DIARIO DE UN ESCRITOR
Trópic, 18 de abril de 2013
Salimos
de Las Vegas y este país no gana para sustos. Sin aclararse todavía los
sucedido en la maratón de Bostón - ¿Al Qaeda? ¿Un terrorista chiflado local?-
una planta de fertilizantes de Waco salta por los aires y todavía están
recogiendo pedazos de gente entre los escombros que ha dejado la devastadora
explosión. ¿Accidente? ¿Atentado? Y un policía muere tiroteado en la
universidad de Boston. ¿Los mismos chiflados de la olla Magefesa? ¿Otros que no
tienen nada que ver? Así es que las banderas de las barras y las estrellas de
Sin City ondean a media hasta en un día soleado y ventoso.
Para
llegar a los proximidades del Parque de Bryce hay que dejar Nevada a nuestras
espaldas, pasar un rato por Arizona y entrar en Utah, el estado de los mormones
en donde vive Robert Redford en su rancho, con su cara apergaminada y sin
expresión, gracias a una cirugía plástica equivocada, y tiene lugar el festival
de cine independiente de Sundance, pero por el camino, dejando de lado las
aburridas e interminables autopistas que se extienden hacia la línea de
horizonte, y tomando sinuosas carreteras secundarias, se pueden disfrutar de
dos paisajes muy distintos y llenos de alicientes antes de arribar al fascinante
Bryce que año a año se desmorona y cambia de forma. Así es que la primera
parada, o las primeras paradas, porque nos detenemos en todos los miradores que
hay, las hacemos en el Parque Nacional de Zion, para admirar ese paisaje
impresionante de montañas rocosas altísimas en las que crecen, milagrosamente,
árboles que taladran con sus raíces el durísimo suelo, y dunas de suave color
siena de las que brota una vegetación del desierto. No vemos, en todo el
recorrido, más ser vivo, además de los humanos, que un diminuto ratoncillo que
cruza la carretera, zigzaguea por un arenal y desaparece por el curso seco de
un río en el que crece una maleza dispersa.
Atravesamos
llanos boscosos, saliendo de Zion por un largo túnel estrecho y entramos en
Utah por llanos cubiertos de bosques y césped en el que se ven, dispersos,
grandes ranchos de madera, nada que ver con la pobre construcción de casas
prefabricadas, caravanas y traílers a los que el viaje por el Oeste nos tiene
acostumbrados, en donde pacen rebaños de vacas y ovejas, y ya distinguimos
nieve dispersa en las cumbres lejanas de Bryce, vislumbradas en un horizonte
limpio de nubes, contra un cielo azul, pero antes de llegar a nuestro destino,
cruzamos un pequeño tesoro de piedra caliza de un rojo intenso que no puede
llamarse de otro nombre que no sea Red Canyon, nos bajamos del coche para
fotografiar esas maravillas y comprobamos el frío intenso que hace, a pesar del
sol que luce, y los bloques de nieve, entre los pinos, que se resisten a
derretirse. Por algo estamos a casi 8.000 pies de altura, próximos a los 2.000
metros, más que mi Coth de Baretges.
Trópic,
en donde hace un frío del demonio hoy, pese a su nombre, es un motel, una
gasolinera, un supermercado en donde clientes y empleados son gente más que
oronda, y una docena de casitas de madera desperdigadas. El motel tiene un
nombre larguísimo, Americas Best Value Inn-Bryce Valley Inn, tiene dos docenas
de cuartos, moqueta nueva y le falla la máquina de hielo por el frío intenso
que hizo días pasados. Sigue haciendo frío cuando bajamos del Hyundai fucsia y
arrastramos las maletas hasta la habitación.
Al
anochecer me reconcilio con la gastronomía norteamericana después de mi
desencuentro en Las Vegas. En el restaurante del Ruby’s, un Best Western de madera que se alza
en el lugar exacto en donde una pareja de mormones, descubridores de la belleza
de Bryce edificaron el primer hotel de la zona, la comida es buena y abundante. Una sopa de
alubias, más que decente, homologable a cualquier sopa patria, y un pollo asado
excelente y acompañado con zanahorias y
exquisito puré de patatas, me demuestran que hay gente en este país inmenso que
todavía sabe cocinar los alimentos. El Ruby`s, Rubén se llamaba el mormón, está
lleno de turistas norteamericanos, pero también hay franceses, alemanes, chinos
y hasta españoles.
De
regreso al motel, de tan impronunciable y largo nombre, abro El País para
enterarme de algo que ya sospechaba: los maravillosos sobresueldo que cobró
José María Aznar, los mismos, supongo, que a nuestro Fernando VII de la
democracia española le permitieron financiar el bodorrio de su hija en El
Escorial al que acudió su amiguito del alma Rafael Correa y El Bigotes.
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