LITERATURA / 4321, DE PAUL AUSTER
4321
Paul Auster
¿Estamos
ante el testamente literario de uno de los grandes de la actual literatura
norteamericana? ¿Cuántos libros le quedan al Paul Auster autor después de haberse desangrado literalmente en
estas casi mil páginas de su última obra 4321
que es un torrente literario de una envergadura titánica? Siento que he estado preparándome toda la
vida para escribir este libro, reconocía el autor de El Palacio de la Luna a Wim
Wenders.
Sin lugar
a dudas nos encontramos ante la novela más ambiciosa, y más larga, y más
arriesgada de Paul Auster, un fresco
dickensiano que gira sobre el azar a través de un personaje que es el alter ego
del autor, un judío residente en Brooklyn con veleidades literarias, uno que en realidad
son cuatro, ese 4321 del título, porque Paul
Auster coge a su personaje principal Archie (de Archibald, el verdadero
nombre de pila de Cary Grant) Ferguson
y lo enfrenta a cuatro tesituras
diferentes que son cuatro posibles vidas. El novelista norteamericano experimenta
con las posibilidades de su personaje, si tuviera una vida corta o larga, feliz
o infeliz, según las circunstancias, con quien se relaciona; a quien ama u
odia; cómo le afectan a cada uno de esos cuatro Archie Ferguson acontecimientos
como el asesinato de Kennedy —Pasaron
varias horas viendo la cobertura del asesinato por la tele, y luego,
estrechándose el uno al otro en un fuerte abrazo, fueron dando tumbos a la
habitación de Amy, se dejaron caer en la cama e hicieron el amor por primera
vez— ; Luther King; las revueltas negras; la guerra de Vietnam; las
manifestaciones estudiantiles de Berkeley; el Gran Apagón de la ciudad de Nueva
York —y en un par de segundos se habían
apagado las luces y el ascensor había dejado de moverse—; los profesores
que tiene; su padre Stanley Ferguson —…y
nunca dejaba de asombrar a Ferguson lo rápidamente que su padre se dormía en la
oscuridad del cine, la indiferencia que se apoderaba de él cuando los títulos
de crédito desfilaban por la pantalla, la cabeza inclinada hacia atrás, los
labios entreabiertos, sumido en la modorra más profunda mientras retumbaban los
disparos, crecía la música y se estrellaba un centenar de platos en el suelo—,
que muere en ese incendio intencionado —y
allí estaba su padre muerto, en el edificio quemado hasta los cimientos que una
vez había sido 3 Brothers Home World, el cuerpo tieso y negro sin rastro de
humanidad, como si el fuego lo hubiera convertido en una momia, un hombre sin
rostro ni ojos con la boca abierta de par en par como paralizada en medio de un
grito— causado por el villano tío Lew que perdió a su hijo, y primo de
Archi, en Corea; las singulares preferencias cinematográficas —Fueron sus compañeros más constantes y más
dignos de confianza de aquel año y bien entrado el siguiente, Stanley y Ollie,
El Flaco y El Gordo, el idiota inocente y el tonto engreído, que en realidad no
era menos idiota que el otro—; las relaciones incestuosas con esa
hermanastra accidental; los amantes masculinos según le dé al personaje, en una
de sus opciones vitales, por acostarse con ellos siendo activo o pasivo o
chapero mercenario.
Se
aparta, aunque no del todo, Paul Auster
de algunas de sus notables obras anteriores de metaliteratura, Diario de invierno por ejemplo, para
abordar ese juego de espejos y otros que es 4321
en la que reina una cierta desmesura de páginas —con doscientas menos la obra
hubiera funcionado mejor; el relato incrustado en la novela que escribe Archie
Ferguson, escritor en ciernes,
protagonizado por unos zapatos, por ejemplo, es completamente prescindible
porque carece de chispa y no llega a ser surrealista— pero en el que el autor
neoyorquino, que es uno de los iconos indiscutibles de la actual narrativa
norteamericana, despliega todo su talento literario.
Todo es
aleatorio y circunstancial en esta vida, decisiones nimias tienen imprevistas
consecuencias que la marcan, hasta el nombre de esa estirpe de judíos que pasan
a llamarse Ferguson por un simple error burocrático —¿Cómo se llama?, pregunte el agente. Frustrado, el joven se da una palmada
en la cabeza y suelta en yidis: Ikh hob fargessen! (¡Se me ha olvidado!) De
modo que el agente de inmigración de la isla de Ellis quita el capuchón a su
pluma estilográfica y escribe diligentemente en su libro de registro: Ichabod
Pferguson.—. Así es que la saga familiar, y la historia de esos cincuenta
años de la historia de Estados Unidos, empieza por ese emigrante judío que pasa
a llamarse Ferguson por un error burocrático.
