DIARIO DE UN ESCRITOR


 Tropic, 19 de abril de 2013




Dejamos que el despertador suene, para seguir durmiendo. Culpa de trasnochar. Así es que nos perdemos el suculento desayuno del motel a base de cereales, café americano y tostadas.
En ayunas, con barras energéticas, alguna bebida, patatas fritas y un puñado de galletas de chocolate nos vamos al Cañón de Bryce, distante 20 millas de Tropic, que realmente no es un cañón sino un grandioso anfiteatro formado por miles de pináculos (hodoos, chimeneas de hadas) resultantes de la erosión del viento y el agua que han moldeado ese bello escenario que debe su llamativo color anaranjado rojizo a los sustratos de óxido. Otra obra maestra, una más, de la naturaleza localizada en el sudoeste del estado de Utah.
El parque está a una altura considerable, y lo noto especialmente por un ligero mareo que achaco equivocadamente al estómago vacío: 9.100 pies en su parte más alta, nada menos que 2.700 metros de altura. Luce cielo azul y corre una fresca brisa cuando iniciamos el descenso de 420 metros de desnivel al fondo del cañón por la senda Navajo Lop que zigzaguea en pronunciadas revueltas mientras se hunde monte abajo. Caminamos por un sendero estrecho pero bien trazado que se hace sin dificultad. Nos detenemos con frecuencia para contemplar los hodoos, esas caprichosas columnas que parecen de arenisca, maleables y frágiles, siempre cambiantes. La luz, dentro del cañón, se torna rojiza. En lugares increíbles, en un suelo sediento de agua, crecen espigados pinos que buscan desesperadamente, sin conseguirlo, superar la altura de los pináculos de roca que los cercan. No todos sobreviven y hay troncos de árboles caídos que murieron en el intento y quedaron empotrados en ese suelo rojizo formando puentes naturales y otros que ya son piedras vegetales. Hay árboles que parecen que estén caminando porque la erosión del viento y el agua ha descarnado por completo sus raíces que son patas de araña con las que vayan a salir huyendo en cualquier momento.
A la paleta tricolor de las caprichosas formaciones rocosas (blanco, rojo y anaranjado) se suma el verde de los árboles según descendemos, más numerosos que al inicio de la senda. Cuando llegamos al fondo, el paisaje seco se suaviza ligeramente porque el camino corre paralelo al curso vacío de un río y la humedad del subsuelo, aunque no se vea a simple vista, facilita la eclosión de bosques de pinos más o menos tupidos. Pero escasea la sombra.
Una primera parada la hacemos en un banco de madera, tras desistir de tomar el Peek-A-Boo-Loup Trail, el sendero más largo y difícil de Bryce Canyon, que lleva al espectacular anfiteatro, una extensión gigantesca de 19 kilómetros de largo y 5 de ancho poblado por esas espectaculares columnas rojizas calcáreas que los indios paiute designaban como Anka-ku-wass-a-wits, caras rojas, porque creían que eran humanos a los que los coyotes habían convertido en piedra. En 1850 el mormón Ebeneizer Bryce, primer habitante de la zona y del que el parque toma su nombre, lo definió como el peor lugar para perder una vaca. Y sí, no le faltaba razón. También se puede perder un humano por ese laberinto de columnas y no salir nunca.
Durante la parada de descanso, y aprovechando que cayeron a tierra patatas fritas desmenuzadas y trozos de galleta, unas cuantas ardillas diminutas, no como las de tamaño marmota que merodean por el jardín de M.J. en Escondido, se acercan a comer esos restos de comida sin importarles lo más mínimo nuestra presencia, hasta el punto de que una intenta meterse dentro de mi mochila, excitada por el olor a comida. La ausencia de miedo que tienen los animales en este país hacia los humanos es otra de las muchas cosas que me llaman la atención. En España nunca vi ardillas tan cerca, dispuestas a comer de la mano.
Llaneamos un buen rato por un camino que tiene suaves pendientes y tomamos fotografías espléndidas porque la luz es espectacular y el cielo contra el que se recortan los pináculos anaranjados y rojizos de Bryce es de un azul intenso. El ascenso por el camino de la Reina es largo y penoso. En agosto debe de ser demoledor. Subimos a cámara lenta y notando la altitud, pero llegamos enteros al final del camino tras dos horas y media de marcha bajo el sol.
Con el Hyundai fucsia visitamos uno por uno todos los miradores de Bryce Canyon hasta el final del parque. El del Anfiteatro es el más espectacular, por la cantidad incontable de columnas que se arraciman en su superficie gigantesca; y el del Arco, uno de medio punto perfecto labrado por la naturaleza que, con la erosión, quizá dentro de miles de años se convierta en dos nuevos pináculos cuando caiga el dintel.
El mirador más alto de Bryce se encuentra a 2700 metros de altitud y desde él se divisa casi por completo esa inabarcable extensión de bosques de roca y bosques vegetales que pueblan la desmoronada ladera de las montañas y se extiende por 145 kilómetros cuadrados. Un grajo gigantesco, bastante más grande que un gallo capón, se pasea a nuestro lado y, cuando lo sigo para fotografiarlo, parece incapaz, quizá por su peso, de levantar el vuelo, aletea y lo más que consigue es avanzar a saltos. Nos interesamos, a través de un cartel explicativo que cuelga de los muros de madera de una caseta del parque, por la fauna del lugar. Además de los grajos gigantescos y las ardillas diminutas que ya hemos visto, hay águilas, lechuzas, tejones, marmotas, zorros, pumas y osos negros. Las instrucciones para salir con vida de un encontronazo con un oso negro son contradictorias. Por una parte no se les ha de mirar a los ojos, porque consideran que lo estás desafiando, y por otra parte aconsejan que hables a voces para ahuyentarlos. La mejor de las instrucciones es la última: Si le ataca, luche desesperadamente para salvar su vida.
De regreso a nuestro restaurante de referencia en este rincón del Far West, el Ruby’s Inn, topamos, ya al atardecer, con un numeroso grupo de ciervos, una quincena quizá o más, que mordisquea hierba al lado del arcén y no se inmuta cuando nos bajamos del coche y nos acercamos. Son crías con sus madres, de tamaño mediano, no como las cabezas de ciervos mula que lucen disecadas en el vestíbulo del hotel restaurante de la cadena Best Western, bicharracos de más de 300 kilos que mejor no toparse con ellos.
Magie es la camarera rubia, menuda, atractiva y sonriente que nos acomoda a la mesa cuando entramos en el Ruby’s Inn. Estamos hambrientos. Como lo que cené ayer me gustó, repito para no correr riesgos. O repetimos. Somos poco originales. Pero hoy la sopa no es de alubias, sino de verduras, y no hay tanta gente o es que llegarán más tarde. Shelley, una rubia oronda y risueña, nos cobra a la salida los 52 dólares, propina y tasas incluidas.    
            Mañana pasaremos, ya de regreso, por uno de los lugares más acogedores del planeta: El Valle de la Muerte. Seguro que sobrevivimos.

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