CINE / LOVING PABLO, DE FERNANDO LEÓN DE ARANOA
Loving Pablo
Fernando León de Aranoa
Los villanos son muy literarios, o cinematográficos.
El mal fascina tanto como los malvados. El señor de la droga y, por muy poco,
señor de Colombia (un narco como presidente de un país visibilizaría cómo lo
mafioso se imbrica en el poder político, en todo el poder, aquí y allá) quiso
dar una imagen de Robin Hood (obra social a los suyos; bombas y serruchos a los
otros) cuando no era más que un desalmado y psicópata egocéntrico sediento de
poder que le hubiera gustado reencarnarse en uno de esos dictadores sangrientos
de opereta que pueblan la historia trágica de Latinoamérica, desde Papa Doc a
Trujillo pasando por Pinochet. Teniendo fresca las series televisivas (Narcos y Escobar) y, sobre todo, el excelente film del italiano Andrea di Stefano Escobar: Paraíso perdido con
un Benicio del Toro inmenso en el
papel del todopoderoso delincuente, lo tenía difícil el español Fernando León Aranoa (Madrid, 1968) para
hacerle sombra a las narraciones fílmicas precedentes. Además, hay una saturación del
personaje. Así es que llega en mal tiempo esta superproducción española.
En Loving
Pablo el director de Los lunes al sol
sigue el libro que la popular presentadora colombiana Virginia Vallejo (Penélope Cruz) escribiera sobre su
romance con el rey de la droga Amando a
Pablo, odiando a Escobar de quien se enamoró después de entrevistarle en su
programa. Sostiene el libro, y por ende la película, que el personaje no era
uno sino dos: el tipo encantador y seductor, familiar pero con doble vida, que
era Pablo (amantes las que fueran, pero la familia, sagrada), y el despiadado
capo de una banda asesina que aterrorizó al país y era Escobar capaz de volar
un avión o descuartizar al oponente. Dr. Jekyll y Hyde. Naturaleza humana en
estado puro.
Rodada con la pericia de un buen artesano,
manteniendo el ritmo con buenas escenas
de acción y una contención de la violencia que estalla al final (y es mucha,
sobre todo en esa cárcel que el mismo Pablo Escobar se construye, en pleno delirio
de realismo mágico, y en donde ajusta cuentas sierra eléctrica en mano con
desleales), perfectamente ambientada en su rodaje colombiano, rural y urbano, y
con un presupuesto holgado (helicópteros, vehículos militares, persecuciones,
explosiones), sería una buena película sino hubiera un error de casting, y no
me refiero a Javier Bardem que, sin
estar a la altura de Benicio del Toro
en el mismo papel, se transforma físicamente a lo Robert De Niro en Toro
salvaje (barriga cervecera y papada incluida: dieta salvaje o extraordinarios
efectos de maquillaje), sino a Penélope
Cruz que, en cuanto aparece, estropea la escena y la vacía de todo verismo.
Increíble constatarlo, pero no hay feeling
en esa pareja real y uno echa de menos esa complicidad carnal que existía en Jamón, jamón del desaparecido Bigas Luna cuando eran un par de chicos
que empezaban en eso del cine y no sabían que terminarían siendo matrimonio.
No ayuda en nada esa versión original con subtítulos
en castellano (absurda apuesta para entrar en el mercado yanqui, imagino), que
castiga los oídos del espectador con un inglés con acento colombiano que
chirría, y se echa en falta buenos secundarios.
África
del Sur, durante los tiempos del apartheid,
una etapa convulsa en la que los asesinatos y la violencia sexual están a la
orden del día. Gobierna el país Pieter Botha, el gran cocodrilo, con mano de hierro. Bajo este ambiente sofocante
y tenso sitúa José Luis Muñoz la historia de Paul Duncan, un colono blanco
dueño de una fábrica de palmitos en lata que emplea trabajadoras de la etnia xhosa,
un personaje elemental cuyas aficiones se reducen al fútbol, la caza, el whisky y la cerveza. Para él, como para
la mayoría de los blancos de su país, la vida de un negro no vale ni un rand.
La
molicie de su vida y la de su familia se verá alterada bruscamente por un hecho
de su pasado que le pasará factura.
Traza
José Luis Muñoz en Los perros una
panorámica humana y sociológica de un país segregado por la política racista. La
novela es un fresco presidido por un eje sicológico, la culpa, y por un eje
geográfico, la ciudad de Kimberley, en Cabo Norte.
En un
alarde de arquitectura narrativa, que bebe de los clásicos del género negro, el
autor simultanea el relato de los blancos habitantes africanos, dominadores y
racistas, que se saben de paso, y el de los negros, apegados a su tierra, en un
libro en el que los elementos de ficción y los históricos se funden con supersticiones
ancestrales y el género policial marida con lo terrorífico.
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