Toma Paul Auster a sus cuatro Archie
Ferguson y narra su vida casi desde el momento de su concepción —El nacimiento del bebé estaba previsto para
el 16 de marzo de 1947 (Paul Auster
nació un poco antes, el 3 de febrero del mismo año) pero a las diez de la mañana del día 2, un par de horas después de que
Stanley se marchara a trabajar, Rose, aún en camisón e incorporada en la cama
con “Historia de dos ciudades” (el dickensiano Paul Auster hace un
guiño a su maestro Charles Dickens a
través de una de sus novelas menos dickensianas) apoyada en la ladera norte de su enorme vientre, sintió una repentina
punzada en la vejiga—.
Los
detalles, por muy pequeños que sean, ayudan a vestir una narración, y de eso
sabe mucho John Irving, otro
dickensiano —El sonido de las máquinas de
escribir a veces era como la música, sobre todo cuando se oía el timbre al
final de la línea, pero también le hacía pensar en un chaparrón cayendo sobre
el tejado de la casa de Montclair y en el ruido de piedrecitas lanzadas contra
el cristal de la ventana— y el autor de David
Copperfield y su influencia —…por
bueno que hubiera sido J.D. Salinger
no le llegaba ni a la altura del zapato a Charles
Dickens— pesan en este monumental 4321.
Pequeñas anécdotas pasan factura al protagonista como el bullyng escolar —Vivió un infierno durante todo el curso escolar,
pero la naturaleza de aquel infierno y las leyes que lo regían fueron cambiando
de mes a mes—, o su estancia en Francia en donde ejerce como chapero hasta
que el coito mercenario con un cliente le horroriza y pone fin a su degradación.
El
magma narrativo de Paul Auster
engancha. El lector empatiza con sus numerosos personajes secundarios que
entran y salen de la vida del protagonista, quiere saber lo que es de ellos,
sufre ante las adversidades de esa saga familiar y sus defecciones, se ríe a
conciencia en sus momentos cómicos. Paul
Auster con una estilo literario decimonónico que no arriesga —¿para qué
hacerlo si es el adecuado?— novela los cincuenta últimos años de la historia de
un país contradictorio y complejo que ama y critica con ferocidad —No, las pistolas eran un punto delicado, y
una vez que se apuntaba a alguien con un arma, sobre todo si ese alguien ya
empuñaba una, había muchas posibilidades de que el artefacto con que uno
contaba protegerse acabara convirtiéndolo en cadáver—sin que se salve ni
Kennedy, tan pronto admirado por un Ferguson conmocionado por su asesinato como
denostado por otro—e incluso el apuesto
Kennedy, el muy admirado nuevo presidente, no era más que otro político
estúpido o corrupto para Ferguson, que encontraba más estimulante admirar a
hombres como Bill Russell y Pau Casals que desperdiciar sus emociones en
presuntuosas cotorreras que andaban a la rebatiña por un puñado de votos—.
Al lego
en la materia de ese deporte tan americano que el béisbol, por el que siente pasión el joven Archie
Ferguson, y por ende Paul Auster, y
es el culpable de que el protagonista pierda tres dedos, le sobrarán las casi
cincuenta páginas que le dedica, pero disfrutará, como recompensa, con las de su
despertar a la sexualidad a los doce
años y su obsesión mamaria —…hojeaban montones de revistas amarillas en
busca de imágenes de mujeres con los pechos desnudos, especímenes
antropológicos de tribus primitivas de África y América del Sur / …Los pechos
eran importantes porque constituían el rasgo más prominente y visible que
distinguía a las mujeres de los hombres, y las mujeres eran ahora un tema de
gran interés para él, porque si bien era solo un prepubescente de doce años, en
su interior se agitaba algo que anunciaba a Ferguson que los días de su
infancia estaban contados—; a la
bisexualidad con el cinéfilo Andy Cohan —A Ferguson le gustaba tanto que empezó a
gemir, en cuestión de segundos su blando y nervioso pene empezó a ponerse
rígido y a alargarse gradualmente a cada caricia de la mano del chico mayor /
La picha se le puso dura otra vez mientras Andy le pasaba la palma de las manos
por el cuerpo desnudo, y cuando Andy se metió en la boca su polla tiesa y le
hizo la primera mamada de su vida, Ferguson ya estaba lejos de plantearse si
era una chica o un chico quien se la hacía—; o a su prolijo paseo por los
cuerpos de amigos, amigas, novias, primas, hermanastras, o prostitutas tiernas
como la desdichada Julie de quien se enamora y deja de ver (la droga) —y mientras Ferguson recorría el pasillo
detrás del dulce y oscilante trasero de la joven, los pantalones se le iban
abultando poco a poco— de los que la virilidad del joven y ardiente protagonista
disfruta.
