DIARIO DE UN ESCRITOR
Escondido, 27 de abril de 2013
Las palmeras
oceánicas siempre me sugieren paraísos. Hoy, después del cine, de ver Renoir, una buena película francesa
sobre Auguste Renoir, el maravilloso pintor de las bañistas, un hedonista y bon vivant, y su hijo Jean Renoir, el
que fue cineasta. Así es que después de que mis ojos se deleitaran por los
paisajes mórbidos de la última modelo que tuvo en vida el pintor, y que me
recuerda a una modelo rodiniana de mi
séptima vida cuyas formas amasé con pasión de esteta, salto más de cien años y
paseo por el borde de una de las enormes lagunas marinas de San Diego, a la
hora de las brujas, con el sol a punto de ocultarse en el horizonte y una
fresca brisa marina que hace que M.J., más friolera que yo, acelere el paso.
El cine
de San Diego en donde hemos visto Renoir
es curioso y atípico. Una sala antigua. Sí, como las de antes, con butacas de
terciopelo, cortinas y un cierto sabor rancio que no acaba de cuadrar con la
modernidad del centro comercial en el que se ubica. Siete personas de la edad
del pintor Auguste Renoir, que se deben de haber sentido muy familiarizadas con
los ataques de artritis que sufría, y le hacían tremendamente dolorosa la
actividad de alzar el pincel, y sus problemas de movilidad, han sido sus únicos
espectadores. M.J. y yo nos hemos sentido jóvenes ante semejante platea
octononagenaria. Un nieto devoto, al que le deben de gustar las películas en 3D
o las sagas vampíricas, ha llevado a su abuela al cine.
El cine,
ahora, es yo andando por ese paseo marítimo asfaltado que discurre al lado de
una playa de arena fina en cuyos bordes ya crece la hierba. Unos tipos han
clavado cañas junto al agua tranquila y transparente y, seguramente, se irán de
vacío a casa, pero mientras han estado tomando el sol, han disfrutado de la
brisa y han intercambiado impresiones con el pescador de al lado. Llegan
pickups que aparcan junto a la amplia pradera que precede a la arena y de ellas
bajan grupos de gente con banderas, tiendas de campaña, mesas, sillas, neveras
y haces de leña que montan en un momento sus campamentos cerca de la orilla
para preparar una barbacoa nocturna. Hay nubes de niños por todas partes.
Corren por el camino asfaltado que va bordeando la orilla, ciclistas,
corredores de fondo con tensiómetros, caminantes como nosotros. La senda pasa a
veces entre palmeras que arañan el cielo y desemboca en un lujoso hotel cuyas
puertas y terraza están abiertas a todo aquel que pueda pagarse una consumición.
Un pequeño muelle flotante, sin embarcaciones, se balancea sobre el agua tersa
como un espejo. Los verdes de los prados y los azules del cielo se hacen cada
vez más fuertes según la tarde cae, y el
agua mansa del mar, que no se mueve en ese lago interno, espejea y deslumbra.
Hay una
isla enfrente, un arenal que cualquier humano puede recorrer en poco más de
quince minutos de punta a punta y, entre las altísimas palmeras que le dan
sombra, unos trailers con banderas nacionales disfrutan de su paisaje idílico,
de ese paraíso en miniatura a dos pasos de la civilización pero fuera de ella.
─Un grupo de tipos que llegaron y tomaron
posesión de la isla. Llevan años de pleitos para echarlos, pero no lo consiguen
porque alegan que no tienen más casa que ésa. Seguramente se quedarán.
Ya
empiezan a arder los leños de las barbacoas y a humear el pescado. En poco
tiempo se han levantado un buen número de tiendas de campaña frente a los
trailers de los sin casa que miran desde la otra orilla cómo asciende el humo
al cielo. Y yo hago una foto, la última, con el cielo apagándose y el sol
moribundo destellando entre ramas de árboles, que me lleva al pasado, como
tantas cosas de este viaje, al niño de siete años que pegaba en su álbum cromos
con paisajes llenos de palmeras oceánicas y soñaba con un paraíso que sólo
existía en su imaginación.
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