CINE / EL PROFESOR DE PERSA, DE VADIM PERELMAN
EL
PROFESOR DE PERSA
Vadim Perelman
Sigue
fascinando a cineastas de todo tipo el Holocausto, un filón temático inagotable
en argumentos que bueno es que no se extinga para que generaciones futuras y
negacionistas insensatos sepan lo que ocurrió en esos años infaustos para la
historia de la humanidad. Tiene el cine ruso obras maestras sobre ese tema que,
por desgracia, no han sido muy publicitadas, y citaré solo un par de ellas que
quiero destacar: la asfixiante y brutal Masacre, ven y mira de Leon
Klimov, sobre las atrocidades en el frente del Este, y, en un tono mucho
más sosegado, casi poético, Paradise de Andréi Konchalovski.
Parte Vadim
Perelman (Kyiv, 1963), un director de origen ucraniano curtido a lo largo
de siete largometrajes —uno de
ellos, Casa de arena y niebla, protagonizado por Jennifer Connelly
y Ben Kingsley—, en este nuevo retrato de las atrocidades del
Tercer Reich de una premisa muy original (una novela de Wolfgang Kohlhaase
guionizada por Ilya Tsofin), la historia de un judío de origen belga,
Gilles (interpretado por el argentino Nahuel Pérez Biscayart) que
consigue esquivar in extremis un fusilamiento al gritar a sus ejecutores que es
persa (minutos antes, en el camión que le lleva al descampado, ha hecho un
trueque de un bocadillo por un antiguo libro persa con otro compañero de
desventuras) y debe de mantener, para sobrevivir en el campo de concentración,
esa identidad impostada y enseñar el idioma, y ahí está el intríngulis de la
película, al capitán de cocina del campo Klaus Koch (Lars Eidinger) que
quiere aprender farsi para reunirse, cuando acabe la guerra, con su hermano en
Teherán y abrir allí un restaurante de cocina alemana.
Tiene
la habilidad el director ruso de no centrarse exclusivamente en las vicisitudes
de este superviviente nato, que debe inventar a diario un idioma que no conoce
y vive pendiente de que el engaño se descubra y sea fusilado, sino también de
extender su radio de acción cinematográfica a los soldados y oficiales de las
SS que rutinariamente se encargan de la custodia de los presos judíos, y que
están en las antípodas, por ejemplo, de la siniestra visión que ofrecía La
zona gris de Tim Blake Nelson de un campo de exterminio, diferente,
con matices, al campo de trabajos forzados de El profesor de persa (en
los primeros la muerte era instantánea; en los segundos, la muerte venía
después de un proceso de deshumanización). Max (Jonas Nay) y Paul (David
Schütter), los dos jóvenes y guapos soldados de las SS que coprotagonizan
la película, coquetean con las atractivas encargadas de cocina Elsa (Leoni
Benesch) y Yana (Luisa-Céline Gaffron), bromean acerca de los
atributos sexuales del comandante del campo (Alexander Beyer), cuentan
chistes, se divierten, se comportan como unos jóvenes metidos en esa guerra sin
tener conciencia de su papel de verdugos (odian a los judíos sin ningún tipo de
razonamiento, de forma visceral, como se odia a las ratas), y cumplen a
rajatabla con su rol cuando disparan a los presos que caen extenuados en la
cantera, por ejemplo.
Tiene
la virtud este film, rodado con todo rigor, de factura clásica y que mantiene
al espectador en vilo durante su largo metraje de más de dos horas sin que el
interés decaiga, de dar una cierta patina de humanidad a los victimarios
execrables, que podrían ser personas encantadoras sino se dedicaran a asesinar
sin tener conciencia del mal que hacen. Incide Vadim Perelman en esa
relación especial entre los antagónicos protagonistas de su historia, el
capitán de cocina Klaus Koch y su profesor de persa del que se va encariñando
(a pesar de la brutal paliza que le propina en esa comida campestre que
organiza para los oficiales del campo, cuando tiene la sospecha de que le está
engañando), un patrón común que ya se daba en La lista de Schindler o en
la citada Paradise (los nazis que salvaban, caprichosamente, a una de
sus víctimas, bien porque se enamoraban de ellas o porque de ese modo se
sentían cómo dioses al regalarles la vida).
Bien
ambientada, sin obviar la violencia (los primeros fusilamientos con que el film
empieza, la carta de presentación de los jóvenes SS Max y Paul, son
sencillamente aterradores con ese off sonoro de un bebe que llora y acallan con
un disparo de gracia), la película de Vadim Perelman huye de
maniqueísmos, humaniza a los verdugos (el capitán Koch, en su descargo, le dice
al falso persa Gilles que él no asesina, pero alimentas a los
asesinos, le rebate) y nos ofrece un punto de vista original sobre un
superviviente nato que debe inventar todo un idioma y memorizarlo, lo que ya es
mucho más complicado, para no morir.
El
film, una producción rusa de alto presupuesto minuciosamente ambientada, cuenta
con buenas interpretaciones, especialmente las de Nahuel Pérez Biscayart
en su papel de falso persa y la de ese cocinero tiránico pero con un lado
humano que interpreta Lars Eidinger (su carta de presentación es una
bronca descomunal a su ayudante Elsa porque su letra es ilegible y los
renglones son torcidos cuando debe anotar en un libro contable los ingresos y
las defunciones en el campo), está hablado en francés, alemán y falso farsi,
excelentemente musicado por Evgueni y Sacha Galperine y cuenta
con una fotografía excelente de Vladislav Opelyants (ese escalofriante
plano cenital del carretón lleno de cadáveres desnudos camino del crematorio).
Una película necesaria para seguir recordando ese horror que jamás debemos
olvidar.
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