Hay ese
primer amor torpe, como suelen ser todos, con Ane Marie —De corta estatura pero no mucho, una pizca menos de uno sesenta y siete
sin zapatos, morena, con media melena, cara redonda, de rasgos simétricos y
nariz recia y decidida, labios carnosos, cuellos esbelto, cejas oscuras
coronando unos ojos entre azules y grises, ojos vivos, luminosos, manos y
brazos esbeltos, pechos más llenos de lo que cabría imaginar, caderas
estrechas, piernas delgadas y tobillos delicados—; al que sigue su primera
experiencia heterosexual con Amy tras muchas experiencias homosexuales—y sexo, y sexo, y sexo, sudoroso acto sexual
veraniego sin manta ni sábana por encima mientras se revolcaban en la cama de
la habitación de Amy y el chirriante y viejo ventilador removía un poco el aire
sin refrescar nada, los estremecimientos y suspiros, los gritos y gruñidos,
dentro de ella, sobre ella, debajo de ella— , la chica que se convierte en
su hermanastra cuando su padre se casa con la recién divorciada madre de Archie;
o su idilio con la activista Amy Schneiderman a cuyo lado se radicaliza que
resumen su vida sentimental.
También
está en las páginas de 4321 el Paul Auster cinéfilo, porque no hay que
olvidar que el escritor de Brooklyn ha dirigido, con mediano éxito, unas
cuantas películas y ha sido guionista de otras, y eso se nota en las numerosas
referencias, no solo a su incomprensible admiración por las películas de El
Gordo y El Flaco o las comedias de Jerry Lewis, sino a la disección plano a
plano que hace de la famosa secuencia de la escalera y el coche de bebé de El acorazado Potemkim de Sergei M. Eisenstein —Planos laterales de la multitud, planos
frontales del gentío, y entonces la cámara empieza a moverse, corre junto a la muchedumbre
que corre. Fusiles que acribillan desde arriba. Una madre corriendo con su hijo
pequeño hasta que el niño de camisa blanca cae de bruces al suelo.—
Sobrepasada
la setentena (71), el autor de Leviatán
nos ofrece su novela más erótica y vital colmada de páginas llenas de
sexualidad sutil —…los guateques de fin
de semana, las sesiones de besuqueo a la luz de la luna en los jardines y
recovecos de los sótanos de ciertas casas, los primeros y tímidos avances hacia
el conocimiento carnal, el misterio de la piel y de las lenguas cubiertas de
saliva…—, onanista —La única chica
que había visto con regularidad era la del desplegable del mes de abril de
Playboy que Jim le había pasado antes de volver a la universidad, pero Wanda
Powers, de Spokane, en Washington, de veintidós años, con unos melones que
desafiaban la gravedad y un cuerpo que parecía fabricado a partir de una modelo
de caucho de la verdadera Wanda Powers, había empezado a perder su influencia
sobre la imaginación de Ferguson— o explícita —…la vibrante corriente de lechoso fluido que brotaba del pene, por
ejemplo, que a veces se proyectaba bastantes centímetros o incluso metros por
el aire, la llamada eyaculación— ya que el autor hace hincapié en la vida
sexual de su alter ego, y muchos se preguntarán cuánto tiene de él ese Archie
Ferguson singular aprendiz de escritor, jugador mediano de béisbol y cinéfilo
atípico que tiene sus primeras experiencias sexuales con hombres para luego
pasar con naturalidad a las mujeres con un apetito voraz, el sexual, heredado seguramente
de su abuelo que muere en un prostíbulo —La
petite norte y la grand morte con diez segundos de diferencia; le vino y se fue
en cuestión de tres breves jadeos—, el emigrante judío responsable de que
todos se llamen Ferguson por error.
4321 es un canto no a una vida sino a las cuatro
o cien vidas que cada uno de nosotros pudimos tener si hubiéramos cogido ese
tren que dejamos escapar, abierto esa puerta cerrada o nos sintiéramos
atrapados por esa mirada del chico/chica que nos cruzamos un día por la calle.
El y sí… que nunca sabremos pero al
que llega la tramposa ficción literaria de alguien que imagina lo que pudo ser
y no fue su vida. Paul Auster reflexivo
y carnal que indaga en su memoria, y,
sobre todo, escritor que se mira ante el espejo y habla en un momento
determinado del onanismo literario: De
ahí que en los anales de los logros humanos nada superase el placer de escribir
una buena frase; en especial si empezaba siendo mala e iba mejorando
gradualmente a medida que se la escribía cuatro veces.
Termina
Paul Auster en las últimas páginas siendo
él mismo, el maestro de la metaliteratura y autoficción, y reflexionando sobre
su propio material que atribuye a su alter ego Archibald Ferguson —Ferguson volvería del revés la proposición,
y en vez de seguir la idea de una persona con tres nombres, inventaría otras
tres versiones de sí mismo, narraría las tres historias en paralelo a la suya
propia (más o menos su propia historia, porque él también se convertiría en una
versión novelada de sí mismo), y escribiría un libro sobre cuatro personas
idénticas pero diferentes que tuvieran el mismo nombre: Ferguson—. Eso, admirablemente
resumido por su autor, es 4321.
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