareciendo el mayor parque temático del mundo. Será que vengo de la viejísima Europa.
            Me doy cuenta de la altura de Santa Fe cuando me noto terriblemente cansado, me duelen las piernas y se me cierran los ojos a las seis de la tarde hora local. Debe de ser por la conjunción de tres factores. Uno, la ausencia de café. Dos, sueño, porque duermo poco. Tres, la altura. Me siento en La Plaza cuando el sol se acuesta.
Regresamos al motel hora y media antes de que se haga de noche. Arrastrándome. Encima nos perdemos y tardamos más de la cuenta en situarnos y enfilar hacia la calle Cerrillo.
Hago propósito de irme a dormir temprano. No sé si lo cumpliré.

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