CINE / THE STRANGER, DE THOMAS M. WRIGHT

 


¿Se puede hacer un film absolutamente negro que no muestre violencia, muertos, sangre, disparos, etc., es decir, que prescinda de todos los elementos habituales que se dan en ese tipo de películas? La respuesta es sí. El australiano Thomas M. Wright (Melbourne, 1983), actor, escritor, director de cine y productor, acepta ese desafío y ofrece este The stranger, un drama policial psicológico modélico, que mantiene sumido al espectador en una tensión absoluta desde la primera a la última imagen gracias a una habilidosa ocultación de la información que se irá desvelando a pequeñas dosis a medida que avanza la narración cinematográfica para que todo cuadre milimétricamente sin que ninguno de sus tramos resulte forzado ni se hagan las habituales trampas.

 


El extraño y explosivo Henry Peter (Sean Harris), que acaba de salir de presidio por un delito menor, se pondrá en contacto con Mark Framer (Joel Edgerton), un presunto delincuente tan misterioso y silencioso como él, que le introduce en una banda que se dedica al trapicheo de droga y lo utiliza como correo. A lo largo de las idas y venidas de los dos personajes por el territorio australiano, el introvertido y hasta colérico Henry Peter, le irá haciendo confidencias a su colega Mark Framer hasta el punto de que esos dos personajes, correosos y lacónicos, trenzan una amistad peculiar y empiezan a saber más el uno del otro. Pero a mitad de la narración se descubre que nada, absolutamente nada, es lo que parece y uno de ellos está actuando.

 


Thomas M. Wright se sirve de las interpretaciones lacónicas de sus dos personajes centrales, hace que sus silencios hablen, estremece con los estallidos de violencia verbal del extraño y estrafalario Henry Peter, encarnado por el magnífico actor británico Sean Harris, que inquieta con su presencia y mirada airada; se ayuda en su historia con la elección de un elenco de secundarios sencillamente brillante como ese jefe de la banda que es John (Alan Dukes), que cita a los dos protagonistas en habitaciones de hotel para darles instrucciones; retrata, sin entrar en excesivos detalles, a sus personajes (Mark Framer está divorciado y, cuando tiene la custodia, debe cuidar de su hija en su destartalada vivienda); introduce algunas secuencias oníricas angustiosas que parecen salidas de la mente oscura de David Lynch; se sirve de un tenebrismo fotográfico obra y gracia de Sam Chiplin (en sus trayectos en coche por las carreteras australianas los dos protagonistas son meras sombras que se funden con el asfalto), porque casi todas las secuencias son filmaciones nocturnas o transcurren en moteles poco iluminados, y una partitura musical muy eficaz de Oliver Coates, con subrayados precisos en los momentos de tensión.

 


Un guion formidable, obra del propio Thomas M. Wright, y un montaje de secuencias preciso, de orfebre, con esa imagen cenital premonitoria de un monte arbolado que aparece una y otra vez, y cobra sentido en la secuencia final, hace que todo en esta historia cuadre al milímetro en su desenlace sin tener que echar mano de esas prolijas explicaciones de algunos filmes de género que de ese modo evidencian que la historia no estaba bien resuelta.

 


Con toda justicia, este film australiano consiguió el premio Un Certain Regard del pasado festival de Cannes y fue nominada como mejor película en el festival de Sitges. The stranger es un film modélico, hipnótico y atmosférico muy recomendable para todos los amantes del género negro y policial, y muy especialmente para los que huyen de la sangre, la truculencia  y la violencia explícita.

La colina del telégrafo” es, pues, una excelente novela negra, una pieza literaria de exquisita confección que combina con soltura y acierto los elementos propios del género: crimen, investigación, transgresión, maldad, depravación... Pero es al mismo tiempo una inteligente incursión en las oquedades más oscuras de la mente, en los terribles destrozos que una contienda criminal como es la guerra moderna llega a causar de uno u otro modo en quienes han participado en ella, y de cómo, tal vez, quizá, aunque esto sea más bien una interpretación mía a posteriori, las guerras son en realidad el caldo de cultivo perfecto para dejar brotar esa iniquidad ancestral, ese brutal instinto de supervivencia que anida, en mayor o menor media, dentro de cada uno de nosotros: nuestros demonios más ocultos, el animal sanguinario que fuimos y que todavía somos.

CARLOS MANZANO (Entretantto Magazine)

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