SOCIEDAD / EL SEGUNDO SILENCIO
No sé qué han hecho últimamente los
escritores españoles para que la Parca haya estado tan activa y cruel en los
últimos meses, casi tanto como con el reino del Séptimo Arte (Sidney Poitier,
Peter Bodganovich, Jean Louis Tritignant, Mónica Vitti, William Hurt, Ray
Liotta, Bob Hoskins, David Warner, Anne Heche, Olivia Newton John, James Caan,
Paul Sorvino, Wolfgang Petersen, Jean Luc Godard, e Irene Papas nos han dejado
últimamente). Si contamos la cantidad de autores españoles que han desaparecido
antes de tiempo, hay motivos de intranquilidad. Se terminó, aunque no, porque
ahí siguen otras variantes, la maldita pandemia del Covid, y mis colegas siguen
muriendo víctimas de una extraña maldición que parece cebarse en el universo de
las letras, y lo anómalo es que no lo hacen a una edad provecta sino en el
momento más creativo de sus carreras.
Todos nos morimos, bien cierto es, y me
comentó un colega hace unos días que por suerte, porque la eternidad sería un
mortal e insoportable aburrimiento, una pesada carga, y daría pie a la más
espantosa molicie, a no levantarnos jamás de la cama porque tendríamos una
eternidad de días para hacerlo, pero lo más lamentable de todos estos casos de
defunciones de colegas es que ninguna de ellas, por edad, tocaba, que podían
haber vivido muchos más años para seguir escribiendo muchos más libros para sus
lectores que se han quedado huérfanos.
Inició la temporada de defunciones que no
tocaban Almudena Grandes. La escritora madrileña se fue súbitamente, por un
maldito cáncer, cuando aún le faltaban por escribir un montón de episodios
nacionales, a la manera de Benito Pérez Galdós, con los que nos refrescaba esa
historia que muchos quieren olvidar, la de la lucha contra el fascismo y la de
esa tristísima posguerra interminable de cuarenta años que laminó a la
generación de perdedores e hizo de mi país, España, una anomalía política.
En febrero, un día 5, me levanté con la
pésima noticia de la muerte de Fernando Marías, un tipo entrañable, buen y
generoso amigo, al que quise mucho y con el que hablaba de cine hasta altas
horas de la madrugada en la Semana Negra de Gijón cuando coincidíamos. Le
conocí siendo un abstemio radical después de haberse bebido toda su cuota de
alcohol, como él mismo confesaba, en los locos años de juventud. De esa
adicción al alcohol, de la que él escapó pero su pareja no (su vida era el
guion exacto de la película Días de vino
y rosas, y él era Jack Lemmon mientras que su mujer era Lee Remick), dejó
constancia en toda su extraordinaria obra y, sobre todo, en esa novela que, sin
él quererlo, fue póstuma, Arde este libro,
y que yo aun no me he atrevido a leer.
Por cáncer, a pesar de que parecía que lo
había vencido, pero con el de páncreas nadie sobrevive, a lo máximo alargas la
vida cinco años, los que él vivió de prestado sin dramatismo, se fue mi buen
amigo y colega Javier Abasolo, un bilbaíno de pro, que dejó un montón de
novelas inéditas que espero que Belén, su viuda, vaya publicando. Abasolo,
aparte de una bellísima persona y escritor de una enorme solvencia, tuvo el
valor de dejar una emotiva carta de despedida a todos sus amigos agradeciendo
que lo hubieran sido, alegrándose de haberlos conocido y agradeciéndoles que le
hubieran ayudado a tener una existencia feliz. Nadie cómo él para asumir ese
punto final a su existencia y enfrentarse a la muerte con naturalidad y
valentía, todo un ejemplo de bien morir.
El caso de Domingo Villar, un escritor
gallego de novela negra con el que había coincidido un Sant Jordi firmando en
Barcelona, es más doloroso si cabe, porque era el más joven de todos ellos: con
cincuenta años un traicionero ictus lo
llevó al sueño eterno y dejó a medias una carrera literaria jalonada por el
éxito y extraordinariamente breve. El creador del personaje de Leo Caldas nos
deja una serie de títulos notables como La
playa de los ahogados, El último
barco y Ojos de agua.
La muerte de Javier Marías, el último al que
la Parca se ha llevado en estos siete meses infaustos, eterno candidato al
premio Nóbel, habría que achacarlo a esa infame epidemia del Covid, a una
neumonía, fruto de ella, que no se curó adecuadamente. Elegante, con un cierto
aire británico, heredero del bagaje intelectual de su padre, el filósofo Julián
Marías, Javier era el escritor de los sentimientos y del corazón, narrador
exquisito y ácido articulista. A los 70 años se es demasiado joven para dejar
la carrera literaria y la vida.
Todas esas muertes de colegas escritores,
algunos de ellos además amigos personales de quien esto escribe, me han ido
sacudiendo a lo largo de estos meses del año (todos murieron en 2022 menos
Almudena Grandes que lo hizo a finales del 2021) en los que me he estado
preguntando una y otra vez cómo afrontaré esa despedida de la vida que cada día
se acerca más y puede acelerarse por cualesquiera otra causa sobrevenida que no
sea estrictamente la edad. Pienso, en mi inocencia y por una necesidad de
autoengaño, que tengo mucho que contar, que tengo mucho que escribir, un montón de proyectos que realizar y unos
cuantos viajes que emprender, antes de ese último, para que la Parca pase de
lado con su guadaña, pero sé que me engaño.
Hasta hace pocos años alardeaba de vivir con
el aquí y ahora instalado en mi mente, pero en este año fatídico de defunciones
aparece inexorable el mañana, infinitamente más breve que el pasado y con
escaso futuro, y cuando miro mi bien surtida biblioteca y cuento los libros que
me quedarán por leer por falta de tiempo, el verdadero tesoro de la vida que se
aprecia cuando escasea, me angustio.
Vivo en una etapa en que saludo con alborozo
los amaneceres porque uno no sabe exactamente cuántos le quedan por ver, o la
publicación de un nuevo libro, porque quizá sea el último. Juan Madrid siempre
me hablaba de los libros que le quedaban por escribir en vez de los años. Decía
Rosa Montero, y hago mías sus palabras, que escribimos contra la muerte.
Creemos, ilusos, que los libros que dejamos escritos y publicados nos harán
eternos, y quizá sea mejor así, que creamos que vayamos a vivir cada vez que un
lector abra uno de los nuestros.
Deberían enseñarnos a morir, pero no nos
enseñan ni a vivir, y a hacerlo con dignidad y cuando a uno le apetezca o
simplemente no tenga ganas de vivir. Una frase muy brillante de la escritora
chilena Isabel Allende define la vida como “un ruido entre dos grandes
silencios”. Pues eso: esperando ese
segundo silencio.
Un psicópata siembra el pánico entre la comunidad vietnamita de San Francisco. Una pareja de policías intentan dar caza a ese asesino en serie que degüella prostitutas y eyacula sobre sus cadáveres desnudos. La sombra de la guerra de Vietnam es muy alargada.
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